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Rosario  Acuña

 

Llevaba un tiempo realizando investigaciones para llegar a saber quién era esa Rosario de Acuña, cuyo recuerdo «sin decirnos nada, nos atraía no sé por qué». A finales de 1968, en el artículo titulado «¡Y va de semanarios!», ya nos adelanta una breve reseña acompañada de dos de sus poesías (Las dos nubes ⇑ y «La calumnia ⇑), pero no será hasta el mes de febrero del siguiente año, cuando Patricio Adúriz dé a conocer el resultado de sus indagaciones. Lo hará en las páginas del gijonés diario El Comercio durante cinco domingos consecutivos:

 

 

 

I. Como en una novela de intriga

 

AGRADECIMIENTO

Presidan vuestros nombres este modesto trabajo: Alfredo Adúriz, Luis Argüelles, Ángel Carreño Menéndez, Julio Castro López, Agustín Coletes, Marina Entrialgo, Adriano García Álvarez, Pilar García García, Jesús García Peón, Jaime Goutayer, Emilia Granda, Miguel Gumiel, Emilio Medina Tuya, José Avelino Moro, Laura Peinado, Palmira Pérez, Leopoldo Rodero, Aquilina Rodríguez Arbesú, Celestino Valdés. Vosotros, uno por uno, aportando el pequeño detalle o el dato vital hicisteis posible que se diera cima a esta trabajosa tarea en la que nos metimos de lleno. Sin vuestro concurso de poco hubiese valido mi buen deseo y, lo que es peor, tal vez no se habría llevado a cabo. Llegamos justo a tiempo. Unos cuantos años más y entonces sí que afirmo que no habríamos conseguido nada. Repito: a vosotros, a todos vosotros, el mérito. Quede para mi la ingrata tarea de moldear vuestras noticias en la seguridad de que sólo apetezco –si mis fuerzas lo permiten– daros satisfacción en la medida que deseáis y merecéis.

 

PRÓLOGO

Hace muchos años que nos veníamos preguntando ¿quién era Rosario Acuña? [1] Esa ignorancia nuestra, compartida por el común de los gijoneses, vino a ser como una obsesión lacerante. Y es el caso que es una realidad que teníamos ahí, al alcance de la mano. Frases como ésta: «estuve por Rosario Acuña», o, «fui a dar un paseo hasta Rosario Acuña», se repiten, al cabo del año, miles de veces. A muchos, no obstante, este que vino a ser topónimo con carta de naturaleza entre nosotros, no les espoleaba la curiosidad. A otros, sin embargo, sí. Y éramos muchos los curiosos por lo que pude apreciar andando el tiempo. Un día, entrado este invierno fui hasta el cementerio de Ceares. Quise localizar la tumba de esa mujer cuyo recuerdo, sin decirnos nada, nos atraía no sé por qué. La tarde, lluviosa y gris, daba la impresión de envolverlo todo en un aire de misterio. Los zapatos al hollar el verde césped embebido en agua, chapoteaban sordamente. Hubo vacilación porque, al pronto, no dimos con su tumba. Luego, con más parsimonia, dimos con ella. Casi a ras de tierra. Casi adosada contra el muro. Casi sin nada que la hiciese reconocible a no ser una escueta y menuda lápida con esta inscripción: en tres renglones: «Rosario [de] Acuña. Escritora ilustre. 1851-1923». Nada más. Así, a secas. Y me pareció muy poca cosa. Y con la mirada recorrí el paisaje en el que los árboles, ateridos, tocaban con las flautas de sus ramas la sinfonía del viento a la que ponían contrapunto, como timbales minúsculos, los goterones fríos, densos, persistentes, de una lluvia desesperanzadora. Cielo en gris. Todo parecía en aquel instante como el preludio de una fantasmagórica obertura invernal. Salí porque ya sabía algo. Ese algo fue la piedra que arrojada contra el estanque de la ignorancia divagó en ondas concéntricas cuyo radio de acción, en cada una de ellas, nos acercaba más y más al conocimiento de la verdad. Eso fue todo. Por modo tan sencillo comenzó esta aventura en la que tal parece que todos quisiéramos ser sabuesos. Ahora, concluido el prólogo, pasemos a la anécdota de esa vida singular que fue la de Rosario Acuña.

 

CAPÍTULO I. NACIMIENTO

Creo que fue ésta una de las pocas veces en que hubo necesidad de consultar el Espasa. El de los innumerables tomos –grueso, densísimos, exhaustivos– y en él, sorprendentemente no se dedica ni una sola línea a nuestra biografiada. Aquello parecía imposible, y, no repuesto de la incredulidad, pasé a consultar otros diccionarios que sobre poco más o menos, condensaban su vida en cuatro palabras. Solo el Hispano-Americano de 1887 en edición barcelonesa de Montaner y Simón era más explícito. De él recibí la inspiración que me animó a seguir con tema tan huidizo. Sobre poco más o menos dice así:

Escritora y poetisa española contemporánea. Nació en Madrid en el año 1851[2]. Recibió una educación en nada distinta de la que se da en nuestro país a la mujer y aun ésta se vio paralizada por una enfermedad a la vista que la tuvo casi ciega hasta la edad de dieciséis años. Esto no obstante su afición a toda clase de estudios y con especialidad a los literarios, le hacían quebrantar los preceptos facultativos que le prohibían toda clase de lectura, llegando la ocasión en que sus padres la sorprendieron llenando cuartillas de papel de renglones desiguales. Desde entonces ya no fue un secreto para su familia la profesión a la que estaba destinada: pero la revelación se le hizo al público hasta la noche del doce de enero de 1876. Aquella noche la compañía de Rafael Calvo actuaba en el Teatro del Circo, estrenaba un drama titulado Rienzi, el tribuno. El público, seducido por los bellísimos pensamientos que encerraban los galanos versos de aquella producción, hasta entonces anónima, no quiso aguardar la terminación de la obra, para conocer el nombre del autor, y con gran sorpresa supo por boca de uno de los actores que se debía a la pluma de Rosario Acuña, quien tuvo que presentarse en escena repetidas veces, entre nutridas salvas de aplausos. La continuación de aquella reputación naciente la daban al siguiente día los más eminentes críticos en todos los periódicos. Desde entonces cultivó diversos géneros, imitando entre ellos con singular acierto los «Pequeños poemas» de Campoamor. A esta agrupación pertenecen las dos composiciones Morirse a tiempo y Sentir y pensar. Entre sus demás obras deben citarse sus “Poesías líricas” y su precioso libro En el campo. No acertamos qué causa haya hecho que su talento no siga cultivando el arte dramático, en que además de Rienzi, ha dado alguna otra muestra de sus envidiables aptitudes. Tal vez la paz y el sosiego que le brindan los apacibles ámbitos que la posesión que en el pueblo de Pinto habita, le obliguen a mirar con temor la tumultuosa y disputada gloria que ofrece el teatro.

 

CAPÍTULO II. EN TORNO A RIENZI

Ya pisábamos terreno firme. El misterio inicial, a golpe de entusiasmo, iba desmoronándose. Rosario Acuña, por lo pronto, no era gallega como pensábamos la mayoría, sino madrileña de pura cepa. Su retiro, como se acaba de ver, estaba a dos pasos de Madrid, haciendo bueno el dicho de «entre Pinto y Valdemoro». Su primera colaboración literaria se publica en La Ilustración Española y Americana, año de 1874, y es una poesía llena de credulidad y romanticismo. Pasados dos años, es decir, en 1876 es cuando estrena su primer drama: Rienzi, el tribuno. Ahora comienzan las preguntas: ¿Quién era Rienzi? ¿Quién era aquel celebérrimo actor Rafael Calvo que le estrenó su drama? ¿Qué conjunto socio-político conformó su primera juventud?...

Nicolás de Rienzi era un célebre orador que nació en Roma en 1313. Era hijo de un tabernero y habiendo conseguido que cesase la anarquía que reinaba en su ciudad natal por los años de 1347, recibió del pueblo un poder omnímodo; pero abandonado por la plebe que le había elevado y dignificado, y, al par, atacado por la nobleza que había sufrido sus humillaciones, tuvo que huir y pasó a refugiarse a Bohemia. Entregado a Clemente VII, iba a ser ajusticiado, cuando la muerte de aquel Papa y el favor de Petrarca le salvaron del suplicio. Habiendo recobrado su influencia bajo el pontificado de Inocencio VI, fue nombrado tribuno y senador; pero abusó de tal modo de la autoridad que se le había conferido, que se enajenó las simpatías adquiridas y pereció en un tumulto (1354), a manos de sus antiguos partidarios.

La figura de este romano –en la que se inspiró Wagner para una de sus primeras óperas– fue elegida para protagonizar su primer drama en verso. Sería nada menos que Rafael Calvo quien corriese con el estreno de Rienzi el tribuno, y, tal cual se reseñó más arriba, el éxito fue inenarrable.

 

CAPÍTULO III. RAFAEL  CALVO

Rafael Calvo, notable actor dramático nacido en Sevilla en 1842, procedía de una familia de actores. En su juventud no fue Calvo aficionado al teatro, puesto que seguía en Madrid la carrera de Ingeniería. Su padre, don José, viendo que se le iba el tiempo en devaneos, creyó conveniente traerle a su lado y le propuso que aceptara una plaza en la compañía que él dirigía en el teatro del Príncipe, sito en la capital de las Españas. Su primera representación ante el público fue desastrosa; no obstante, como poseía dotes artísticas y buena instrucción, tanto como amor propio, comprendió su situación y se aplicó a superarse. Casi de inmediato vienen los éxitos. Luego, formando parte de la compañía del insigne Romea, llega a ocupar los primeros puestos en la escena, especialmente por las obras maestras del antiguo teatro en verso.

En 1876, efectivamente, consagra el drama de una joven de veinticinco años: Rosario [de] Acuña. Los versos de la poetisa, en su voz toda arrogancia y arrullo, adquieren matices insospechados:

 

Ruedan los años sobre la ancha esfera,

y en el último trance de la muerte,

aun nos dice tu voz ¡espera!, ¡espera!

