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Avicultura

 

Colección de artículos escritos por Rosario de Acuña publicados en El Cantábrico, de Santander, y premiados con Medalla de plata en  la Exposición de Avicultura de Madrid.-Santander: Tipografía de El Cantábrico, Compañía, 3, 1902

 

Portada de Avicultura