 

Luego, en sucesión de éxitos, actuó en el teatro en compañía de Vico, siendo esta especie de unión hacia tiempo reclamada y que se verificó por primera vez en 1880, muy bien recibida por parte de los admiradores y entusiastas de la escena española. Baste decir que en su voz cobraron vida los personajes de los Moreto, Duque de Rivas, Calderón, Zorrilla, Echegaray...

Hay una anécdota que nos lo describe en pocas palabras. Cádiz y 1884. Se les brinda una cena a los dos colosos de la época, Rafael Calvo y Antonio Vico. A los postres, como siempre, en medio de peticiones incesantes, Rafael Calvo recitó un pasaje de la obra de don Francisco de Rojas que lleva por título «Entre bobos anda el juego». Concluye y se le tributa una ovación que se prolonga a lo largo de cinco minutos. Luego le toca el turno a Antonio Vico, pero éste, rehuyendo comparaciones, hace constar el talento y la forma en el decir de su amigo Rafael Calvo, por lo que se excusa de recitar versos después de haberlo hecho su compañero insuperablemente.

Este fue el actor que en aquella noche del 12 de enero de 1876, estrenó el drama que preludiaba a una creadora.

 

CAPÍTULO IV. SOCIO POLÍTICA

 Será conveniente que situemos la figura de Rosario [de] Acuña en el ambiente en que discurrió su primera juventud. Sólo así podremos explicarnos muchas de sus facetas, y, por añadidura formarnos una idea de conjunto de aquellos procelosos tiempos que tanto influirían sobre su vida. De aquí los grabados que hoy se adjuntan [3].

A raíz de su nacimiento en 1851, tuvieron lugar una serie de sucesos que conmoverían los pilares de la sociedad. Así, por ejemplo, el 22 de junio de 1866, el Ministerio formado por Narváez se anunció  como muy conciliador y liberal, haciendo entender a los comprometidos que no habían emigrado que podían permanecer en Madrid seguros de que nadie les molestaría, pues se acababa de indultar a cincuenta condenados a muerte y el Gobierno preparaba una amnistía.

La revolución de septiembre de 1868 dio fin con la monarquía parlamentaria, del mismo modo que con la muerte de Fernando VII, en octubre de 1833, cayó la monarquía absoluta. Pero fuera porque el pueblo español no estuviera preparado para adaptarse al nuevo gobierno provisional, fuera por desavenencias suscitadas entre los que al ser destronada Isabel II ocuparon las riendas del poder, lo cierto es que duró bien poco el imperio del nuevo estado de cosas que acabó dejando el puesto nuevamente a una monarquía que se llamó democrática y que por fuerza tenía que resentirse en su funcionamiento, no tanto por su debilidad, cuanto por el estado azaroso y el espíritu inquieto y turbulento de la España del siglo XIX.

El reinado de Isabel II se caracterizó por las veleidades políticas, que hicieron necesarias las camarillas de favoritos y los golpes de Estado, que dan carácter propio a aquella monarquía, con sus sangrientas revoluciones y repetidos pronunciamientos que no cesaron con la batalla de Alcolea. Lo cierto es que Isabel II se ve obligada a salir de España en 1868, y, dos años después, en 1870, abdica sus derechos a la perdida corona en favor de su hijo, el entonces príncipe Don Alfonso, que apenas había llegado a los once años de edad.

Un nuevo rey, Don Amadeo, jura la Constitución el 2 de enero de 1871, pero su recuerdo, breve por las circunstancias apuntadas, da paso, en 1873, a la primera república presidida por don Estanislao Figueras. 

Luego, en 1875, se proclama a Alfonso XII que había de casar con la infanta doña María de las Mercedes, hija del duque de Montpensier. Casamiento que se celebraría el 23 de enero de 1878.

Todo este periodo, pues, podemos resumirlo brevemente: pronunciamientos, acontecimientos, guerras civiles, cambios constitucionales y dinásticos, emancipación de las colonias y, sobre todo ello, con ser mucho la quiebra de los estamentos y una inquietud que, conturbando los espíritus, abocaría a la edad novísima.

 

CAPÍTULO V. AMBIENTE FAMILIAR

Completemos a partir de ahora lo que no se nos dice en los diccionarios. Sus padres don Felipe de Acuña y Solís, y doña Dolores Villanueva, pertenecían a una clase social acomodada. Él, apegado a las tradiciones e imbuido de un estatismo aburguesado, veía con prevención aquellos pujos literarios de su hija. Le argumentan que no tiene por qué preocuparse de los problemas de la vida, ni ese su vago empeño de notoriedad, ni tan siquiera de conceder tantas horas al prurito de emborronar cuartillas. Todo eso –se lo repite incansablemente– no es tarea propia de señoritas de la buena sociedad que han de evitar a toda costa el que se hagan cábalas sobre sus aficiones o género de vida. No, la mujer española, desde que el mundo es mundo, solo tuvo una meta: el hogar. Si es el caso se puede hacer excepción de una Santa Teresa y ya es decir. Así, día tras día el mismo sermón, que se repite por ver de quebrantar la férrea voluntad de aquella hija suya. La madre –rostro acongojado y prudencia exquisita– observa y calla. Sus consejos no tienen el imperio del cabeza de familia, sino que, suavemente, procura que aquellas discordias no adquieran virulencia. Ama a su hija sobre todas las cosas y, con ese profundo instinto que tienen las madres, comprende que aquella vocación será para siempre el norte de su hija. Y la comprende. Y hasta la admira calladamente cuando, a solas las dos, la joven le recita aquellos versos suyos que hacen asomar las lágrimas a los ojos. Así las cosas poco después del estreno de Rienzi contrae matrimonio con el comandante del ejército Rafael de Laiglesia. Corría el año de su consagración: 1876.

Y por hoy nada más. Continuaremos el domingo próximo.

 

El Comercio, Gijón, 16-2-1969


[1]  Como se habrá podido comprobar, Patricio Adúriz utiliza en el título y en los primeros párrafos del texto «Acuña» por «de Acuña», que es la forma correcta, al menos la que utiliza la interesada en sus escritos. En las entregas siguientes ya será habitual la utilización «de Acuña».

[2]  Error muy común en aquel entonces. Su fecha de nacimiento es la del primero de noviembre de 1850. Véanse en este sentido los comentarios: 20. Tocaba nadar contra corriente (⇑)83. Que no, que no... que nació en Madrid (⇑), así como la transcripción de su partida de bautismo (⇑).

[3] Se refiere a uno titulado «La Asamblea Nacional proclamando la república el 11 de febrero de 1873» y a otros tres con la imagen de Isabel II, Amadeo I, Alfonso XII. Además de estos grabados, también aparecen otros dos con la imagen de la protagonista que fueron realizados por J.A. Camacho y publicados en 1876, el primero (⇑) en el poemario Ecos del alma y el segundo (⇑) en el semanario La Ilustración Española y Americana.

 

 

 

 

II. Tras las huellas del pasado [4]

 

CAPÍTULO VI. AL MARGEN DEL ÉXITO

Rosario de Acuña, una vez casada, no deja de frecuentar la casa de sus padres. Las asperezas, ciertamente, se habían limado, y, como consecuencia, una nueva y revitalizada paz de espíritu la impulsa a tomar la pluma con nuevos bríos. Quedó lejano en el tiempo el éxito del Rienzi y con él, como un pensamiento conturbador que hablaba de halagos y gloria, aquel Álbum en el que se recogían, como muestra de admiración, las firmas de quienes eran algo en el mundo de las letras o de las artes. No, aquel Álbum,  por expreso deseo suyo, jamás se completaría. Ella, en la plenitud de su juventud, comenzaba a darse cuenta que mucho más que los aplausos, cuentan, a la hora de la realidad, los parabienes comedidos o acervos, eso sí, pero sinceros hasta parecer brutales. Ése sería el camino que elegiría, es decir, el difícil; el otro, el venal, quedaba para quienes pretendían alcanzar la gloria con un sólo drama o un único libro de versos.

A Rienzi le seguirán, como hermanos gemelos, dos nuevos dramas: Tribunales de venganza y Amor a la patria, que, como el anterior, son recibidos  con aplauso por parte de crítica y público. Y es mucho mayor su mérito si consideramos que, por aquellas fechas, el dramaturgo de moda era el omnímodo don José de Echegaray, de quien se consideraban discípulos Eugenio Sellés y Cano. Dimos el nombre de tres autores y es justo que mencionemos la obra más característica de cada uno de ellos. Así El gran galeote, de Echegaray; El nudo gordiano, de Sellés y La pasionaria, de Cano. Tras de estos astros, de cuyas producciones se decía que era lo mejor que se había escrito, venían otros jóvenes con más talento que hacían caso omiso de aquellos melodramas truculentos o lacrimógenos, insustanciales en sí, cuya influencia, funesta, venía a consistir en que se conociese la vida a través de las lágrimas. Era aquella una literatura falsa, viciada, de falsos pensamientos y no menos falsas situaciones. Rosario de Acuña, analizando por menudo el ambiente, decide romper con el teatro y con todo lo que él implica. Se aparta de servilismos de zalamerías, de corrillos y de toda esa patulea de seres que pretenden ganar el pan de su vida, no ya con el sudor de su frente, sino con la vil lisonja que acaba embotando facultades, haciendo perder la propia dignidad y, muy especialmente, anulando el espíritu creador.

Da otro giro a su vida. Se encierra en su intimidad. Busca por los caminos de su propio espíritu esa quietud espiritual que la llevará a conocer a los demás en sí misma. Nace la poetisa. Es el año de 1882 cuando aparece ese notable libro que se reseña en el

 

CAPÍTULO VII. LA SIESTA

La dedicatoria corrobora algunos de nuestros supuestos y evidencia aquel cariño filial del que hablábamos en el artículo anterior. Dice así:

Madre mía: Sé que los libros malos y la literatura de pacotilla tienen el privilegio de sumirte en un profundo sueño; si con estas páginas que te ofrezco logro proporcionarte dulcísimo reposo en las calurosas tardes del estío, por muy satisfecho se quedará  el ingenio de tu hija Rosario.

La Siesta... Un título anómalo en tiempo de dramas, melodramas y comedias de capa y espada. Presagia la aurora de una nueva literatura. Es la voz que, rompiendo con romanticismos trasnochados, somete a la pública curiosidad de los lectores como un ramillete de artículos sueltos, las páginas jugosas líricas inspiradoras, de un libro que rompe con el pasado oponiéndole sinceridad y hasta candor. Y es que ella, Rosario de Acuña, a través de las doscientas cuarenta y cuatro páginas de que consta el libro, recopila –recordando el estilo de Baudelaire en sus «Pequeños poemas en prosa»– una serie de narraciones breves en las que se transparenta aquella infancia suya cuando casi ciega pasaba días felices en la propiedad que sus abuelos tenían en Andalucía. Allí, pese a la distancia en el tiempo, jamás se le olvidará cuando su abuela, viéndola en una ocasión recoger de sobre la mesa unos cuantos manjares exquisitos dispuestos para los invitados le preguntó secamente:

– Rosario, ¿cómo es que guardas tanta comida en ese hatillo?

Y ella, cogida por sorpresa, rehuyendo el mentir, le dice la verdad:

– Abuela, es para los jornaleros que trabajan de sol a sol y apenas si tienen para comer...

Sí, La Siesta transparenta, evidencia sus dotes de observación del natural y, sublimando el mundo de lo inerte, pone un poco de su alma en todas las cosas. Sólo así se explica que esa intuición lírica que la adornó toda la vida, la lleve a escribir estas líneas en uno de los capítulos del libro que lleva por título «Desde el nido del águila» (⇑)

Nube sombría que cruzas las ásperas vertientes de la montaña, tus cendales sirven de grada para llegar hasta mi nido; el rayo que se desgaja de tu seno, lo veo surgir debajo de mi planta; el resplandor de tus relámpagos, el eco del trueno que brama en tus entrañas, brota por bajo de los cándalos de mi albergue; adonde yo vivo nunca llegan entoldados los esplendores del sol; yo le veo siempre rielando como lámpara de fuego en los campos azules del infinito espacio...

Y en otro lugar:

Mis ojos no se nublan nunca ante los fulgores de la luz, y mi pupila abarca los horizontes más extensos, sin que el cansancio la rinda ni la inmensidad la entorpezca.

Yo veo la tierra descender en suave curvatura por ambos lados del horizonte, recortada como bólido inmenso en las soledades del éter, y veo el contorno del mar ceñir, dibujándolas, con su cordón de espumas, las rocas y las arenas de las costas...

Viene a ser una descripción ideal de lo que con el tiempo sería el paisaje sobre el que alzaría su morada ¡Y faltaban aún algunos años para que conociese Gijón! ¿No es curioso?

 

CAPÍTULO VIII. PENSAMIENTOS

 En ese mismo libro, como gemas resplandecientes, unos cuantos pensamientos que dan título al artículo. No puedo sustraerme a la tentación de copiar alguno: 

El ciego no ve el sol, pero le siente; procura que sea la virtud el sol de tu vida.

Cuando una hoja de un árbol cae marchita, el primer gusano que pasa a su lado hace en ella su nido; cuida que tu corazón no se marchite nunca.

La primera espina que se clava en el alma penetra hasta el último pliegue; la segunda hace brotar un torrente de sangre; la tercera cicatriza las dos heridas.

Cuando somos jóvenes ambicionamos la vejez; cuando viejos envidiamos la juventud. ¡Dichoso el que muere sin ser viejo ni joven!

La envidia, en el hombre, puede llevar al templo de la gloria por el camino de la ambición, pero en la mujer siempre conduce al sepulcro del corazón.

Perseguido el hombre por la conciencia de su poco valer, procura olvidarlo encerrando sus aspiraciones en la sociedad por él mismo formada, y, sin embargo, solo encuentra en esa sociedad una prueba palpable de la ínfima pequeñez humana.

En el campo de la ignorancia sólo crece la envidia.

 

CAPÍTULO IX. «A LA MEMORIA DE MI PADRE»

Aquella mujer menudita, toda espíritu y perseverancia, va conociendo, por los caminos de sus escritos, esa aureola que sólo se otorga a los seres superiormente dotados. Está en plenitud de facultades y algunos de sus libros, los más característicos, son traducidos al alemán, francés e italiano. Sigue haciendo vida de hogar y es raro el día que no visita a sus padres. Pero cuando menos lo esperan se les comunica que don Felipe –esposo y padre, respectivamente– está aquejado de una enfermedad mortal. Aquellas dos mujeres se miran incrédulas y, casi que no repuestas del asombro, apenas si tienen tiempo de despedirse del ser querido. Don Felipe de Acuña y Solís fallece a la edad de cincuenta y cinco años[5]. Era el 27 de febrero de 1883. Rosario, la hija, no encontró mejor fórmula para desahogar su dolor que escribir un soneto a la memoria de su padre. En él condensa su sentir, su asombro, ese mundo emocionado que la mueve a poner en los puntos de su pluma el puro acento de su amor filial:

 

 Piedra que serás polvo deleznable

pues todo al paso de los años muere.

Mi pensamiento en su amargura quiere

fundirse en lo que guardas implacable.

 

   Alcanza en lo infinito y no le es dable

darse a la muerte si el dolor le hiere,

que el pensamiento en su amargura adquiere

una fuerza vital imponderable.

 

   En los abismos de la muerte hundido

está mi padre, luz del alma mía, 

y aún más allá del polvo y del olvido; 

 

   más allá de mi noche eterna y fría

concibo su recuerdo bendecido

y la esperanza de encontrarle un día.

 

Después, en gradación de suspiros y recuerdos, el polvo, que es la llave maestra que da paso a la eternidad. Allí, en Madrid, en el cementerio de San Justo quedó enterrado aquel virtuoso varón que fue en vida don Felipe de Acuña y Solís.

 

CAPÍTULO X. ROMA Y EL VATICANO

Para ahuyentar aquel dolor suyo, profundísimo, decide trasladarse a Roma. Antes, empero, se registra un acontecimiento que no tiene precedente. Siendo presidente del Ateneo de Madrid el conocido Castro Iturralde, se la invita a dar una lectura antológica de sus poesías. Y ella accede. Corre el año de 1884 y aquella, precisamente aquella, será la vez primera que una mujer ocupe la tribuna pública. Los poetas más reputados de la época, Campoamor, Núñez de Arce y hasta el mismo Echegaray, alaban sin rebozo la poesía de aquella mujer cuyos versos –profundos, íntimos y, si se quiere, filosóficos– suscitan más que placer estético, un fervoroso anhelo de soledad, de introspección, de trascendencia.

Sí, decide viajar[6]. En Roma tiene un tío segundo suyo, don Antonio Benavides, que es embajador de España en la Ciudad Eterna. Este hombre, bondadoso y servicial, hace todo cuanto puede por distraerla y, sobremanera, porque vaya dando al olvido la pérdida irreparable de su padre. Rosario de Acuña, a lo largo de su estancia en Roma, se entrega con pasión al estudio de las maravillas artísticas que atesora la ciudad multisecular. Todo le interesa. En todo se fija. De todo obtiene fruto. Y un buen día, cediendo a los ruegos de su tío, se trasladan al Vaticano. Él, como embajador, va de uniforme; y ella, mujer al fin, viste traje largo de color azul, orlado de blonda blanca, a pesar del protocolo vigente. En su escote luce una flor. Todo se desarrolla conforme a protocolo y el Santo Padre, León XIII, tiene para ella palabras amistosas y paternales consejos. Pero todo aquello no la seduce. Ella, más íntima que superficial, siente aversión por la etiqueta, por los compromisos sociales, por el empaque y envaramiento de toda aquella sociedad que pulula en torno suyo asfixiándola con sus sonrisas, con su palabrería y con su vacuidad. Aquel ambiente llega a exacerbarla y, rehuyendo lujos y solicitudes múltiples, decide regresar a España. A Madrid. A su casa. Junto a su madre. 

 

CAPÍTULO XI. SOMBRA Y LUZ

Y van pasando los días. Y los años. Su pluma, cotizada en la prensa diaria, colabora en periódicos tan influyentes como El País. No se da punto de reposo. Las relaciones con su marido no son muy afectuosas que digamos. Les separa un abismo intelectual. Ella, en perpetua labor de creación y él, más apegado que nunca a la realidad cotidiana. Un buen día se le traslada a Barcelona. Ella no le sigue por seguir al lado de su madre. Pasa el tiempo y las cartas, ciertamente, menudean. Pero Rosario de Acuña, particularísima en este aspecto, rehúye los picotazos de la curiosidad y las conserva, una por una, sin abrir. Las apila en uno de los rincones de la casa, hasta que un día, pasado el tiempo, intuyendo no sé qué, decide trasladarse a Barcelona para visitar a su esposo. Llega al hotel en que se hospedaba éste y solicita información:

– ¿Vive aquí don Rafael de Laiglesia?

– Sí, señora.

– ¿Estará en sus habitaciones?

– No. Acaba de salir con su esposa.

Doña Rosario vacila unos minutos para luego, enérgica, reemprender el diálogo.

– Sírvase dejarme la llave de su aposento, pues yo soy, señor, su única y legítima esposa.

Y se le entrega la llave solicitada. Ella, en compañía de la fiel sirviente que la sigue sin abrir la boca, asciende con pasos firmes las escaleras que conducen a la habitación del esposo. Llega y abre la puerta. Y a la primera ojeada se hace cargo de todo... (No es mi propósito describir secretos de alcoba por más que guste a muchos y sea materia socorridísima. Prefiero dejar las cosas así, en su escueta realidad).

Tras aquello se inician gestiones de separación. Su alma, fuerte en la adversidad, no se presta a componendas que mellen ni la justicia ni la moral. De ese su único matrimonio, no hubo hijos. Luego, más sola de lo que estuviera nunca, estampa sus confidencias sobre una hoja de papel cualquiera. Su vida es luz y sombra, o contraluz. Ella misma lo entendió así cuando trata de expresar su estado de ánimo en ese soneto al que pone por título

 

Sombra y luz

Al entrar en la noche de la muerte

aun habrá luz para una noble vida,

porque no puede ser labor perdida

la de una vida dadivosa y fuerte.

 

  Y si ofrece la muerte luz que advierte

y deja a la conciencia esclarecida,

¿por qué ha de ser la muerte tan temida

si es, acaso, morir la mejor suerte?

 

  No es el «ser o no ser» lo más temible,

sino la sombra en el sendero andado,

y si es la luz de amor inextinguible,

 

  a morir o vivir predestinado,

quien hallara la oscuridad terrible

¡será el que viva sin haber amado

 

 

El Comercio, Gijón, 23-2-1969


[4] En esta segunda entrega, acompañando al texto, se incluye la imagen de la portada de La Siesta, un retrato de la autora a cuyo pie se puede leer «Rosario de Acuña a los 36 años de edad (1887)» y el facsímil de  una carta (⇑), sin fecha,  enviada a Aquilina Rodríguez Arbesú.

[5] Hay un pequeño error en el dato que le facilitaron a Patricio Adúriz. Felipe de Acuña y Solís falleció justo un mes antes, el 27 de enero de 1883, cuando aún no había cumplido los cincuenta y cinco años, pues había nacido en Arjonilla (Jaén) el 14 de marzo de 1828. 

[6] El viaje tuvo lugar varios años antes, a finales del verano de 1875. Su pariente Antonio Benavides y Fernández Navarrete había sido nombrado Embajador Extraordinario ante la Santa Sede en marzo de ese año y unos meses después Rosario de Acuña se aloja en su residencia oficial. Varios de sus escritos («Ante el sepulcro de Rafael» (⇑)  o «Una ramilletera en Venecia» ⇑)  están fechados en «Roma, septiembre 1875».

 

 

 

 

III. Del dolor de la ausencia [7]

 

CAPÍTULO XII. MUJERES INSIGNES

Yo diría que una de las características más significativas del siglo XIX fue la conjunción de un plantel de mujeres extraordinarias que signaron con su personalidad, acusadísima, todo el acontecer  histórico, literario, artístico y sociológico de su tiempo. Así tenemos, por citar algunos nombres, los de Agustina de Aragón, Mariana Pineda, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado, Cecilia Bohl de Faber (Fernán Caballero), Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Concepción Arenal y, por último, Rosario de Acuña. Sumemos reinas, princesas, cantatrices y artistas que están en el ánimo de todos, y a buen seguro que estarán de acuerdo en que no resulta aventurada mi afirmación inicial.

Nuestra biografiada, Rosario de Acuña, compendió en su persona –por raro que parezca– una parte sustancial y característica de cada una de esas mujeres inmortales. Su vena lírica toca muy de cerca, por ejemplo, a Carolina Coronado; su prosa, en ocasiones, se aproxima a la de las grandes novelistas de su época y en cuanto a su dimensión filosófica y social sobrepasa más de una vez los arquetipos de Concepción Arenal.

Será conveniente que no se olvide lo que se dijo en el primer artículo. La piel de España se convulsiona con cada nuevo día. Las figuras políticas –en un rigodón desenfrenado– se suceden unas a otras sin solución de continuidad. Docenas y centenas de personajes interpretan su papel histórico y el pueblo, haciéndose eco de aquella batahola, aplaude aquellos versos expresivísimos que se cantan en los escenarios y que algunos de ustedes recordarán:

«En Babilonia/ los ministerios/ suben y bajan/ tan de repente...»

Y es que al pueblo, ellos, los políticos, de una u otra forma, le aplicaban aquello de: 

«Como el pueblo inocente/ sea tu amigo/ aunque le des cebada/ le sabrá a trigo»

 

CAPÍTULO XIII. UN POCO DE TODO

Liberales, conservadores, republicanos, federalistas, clericales, monárquicos... Y, por si fuera poco, aquellos pruritos de arreglarlo todo, sin arreglar nada, que traía a unos y otros, tirios y troyanos, por la calle de la amargura. Un autor, Emilio Gutiérrez Gamero, recoge en una de sus obras, Mis primeros ochenta años, todo aquel trepidante tablao de marionetas que él resume como «el ocaso de un siglo».

En uno de los capítulos, al referirse a Gumersindo de Azcárate, dice así:

el sabio catedrático, sin duda para salvar los escrúpulos del partido clerical, que hacía de la religión plataforma política, afirmó que no existe incompatibilidad alguna entre los sistemas políticos más radicales y el catolicismo, siempre que se contase con la implantación del matrimonio civil, la libertad de conciencia y la de cultos. Me permití dudar, y ahora sigo dudando, que estas prédicas, así viniesen del santo cielo, hicieran mella en ciertos espíritus apegados a la tradición arcaica y mohosa de puro vieja a quienes mentar la República con sus naturales derivados es lo mismo que mentar a los gitanos «la bicha».

Es aleccionadora esta obrita en la que se analizan causas y efectos, éxitos y fracasos, pasado y futuro. En un ambiente de suyo tan caldeado, Rosario de Acuña, en línea de novedades e impulsada por la fuerza irresistible de la época en que vivió, toma otra vez la pluma para urdir la trama de un nuevo drama en tres actos: El padre Juan (⇑). Se estrena en la noche del 3 de abril de 1891 en el teatro de la Alhambra de Madrid. El éxito la acompaña nuevamente, a tal extremo, que hubo de personarse más de diez veces para recibir el aplauso del enfervorizado público. Pero aquello duraría poco. Dos días después, el cinco, aquella pieza dramática sería suprimida de las carteleras  por obra y gracia de las autoridades competentes. 

 

CAPÍTULO XIV. NUEVOS RUMBOS

Tras de esto –con más amargura que rencor– emprende nuevos viajes por Europa, hasta que por fin, ya de regreso, decide trasladarse en unión de su madre a la provincia de Santander. Esta era la separación que la alejaría definitivamente del Madrid de su nacimiento.

Su estancia en la capital, en Santander, no fue muy prolongada. A ella no la atraían las aglomeraciones urbanas y así, en breve tiempo, fija su residencia en un pueblecito apacible, Cueto, del ayuntamiento y partido judicial de Santander. Mas como quiera que no está decidida a cruzarse de brazos, da una doble orientación a su vida: sigue escribiendo y, al par, distrae sus ocios con menesteres artesanos. Sus colaboraciones las envía al periódico El Cantábrico y a lo largo de los años van apareciendo como cuentas sin fin, los numerosos trabajos en los que habla de «Pequeñas industrias rurales» (⇑), «El trabajo» (⇑), «La aldea» (⇑), «La casa» (⇑), «La ciudad» (⇑), «La servidumbre» (⇑), «Conversaciones femeninas»(⇑) , «Buenos y sabios» (⇑)...

Su estancia en Cueto, sin embargo, no es estática, sino dinámica. Recorre todo el norte de España y son frecuentes sus incursiones en la vecina provincia de Asturias. En el capítulo dieciséis de sus «Pequeñas industrias rurales»[8], al referirse al queso se expresa así:

Uno de los quesos más exquisitos, no sólo de Europa sino del mundo se fabrica en las montañas de Asturias (Cabrales) en las cumbres de Potes [...]. Pues bien: este queso está hecho por las mujeres aldeanas, toscas y rudas, que apenas saben hablar. Metidas en cuevas y chozas verdaderamente troglodíticas, se pasan el verano, y el otoño, en las cumbres de la cordillera de las Peñas de Europa, enmoheciendo el famoso queso, dándole vueltas, arropándolo y ventilándolos, según requieren los cambios atmosféricos, bruscos casi siempre, en aquellas alturas...

Y en otro lugar, recordando sus correrías, se expresa a este tenor:

Recorriendo en una ocasión la costa asturiana desde Vidiago a Tinamayor, me encontré, escondido entre aquellos abruptos acantilados, que engarran con asperezas de las rocas praderías, y maizales, una casería, pequeña y pobre, casi colgada sobre el mar, al asentarse en una especie de península, o cabo, socavado en sus cimientos por las furias del Océano, que a veces manda resoplidos de espumas por las grietas y agujeros abiertos en medio de los campos

 

CAPÍTULO XV. DE RE RUSTICA

Ella, con sus amenos escritos, procura llevar un poco de cultura a las clases más menesterosas. Se trata de hacerles ver la utilidad de nuevas técnicas y de nuevas fórmulas en la explotación pecuaria. Todo ello tendente a incrementar sus ingresos. Y ella, para dar ejemplo, habilita una granja avícola experimental en terrenos de su propia finca. Y se consagra a la tarea con un entusiasmo que maravilla a todos. Así no es raro que sus colaboraciones en el periódico montañés ya reseñado, a partir de este instante, versen sobre Avicultura. Y es que ella es una experta en la materia. Aquí, como en tantas otras cosas, se adelanta a su tiempo y rompe lanzas por el progreso que es el único que desbaratará la tramoya centenaria de la rutina. Resulta curioso seguir el hilo de sus propios pensamientos, a través de una Carta abierta (⇑) que remite al director de El Cantábrico cuando, tratando de exponer sus razones innovadoras, se expresa así:

abría yo las obras de Darwin (que antes de traducirse a ningún idioma ya me las había explicado en castellano mi abuelo materno), tan admirablemente presentidas en una de sus tesis más fundamentales por nuestro Cervantes en el Quijote, que dice, poco más o menos, que todo linaje que pretende conservarse puro suele acabar en punta; axioma comprobado por las leyes darvinianas de la variabilidad... 

En su granja se dedica al mestizaje de unos centenares de gallinas que le rinden en peso, puesta y longevidad. Y su entusiasmo –científico, desde luego– la conduce a unos resultados que son reconocidos públicamente con ocasión de un concurso avícola internacional que se celebra en Santander. Asisten entre otras muchas naciones expositoras, Bélgica, Francia, Alemania y Noruega. El jurado, previo examen y aquiescencia de los técnicos de las naciones expositoras, le concede por unanimidad la medalla de plata que corresponde al segundo premio. La felicita el maestro de todos los avicultores españoles, don Salvador Castelló, y se le hace saber que el premio corresponde, junto a los ejemplares presentados, a la granja de donde han salido. Pero es mejor que nos lo diga ella con sus propias palabras:

comprendieron que mi granja, por modesta y familiar que sea, reúne todas las condiciones de higiene que deben tener los corrales avícolas; y tercero, porque al premiar también mis artículos sobre avicultura han evidenciado la necesidad de popularizar (único mérito de mi trabajo) la ciencia avícola

No nos extraña esta nueva faceta suya. A los tres años de llegada al pueblecito de Cueto, a consecuencia de una catástrofe de fortuna que la puso a las puertas de la miseria, empezó a pensar que «las avecillas que cual familia vivían conmigo, podrían llevarme con sus productos a sobrellevar la vida...»

 

CAPÍTULO XVI. LA SOMBRA DEL INFORTUNIO

Pero aquel estado de cosas, por motivos de salud de su madre y suyos propios, la obligan a desbaratar su modesto corral. Fallece el esposo ausente, don Rafael de Laiglesia, y su propia madre, según acabamos de ver, ya comienza a sentir el peso de los años. Y un buen día, en 1905, aquella virtuosa mujer que estaba dispuesta a seguir a su hija hasta el fin del mundo, cierra sus ojos para siempre. Rosario de Acuña, transida de dolor, se encuentra sola por primera vez en la vida. El vacío de su madre no es capaz de colmarlo con un trabajo perseverante, ni, por más que lo intenta, deja de acompañarla, día tras día, la sombra misteriosa de la muerte.

Así se explica que dos años después, en 1907, decida otorgar testamento. En este testamento ológrafo (⇑) del que tanto se ha hablado –recogido en un pliego de oncena clase, ordinal A 9375022– resaltan algunos pasajes que amedrantan e imponen. La testadora se nos muestra en él como un espíritu verdaderamente extraordinario, a tal extremo que hubo comentarista, Juan López Núñez, que no vacilaba en afirmar lo siguiente: «El testamento constituye uno de los escritos más notables y brillantes que saliera de la pluma de aquella poetisa, que se anticipaba con él algunos años a las confesiones desgarradoras y emocionantes de Máximo Gorki»

 

CAPÍTULO XVII. TESTAMENTO

Y desgarradoras y emocionantes son las propias palabras de Rosario de Acuña en ese su testamento (⇑) que no puedo ofrecerles íntegro y del que acoto algunos pasajes:

Cuando mi cuerpo dé señales inequívocas de descomposición (antes de ningún modo, pues, es aterrador ser enterrado vivo) se me enterrará sin mortaja alguna, envuelta en la sábana en que estuviese, si no muriera en cama, écheseme como esté en una sábana, el caso es que no se ande zarandeando mi cuerpo ni lavándolo y acicalándolo, lo cual es todo baladí; en la caja más humilde y barata que haya, y el coche más pobre...

...se me enterrará en el cementerio civil, y si no lo hubiere donde muera, en un campo baldío, o a la orilla del mar o en el mar, pero lo más lejos posible de las moradas humanas. Prohíbo terminantemente todo entierro social, toda invitación, todo anuncio, aviso o noticia ni pública ni privada, ni impresa, ni de palabra, que ponga en conocimiento de la sociedad mi fallecimiento: que vaya una persona de confianza a entregar mi cuerpo a los sepultureros, y testificar dónde quedé enterrada. Si no se me enterrase en Santander, que no se ponga en mi sepultura más que un ladrillo con un número o inicial; nada más; pero la sepultura sea comprada a perpetuidad. Si muero en Santander entiérreseme en el panteón donde yacen los restos de mi madre, y donde hay nicho para mí ya comprado, y cuando yo muera póngase sobre el sepulcro de mi madre una losa de mármol con el adjunto soneto, esté o no esté mi cuerpo enterrado junto al de mi madre.

Declaro por mi único heredero a don Carlos Lamo y Giménez, abogado, mayor de edad, a quien lego todos mis bienes muebles o inmuebles, en una palabra, todo cuanto posea en la fecha de mi fallecimiento, salvo las mandas que a continuación expresaré, y es mi voluntad terminante que nadie le dispute la herencia ni en total, ni en parte, pues quiero y mando que todo sea para el dicho don Carlos Lamo y Giménez.

La propiedad de todas mis obras literarias, lo mismo las publicadas que las inéditas, se las dejo también a don Carlos Lamo y Giménez y le hago aquí una súplica, por si quiere cumplirla, bien entendido que es solo por mereced suya el que me la otorgue, pues no tengo derecho ninguno para ello con arreglo a la ley, mas se lo hago por si su bondad me la satisface. Desearía que a la muerte de don Carlos Lamo y Giménez pasara la propiedad de todas mis obras literarias a poder de los hijos de don Luis París y Zejín, en recuerdo de la fraternal amistad que me unió a su padre.

Todas mis ropas de mi uso particular, así blancas como de color, se las dejo a mi prima Petra Solís y Acuña, condesa de Benazuza, para que las use en memoria del cariño que nos unió desde la más tierna infancia.

De mis alhajas que elija una para él y otra para su hija don Luis París y Zejín.

Todas mis ropas de cama y mesa, así como colchas, mantas y demás ropa, sean también para don Carlos Lamo y Giménez, y le encargo haga, a su voluntad, algunos regalos entre las personas que me hubiesen asistido en mi última enfermedad.

Todas las coronas y ramos de laurel que poseo, regaladas en homenaje al mérito de mis escritos, ordeno que sean depositadas sobre el sepulcro de mi padre Felipe de Acuña y Solís que yace en el cementerio de San Justo, y sean allí dejadas hasta que el tiempo las consuma, como última ofrenda del inmenso cariño que nos unió en vida.

Encargo a mi heredero universal, don Carlos Lamo y Giménez, con el mayor empeño, y se lo suplico encarecidamente, cuide de los animalitos que haya en mi casa cuando yo muera, especialmente mis perros, y sobre todo mi pobre Tonita; que no los maltrate, y les proporcione una vejez tranquila y cuidada, y que tenga piedad y amor hacia las pobrecillas avecillas que dejé, y si no quiere o puede sostenerlas hasta que vayan muriendo de viejas que las mande matar todas, pero de ninguna manera las venda vivas para que sufran los malos tratos...

Recomiendo también a mi heredero que aquello que vale hubiera habido que gastar  en entierro religioso o social, que lo reparta entre desvalidos, primero ancianos, luego niños y con especialidad ciegos...

 Dejo por ejecutores testamentarios de mi voluntad a don Carlos Lamo y Giménez y a don Luis París y Zejín, y encargo a don Luis París y Zejín que ayude a ordenar, coleccionar, corregir y publicar (poniéndole prólogo a la colección) a don Carlos Lamo y Giménez todas mis obras literarias publicadas o inéditas, en prosa o en verso, recomendándole que para la colección y publicación se atenga al orden de las fechas, con la cual podrá seguirse la evolución de mis pensamientos...

Y ahora, para concluir este tercer artículo –un tanto largo por el respeto que me mereció el testamento de doña Rosario– pongamos aquí, como dignísimo colofón, este soneto suyo a la memoria de la madre queridísima:

 

A mi madre

DOLORES VILLANUEVA, VIUDA DE ACUÑA,

AQUÍ YACENTE DESDE 1905

 

Ya estoy contigo, madre; nuestras vidas

caminaron por sendas diferentes,

llegando, al fin, cansadas y dolientes,

a dormir en la muerte, confundidas.

 

   Por filial y materno amor unidas,

queden en paz eterna nuestras mentes

cual dos opuestas ramas o corrientes

de un solo tronco o manantial nacidas.

 

   ¡No despertemos nunca, madre amada!

¡Mas si al mandato del poder divino

el yo consciente surge de la nada,

 

   uniendo tu destino a mi destino,

llévame entre tus manos enlazada

y sigamos las dos igual camino!

 

El Comercio, Gijón, 2-3-1969

 


[7] El texto de esta tercera entrega se completa con una fotografía de Rosario de Acuña dando de comer a patos y gallinas en El Cervigón, las portadas de Cosas mías (publicado en 1917) y El secreto de la abuela Justa, así como con un dibujo del rostro de la protagonista realizado a partir del grabado publicado en La Ilustración Española y Americana, que ya apareció en el primer artículo. 

[8] En realidad es el capítulo dieciséis de la serie Conversaciones femeninas, el cual, ciertamente, lleva por título «Pequeñas industrias rurales» y fue publicado en el diario El Cantábrico el 18 de agosto de 1902.

 

 

 

 

IV. «¡Gijón! ¡Gijón! El mar en oleadas...» [9]

 

 

CAPÍTULO XVIII. CONOZCA USTED ESPAÑA

La semana pasada, como recordarán perfectamente, hubo unos pasajes en los que se manifestaba bien a las claras el espíritu viajero de Rosario de Acuña. Ella, desde su mocedad, a lomo de caballo, recorrió caminos y trochas por conocer de cerca la realidad, el espíritu y las gentes de España. No quería ser una forastera en su  propia tierra y así, a lo largo de años, visitó pueblos y villorrios sin que la atemorizase el acampar en lueñe yermo, bajo el dosel del firmamento, protegida de la intemperie por una tienda de campaña. Y hasta se conservan fotografías –como la que me complazco en adjuntarles– en las que aparece empuñando una escopeta por aquello de que la prudencia no está reñida con nada. Esa mujer, digo, amazona sobre un flemático équido, no pudo por menos de suscitar el asombro y la incredulidad de sus coetáneos que no estaban acostumbrados a unas tales demostraciones del sexo débil, permitidas tan sólo, por rara excepción, a aquella pretérita pareja de formidables bohemios que fueran la francesa Armanda Lucila Aurora Dupin, vulgo «Jorge Sand», y el polaco Federico Francisco Chopin.

Pero era lo mismo. Alguna tenía que ser la primera en dar el paso adelante. Fruto de esos itinerarios de carácter histórico, artístico y de amena distracción, serían, andando el tiempo, lúcidos resúmenes en los que ella, sin afectación alguna, daría a conocer a los demás sus impresiones de viajera impenitente y calificada.

Resulta doloroso tener que confesar que, al presente, tras de tantos y tantos avatares, estos trabajos suyos podemos considerarlos como perdidos tal vez para siempre. Ella conocía Asturias palmo a palmo por las razones dichas, precisamente por eso iba bosquejando temas que luego, ya de regreso, en la tranquilidad del hogar, darían paso a luminosos estudios sociales, filosóficos y folklóricos. Nos lo atestiguan su «Estudio filosófico del carácter astur» o, también, sus «Estudios folklóricos» sobre motivos de esta nuestra tierra tan entrañable para ella.

La razón del epígrafe de este capítulo es obvia: ¿es que hay algo nuevo bajo el sol?...

 

CAPÍTULO XIX. OBSESIÓN PERMANENTE

Hay personas que por una u otra causa, sin atender a razones válidas, se fijan en la vida una meta que, consíganla o no, les potencia para afrontar el futuro ilusionadamente. Quiero decir que viven para alcanzar una esperanza, un sueño, un ideal. A Rosario de Acuña –como vimos en su día– la obsesiona el realizar una idea que duerme latente en su espíritu. Esa idea, intuida hace largo tiempo, cada vez ha adquirido un carácter más categórico. Ella, desde Cueto, en una de sus correrías por Asturias, se da de bruces con aquello que constituye como una obsesión lacerante:

como el único bello ideal de toda mi existencia ha sido habitar en una isla o cabo de la costa cantábrica, una choza semejante a aquella, aislada por todos lados del contacto social, tan humilde que sólo me diese albergue de noche y tan metida en el mar que sus espumas salpicaran los techos...

Ya estamos cerca de traerla a nuestro terreno que es lo que ustedes quieren. Esta descripción, aunque lo parezca, no corresponde a la que luego sería su solitaria casa de El Cervigón, sino a un punto de la costa oriental de Asturias. El realizar ese sueño de su vida la obsesionaba. Fallecida su madre y materializado su testamento, ella, Rosario de Acuña, un día, a lo largo de una de sus noches de insomnio, recordó que un tanto lejos de Santander, por tierras de Asturias, en Gijón, había un lugar en el que podría hacer realidad el ideal largamente acariciado.

 

CAPÍTULO XX. CON ASTURIAS PRENDIDA EN EL RECUERDO

Y recordó también, ensimismada, aquellas primeras visitas suyas efectuadas a lo largo de los años ochenta, poco después de inaugurado el Ateneo-Casino Obrero. Y ahora, en ese preciso instante, recuerda aquella carta de los directivos de ese centro cultural gijonés que la invitan, cordial e insistentemente, a que se venga a instalar cerca de ellos, en ese Gijón más liberal que gazmoño, en el cual tal vez pueda realizar sus sueños irrealizados todavía.

No lo piensa dos veces. En breve prepara sus cosas y, en compañía de su sobrino, Carlos Lamo Jiménez –que jamás la abandonará– emprende una nueva singladura que casi –ya veremos el por qué– será la definitiva. La entrada en nuestra provincia, de siempre prendida en el recuerdo, la hace por la puerta grande. Por la de la poesía. ¡Así!:

 

¡Asturias!

 

  Altas cumbres abruptas, coronadas

por el cendal de inmaculada nieve;

prados cercados de florida sebe;

maizales, viñedos, pomaradas.

 

  Tupidísimas selvas intrincadas

donde el sol ni a penetrar se atreve;

regatos limpios de corriente leve

y ríos que descienden en cascadas.

 

  ¿Quién podrá descifrar tanta belleza

que Asturias toda guarda en sus rincones?

¡Cuando el hombre se libre de locuras

 

  y odie al odio, y encauce las pasiones,

podrá vivir la vida de venturas

que ofrece una región con tales dones!

 

CAPÍTULO XXI. GIJÓN COMO META

Y llega a Gijón. Con la cincuentena de años muy avanzada. La recibe el por entonces presidente del Ateneo, Eduardo García, y algunos otros directivos que desean testimoniarle sus respetos. Se la instala en la población y al poco tiempo se comienzan  las gestiones para la compra de los terrenos sobre los que se edificará su casa. Ella, obsesionada con su idea, decide que tienen que ser los que se conocen desde antiguo con el nombre de «El Cervigón». Allí o en ninguna parte. Y se cumple su voluntad;  porque el sobrino le presenta un día a quien es el dueño de la heredad, el bondadoso José Medina Piñera. La conversación mantenida entre ambos, compradora y vendedor, es brevísima:

– ¿Así que usted pide por esos terrenos, señor Medina, cuatro mil reales?

– Ni uno más ni uno menos. Es mi última palabra.

Ella, mujer observadora, contempla unos minutos a aquel hombre de bien sin decir palabra. Y al pronto exclama:

– ¡Acepto!

Y se cierra el trato. Las obras comienzan rápidamente y ella tiene mucho que ver con la confección de los planos. Invierte en todo ello una parte sustanciosa de sus ahorros pero lo da todo por bien empleado. Se trata de la culminación del sueño de su vida y por eso está allí, al pie de la obra, ayudando en lo que puede, para que el compás de espera no se haga tan largo. Y ese día llega al fin. Hay viejos que aún recuerdan todo aquello con una lucidez extraordinaria; porque jamás se les olvidará el espectáculo de aquellos chirriantes carros del país, arrastrados por nervudos bueyes, subir las pinas laderas que conducían a lo alto del promontorio. Uno, dos, tres, cuatro, ¡cinco carros atestados de enseres fueron los que llegaron. Y esa pacífica caravana llegó hasta allí siguiendo el camino de «La Guía», orillando el río Piles, sobre el que aún no se había tendido la luego famosísima «pasarela» de tablones...

 

CAPÍTULO XXII. SOLEDAD CREADORA

A lo largo de las primeras semanas, tal vez por la novedad, su reclusión es total. Y hasta prepara una cartela en la que se inscribe una advertencia: «Inútil llamar; no se recibe a nadie». Se recoge en sí. Medita. Degusta esos instantes inefables en los que, plasmando en realidad su sueño, vive las horas más felices de su vida. Y compenetrada en su nueva situación escribe aquello de:

 

Al firme escollo subo con pie leve;

llego a su cumbre y siéntome en la roca;

el mar, de blanca espuma, le reboca;

mas su duro cimiento no se mueve...

 

Pero aquello pasa pronto. Hasta el hermano del reputado autor teatral Joaquín Dicenta, Fernando, que es marino mercante, se desplaza a visitarla cada vez que el buque hace escala en Gijón[10]. Y en ese nuevo domicilio sigue recibiendo, ejemplar tras ejemplar, los libros de aquellos autores que escriben en sus portadas sentidas dedicatorias para la ilustre ausente. El trato social, desde luego, no la seduce; pero tampoco se niega a entablar conversación con quienes se dirigen a ella sabiendo comportarse.

Y toma parte en las conferencias que se ofrecen a los socios del Ateneo pese a que «la apatía dominante en nuestro pueblo hace que no se vean concurridos estos actos». Y los amigos, escogidos, encuentran en su casa –a la que apostillan «El nido del águila», en recuerdo de una de las obras que ya reseñé– la doble dimensión de una mujer cultísima, conversadora, amena y profunda, y la otra, la prosaica, la que correspondía al ama de casa. Porque ella, doña Rosario, atendía todos los quehaceres domésticos; se preocupaba de sus animalillos y aún le sobraba tiempo para escribir sin descanso. Los Benito Conde, José María Gutierrez Barreal, Lucas Merediz, Antonio Ortega, Javier Aguirre de Viar, Eduardo García y otros varios que pudiera citar, encontraban allí conversación amena y hasta disfrutaban de las primicias creadoras de aquella mujer. Frases como estas: «¿Algo nuevo, doña Rosario?», «¿Qué se trae entre manos», «¿No nos depara alguna sorpresa?», era corriente escucharlas a primera hora de la tarde. Y ella, complacida, les informaba de sus proyectos y hasta les narraba aquellas impresiones suyas, extraídas de la realidad circundante, como la que se recoge en este soneto que dedica a las que gusta en llamar

 

Mis golondrinas

 

    Tenéis el nido bajo el mismo alero

que cobija la reja de mi alcoba,

y si el triste pensar mi sueño roba,

percibo vuestro sueño placentero.

 

Vuestro pico, a la aurora, tan parlero

en dulce paz el pensamiento arroba

y un hondo encanto de vivir me innova

con ansias de andar bien por mi sendero

 

  ¿Y cómo no? ¡Qué esfuerzo y fatiga

os cuesta vuestro pan y vuestro nido

y ¡qué alegres alzáis vuestra cantiga...!

 

  ¡Es que el afán del día habéis cumplido

y esa es la misma ley que a mí me obliga,

y, neciamente por mi mal olvido!

 

CAPÍTULO XXIII. CARIDAD Y POESÍA

Quedamos en que no se concede punto de descanso en sus trabajos. Gijón, por aquellas fechas, celebra una efemérides pedagógica. Ella, a los sesenta años de edad, prepara un largo discurso en el que se extiende en consideraciones muy en consonancia con su carácter. Así, ante la expectación general, con el teatro abarrotado de público, pronuncia su «Discurso leído por la ilustre escritora doña Rosario de Acuña, en el solemne acto de inaugurar la Escuela Neutra Graduada de Gijón, celebrado en los Campos Elíseos la noche del 29 de septiembre de 1911» (⇑).

Y tras de éste, al año siguiente, en la Velada pro presos, que se celebra en el teatro Dindurra, se registra otra actuación suya. En esta ocasión volcará todo su amor en la empresa. Ella jamás pidió nada para sí, sino para los demás. Y no vacila en prestar su apoyo a quienes, sometidos por la ley, sueñan con la libertad perdida, e incluso, llegada la ocasión, en enderezar sus pasos por senderos de hombría de bien. Rosario de Acuña se da cuenta de sus padecimientos y cree firmemente en que hay que conceder una oportunidad a los arrepentidos. No se les pueden cerrar las puertas del futuro ni dejarles ayunos de esperanza, ni regatearles el noble consejo que los llame a razón. Ella, alzando su voz, imparte consuelos pidadosísimos y palabras de aliento. Hubieron de transcurrir cerca de sesenta años para que se repitiese la historia a escala de ejemplo universal y apostólico que está en la mente de todos nosotros. Con ello se demuestra que su caridad era mucha. Y es que, además, esa cantidad va aromada con sinceridades del alma; con espíritu fraterno y hasta con el ritmo del verso fascinante y sugeridor. Aquí tienen la que conceptúo como una de sus mejores composiciones:

 

Los poetas nacen...

 

Los hombres hacen reyes, y esclavos, y verdugos

y artífices, y sabios, y mártires, y atletas,

y a veces hacen santos, y a veces hacen dioses;

pero jamás los hombres hicieron los poetas.

 

En los ignotos senos que engendran toda vida,

en la región augusta del misterioso sino,

en donde el sabio duda y el ignorante calla,

donde el creyente adora el resplandor divino.

 

Allí donde los ímpetus de la soberbia humana

analizar no pueden, ni pueden razonar,

allí se enciende el rayo cuya luciente estela

en alma de poeta se habrá de transformar.

 

Afán de lo absoluto, nostalgia de lo eterno,

imágenes celestes, ensueños del placer,

todo el raudal glorioso del inmortal destello

inunda el pensamiento del escogido ser.

 

Y como el más preciado de todos estos dones,

otórgase al poeta el alto don de amor,

y en amorosa llama irá su vida dando,

pues amará en la dicha igual que en el dolor.

 

¿Qué son sus cantos todos sino el amor ardientes?

Su corazón entero al mundo quiere dar;

y desde el astro hermoso a la sencilla rosa

sus labios van besando al son de su cantar.

 

Las glorias, las virtudes, los héroes que pasaron

en los remotos siglos nos hacen conocer,

y al ir, del universo buscando la armonía,

el ritmo nos descubren en su vibrante ser.

 

Y en el oscuro abismo del porvenir lejano

encienden los destellos del plácido ideal;

son sus endechas mieles que endulzan los pesares,

hay algo en los poetas que evoca lo inmortal.

 

Su sexo, sus edades, sus patrias y sus tiempos,

son condiciones sólo de su esencial virtud,

la humanidad camina, y en la vanguardia humana,

son astros los poetas de excelsa magnitud.

 

Los hombres hacen reyes, y esclavos y verdugos,

y artífices, y sabios, y mártires y atletas,

y a veces hacen santos, y a veces hacen dioses;

pero jamás los hombres hicieron los poetas.

 

El Comercio, Gijón, 9-3-1969


[9] La página dedicada a esta cuarta entrega se completa con dos fotografías y el facsímil de la copia a mano del soneto que lleva por título «A Gijón» (⇑). La primera imagen muestra el aspecto que por entonces tiene la que fuera casa de Rosario de Acuña en El Cervigón; en la segunda aparece la protagonista al lado de una tienda de campaña.  

[10] En relación con Fernando Dicenta, véase la nota del siguiente comentario 28. «Nuestras plegarias» por Fernando Dicenta (⇑)

 

 

 

 

V. «Y si llegas al final...» [11]

 

 

CAPÍTULO XXIV. DOS AÑOS EN PORTUGAL

Resulta que ya la tenemos entre nosotros. De aquella pensión de la calle de San Bernardo, establecida encima de uno de los comercios de más nota y regentada por la inefable doña María, pasó, por obra y gracia de su perseverancia, a la cima de aquel promontorio con el que había soñado una y mil veces. Corre el año de 1912. Ella, firme en sus propósitos, apoya las justas aspiraciones de cuantos claman por las Bienaventuranzas todas. Un día, al enjuiciar crudamente en uno  de sus escritos la actuación de los jóvenes de aquella época, lo hace tan descarnadamente, tan poniendo el dedo en la llaga, que, de inmediato, se ve obligada a abandonar su plácido retiro gijonés. Aquel artículo suyo, publicado en un periódico de Barcelona, El Diluvio, levanta tal clamor que, improvisadamente, reúne cuatro cosas y emprende viaje a Portugal, en el que permaneció a lo largo de dos años, es decir, hasta 1914. Allí, como en tantas partes anteriormente, no ceja en sus trabajos por los que es conocida en diversos países. La acompaña Carlos Lamo Jiménez. Su edad (63 años) va haciéndola sentir que el tiempo no pasa en balde y, a solas, recapitulando su vida, añora aquella casa en la dejó libros y objetos que le recuerdan el ayer. Pero el tiempo vuela. Apaciguados los ánimos y casi que olvidado el incidente, regresa al hogar. La situación económica en la que tiene que desenvolverse no se presta a exceso alguno, por cuanto que dependía de una exigua pensión que cobraba como viuda de un comandante del Ejército de las antiguas plantillas. Son mil pesetas al año. Antonio López Oliveros, a instancia personal, la solicita para El Noroeste tantos cuantos trabajos le sirva confiarle. Se la gratifica con otras mil pesetas anuales. En eso consisten sus ingresos. Nada más. Ella, apurada a veces, tiene que desprenderse de alhajas y objetos valiosísimos. En su casa, cual si se tratase de un pequeño museo, se daba cita todo cuanto fue un recuerdo en su vida: cuadros, vajillas, cristalerías de finísimo tintineo, libros en la parte alta... Los amigos, prudentes y caballerosos, la aconsejaban en todo instante. Sin embargo, pese a los contratiempos, nunca ha de faltar la limosna para quienes le tienden la mano. Y con la limosna, entregada celosamente, la palabra consoladora y el interés humano de quien quiere vivir como propias las necesidades ajenas. Jamás supo nadie la cuantía de esas dádivas. Vale más así.

Al llegar a este punto se imponen una serie de consideraciones del todo necesarias. La sociedad gijonesa nunca quiso o nunca supo entenderlas. Cierto que con su aislamiento no facilitaba las cosas. Cierto, también, que rehuía el trato trivial o los compromisos caracterizados por su vacuidad e intrascendencia. Cierto, por último, que eran muy pocas las personas capacitadas intelectualmente para desempeñar el airoso papel de interlocutores. Pero de ahí a nimbarla con una aureola del todo inmerecida, media un abismo. Precisamente por eso, por las razones expuestas, era inimaginable para las gentes sencillas que una mujer como ella, culta, dadivosa y de refinado trato, se hubiese ido a recluir entre las cuatro paredes de una casa que, por aquel entonces, pertenecía sin pertenecer a Gijón. Del desconocimiento vinieron las murmuraciones, la extrañeza, la curiosidad. El terreno, por lo tanto, quedaba abonado para la más libérrima fantasía o las suposiciones más desenfrenadas y carentes de verismo. Al lugar y a sus ocupantes se les miraba de reojo, con prevención mal disimulada. Los niños, influidos por los mayores, apenas si se atrevían a llegar allí en sus correrías infantiles. Hablé con muchas personas que aún recuerdan aquella mocedad suya, y me repitieron una tras otra –machaconamente, reiteradamente, obsesivamente– estas frases definitivas: «Nos decían que era una bruja», «teníamos miedo», «verla y correr era todo la misma cosa»...

Prefiero no seguir. La sociedad en ocasiones, lo sabemos todos, parece que necesitase de gentes que no se pliegan a sus normas para volcar sobre ellas todo su malestar e insatisfacción. Rosario de Acuña pasó por ese martirio. Y no era raro que la fuesen a molestar cuando, asomada en el cierre de su finca, veía entre brumas la anárquica geometría urbana, o el tejer y destejer de las olas, o el zigzaguear de las gaviotas blanquinegras. Y hubo ocasión en que hasta se apedreó su casa. Yo, no sé por qué, me la imagino llorando ante tales acciones; porque ella se sabía distinta a como los demás, inmisericordemente, suponían que era. De ahí a la difamación no hubo más que un paso. Rosario de Acuña, según gustos y caprichos, podía ser esto, y lo otro, y lo de más allá. Fue la última leyenda gijonesa, y, a no ser por esta serie de artículos, ¡quién sabe en lo que se transformaría pasados los años!

 

CAPÍTULO XXVI. ESPECIES GRATUITAS

Incluso hubo –así por las buenas– quienes la adscribían a la quiromancia, a la teosofía, al ocultismo,  a toda esa serie de artes nefastas y maléficas que, desde que el mundo es mundo, emponzoñaron relaciones o, en el mejor de los casos, prestaron un tinte misterioso a sus no menos misteriosos cultores. Fueron los cultos ocultos, las celebraciones exotéricas, los fastos inconfesables... Uno, boquiabierto ante la magnitud de tales afirmaciones, uno, digo, se tomó la molestia de constatar qué había de cierto en todo ello. Y el camino se me mostró expedito cuando recordé que tenía al alcance de mi mano la llave que nos abría la puerta a tantos misterios. Resulta, queridos lectores, que allá por el año de 1916, un científico muy encariñado con las cosas del ocultismo publicó un mamotreto de 504 páginas, El tesoro de los lagos de Somiedo, que fue el primero de los tomos de una llamada «Biblioteca  de las Maravillas»  en la que se recogían sucedidos más o menos fantásticos y entreverados de erudición. El tal autor, Mario Roso de Luna, recorrió toda Asturias superficial, subterránea y anímicamente. Que es de fiar, a los efectos que se persiguen, os lo demostrará con este breve pasaje: «Parecíame mentira, en mi ya antiguo y nunca realizado deseo, que iba a conocer a Gijón, a la propia Setubalia antefenicia, encarecida por Miranda, y que, al decir de él, tiene su homónima en Setúbal, por bajo de Lisboa, y su abolengo en Tubal o Baal-Tu, el dios de la Piedra Tu...» Y sigue despotricando que es un verdadero encanto. Pues bien, señores, a simple vista ni con lupa logré encontrar el nombre de Rosario de Acuña por esas las páginas gijonesas de nuestro inefable don Mario Roso de Luna. Entonces, con lógica que creo aplastante, me pregunto: ¿cómo es posible que una tal autoridad en la materia no mencionase a tan ilustre dama ni, tan siquiera, la hubiese ido a visitar? La respuesta parece ser sencilla: ¡porque no existía afinidad alguna entre ellos!

Muchas veces, como acabamos de demostrar, las reputaciones, sin comerlo ni beberlo, padecen sambenitos que van en contra del respeto que debemos a nuestro prójimo, a la caridad y al octavo de los Mandamientos. 

 

CAPÍTULO XXVII. «HORAS DE VIVIR»

Precisamente un año después, en 1917, Rosario de Acuña, cuando ya contaba los sesenta y seis años de edad, escribe un poema cuyas estrofas tiene el empaque de los mejores de nuestros clásicos. Es un poema de síntesis, de análisis lógico, de sopesar el pasado e intuir el futuro. El sendero de su vida se acerca al final. Por contra, contrastado nítidamente, nos muestra ese otro joven y lozano que da pie al título:

 

Horas de vivir

 

  Veinticinco años contaste

y sesenta y seis yo tengo.

Tú a la cúspide llegaste

y yo de la cumbre vengo.

Pasas por donde pasé;

como sembré sembrarás

lo que de otros coseché

tú de mí cosecharás.

 

Y su estro, trascendido de misticismo, quintaesencia lo mejor de su alma:

 

No hay aurora, ni hay ocaso

para el alma que presiente

caminar eternamente

un paso tras otro paso.

Y si al fin no se ha de ver

ni del principio sabemos,

¿no es natural que soñemos

lo eterno de nuestro ser?

 

Y hay una estrofa que rebosa sugerencias y cuyo verso inicial utilizamos como subtítulo para este postrer artículo:

 

Y si llegas al final...

donde estoy yo, piensa en calma

que es poca labor de un alma

este existir terrenal...

 

Al llegar aquí, restregándome los ojos, me pregunto incrédulo: ¿pero hay quien se atreva a decir que esta mujer era atea?... ¡Mística y nada más que mística, aunque sea al revés!

 

CAPÍTULO XXVIII. TRAGEDIA, HEROÍSMO, CARIDAD

Nuevo capítulo y nuevo episodio en su vida. Es la noche del 17 de enero de 1923. El invierno, en todo su rigor, embrabece las aguas y hace trémolos con el ronco acento del vendaval del Norte. Aquella noche, fría, húmeda, lluviosa y alucinante, será el escenario de una catástrofe marítima, y de una gesta heroica, y de un proceder nobilísimo. Acosada por la fuerza de los elementos desencadenados, una goleta, «Nuestra Señora del Carmen», se estrella y zozobra contra los bajos de El Cervigón. Al día siguiente, 18, El Comercio recoge la noticia:

Entre las tinieblas de la noche se realiza el heroico salvamento de dos náufragos, pereciendo otros dos en el fondo del mar. Dos muchachos, jugándose la vida, descienden por un acantilado atados por cuerdas, para proceder al auxilio de los supervivientes, y se despojan de sus ropas para abrigarlos. El contramaestre pasa la noche angustiosa atado al botalón del barco, siendo azotado por el oleaje. Por la mañana otro joven se arroja al mar para sacarlo a tierra. En la casa de Rosario de Acuña se atiende solícitamente a los náufragos. 

Este fue el extracto del texto periodístico. Pero abundan las alusiones pertinentes a la figura de nuestra biografiada: «acostumbrados a ver la morada de la ilustre escritora hundida en el misterio y en el silencio, nos pareció una profanación a las costumbres de la buena viejecita, el observar por las ventanas de la vivienda».

Y doña Rosario, profundamente apesadumbrada por el siniestro «se llevaba las manos a la cabeza, cubierta ésta por una cofia de punto negro».

A la hora aquella ya estaban todos acostados en la casa: «Aquí acostumbramos a recoger más temprano; a las ocho, minutos más o menos».

Pero desde el primer momento presta todo su concurso: «me puse a encender la lumbre, ya ven ustedes, a mis años, aún me tengo en pie».

Y el periodista, tratando de confortarla, afirma sonriente:

– La mantiene a usted los nervios, doña Rosario.

Ella, rapidísima, sentencia iluminada:

– ¡El alma! Eso que ustedes llaman nervios es el alma, y el alma mía aún me sostiene. Casi me alegro de tener setenta y tres porque ya bordeo la muerte, y la muerte me librará del suplicio de presenciar estas tragedias amargas.

Fue una secuencia antológica. En ella se dieron cita nada menos que la tragedia, el heroísmo y la caridad.

 

CAPÍTULO XXIX. 5 DE MAYO DE 1923

«Y al llegar al final...» Su hora, la postrera, efectivamente estaba muy próxima. Antes, por rara coincidencia, aun hubo quien recogió su imagen en una fotografía que ha llegado hasta nosotros. Es la que ilustra este artículo. La última que se le hizo en un primero de mayo de 1923. Cuatro días más tarde, el 5, expiraba. El acta de defunción, que se conserva en el Registro Civil, nº 2, de Gijón, libro 44, número 243, dice así: «Rosario de Acuña y Villanueva Solís y Elices, natural de Madrid, hija de Felipe y Dolores, viuda de Rafael de Laiglesia, murió de embolia cerebral el cinco de mayo de 1923, a las 18 horas, conforme al certificado médico de don Alfredo Pico. Y consta que fue enterrada en el cementerio civil. Otorgó testamento ológrafo. No dejó sucesión».

Esa es la escueta realidad. Pero todavía quedaba por cerrarse el último capítulo de su vida. La noticia corrió como un reguero de pólvora. Muchas personas, pese a la inclemencia del tiempo, no vacilaron en caminar bajo la lluvia para rendirle un postrer tributo. Los labradores cercanos a la casa, sin poderlo evitar, se mostraron apesadumbrados por tan irreparable pérdida. A las cinco y media de la tarde del mismo domingo, se verifica la conducción. El cadáver, encerrado en un modesto féretro, fue sacado a hombros de obreros que descienden con él cuesta abajo en medio de un silencio imponente. Avanzan chapoteando por senderos y pastizales, turnándose, hasta que abocan a la carretera del Infanzón. Y llegan a la calle de Rufo Rendueles. Allí, y en sus inmediaciones, un enorme gentío –calculado en unas dos mil almas– esperaba pacientemente a que llegase el fúnebre cortejo. Luego, todos a una, encabezados por la presidencia del duelo (Alberto de Lera, José Tenas, Marcelino Aguirre, Gervasio de la Riera, Lucas Merediz, representaciones del Ateno, del Círculo Reformista y director de El Noroeste) emprenden la ruta emocional por las calles gijonesas: Juan Alonso, Marqués de Casa Valdés, Cura Sama, Plaza de San Miguel, Covadonga, Concepción Arenal, Dindurra, Cabrales y carretera de Ceares.

Sólo una corona de flores iba prendida en el coche fúnebre. Sólo un discurso –el de Mariano Merediz– se pronunció en aquella hora de despedida. Sólo un silencio total pesaba sobre todas las cosas. Las mujeres, numerosísimas, lloraban al darle la postrer despedida...

¡Era el fin!

 

CAPÍTULO XXX. EPÍLOGO

Esa fue la vida de una mujer notabilísima que llegó a ser solicitada por todos los partidos políticos existentes en aquella época. Tal era su mérito. Ella, sin embargo, no fue mujer de acción, sino de ideas. Luchó contra la mentira, contra la gazmoñería y contra la incultura. Pudo ser feliz y, magnánima, se entregó a los demás. Despreciando tocar resortes espectaculares, quise presentarla en la sencillez de su intimidad, en los afanes creadores de su espíritu y en esa bondad que, según el consenso unánime de todos, fue una de sus características más sobresalientes. Otros, acaso, tal vez hubiesen analizado otras facetas de ese su vivir cuajado de matices. Pese a los cinco artículos no está dicho todo; pero sí lo suficiente como para hacernos cargo de su dimensión humana.

Al llegar a este instante, amigos, tengo en mi corazón los nombres de cuantos me ayudaron. Y el de ese señor que me obsequió una fotografía de ella. Y el de ese otro que me narró un suceso verídico. Y el del que me perfiló en cuatro palabras el ambiente gijonés de aquellos tiempos, y, por último, las amabilidades que recibí de quienes al presente son dueños de «El nido del águila».

Porque yo, queriendo cerrar el ciclo, visité la que fue su casa. Y la recorrí de punta a punta. Era una tarde gris. En una lluviosa tarde invernal. En una tarde en la que el viento, colándose a través de las rendijas, parecía como si quisiera decirme algo. Y recordé las maravillosas palabras finales de su testamento que me sirven de aval: «Me recomiendo a la memoria de las almas que amen la razón y ejerzan la piedad perdonando a todos aquellos que me hicieron sufrir grandes amarguras en la vida, rogando me perdonen todos a quienes yo hice sufrirlas».

 

El Comercio, Gijón, 16-3-1969

[11] En esta última entrega el texto viene ilustrado por la reproducción de su firma y dos fotografías (la última de Rosario de Acuña, tomada cuatro días antes de su muerte y la de su tumba en el cementerio civil de Gijón).

 


 

Imagen de la portada del libro

 

¿Quién fue Rosario de Acuña?.

 

 

 

 

Rosario de Acuña. Comentarios

Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora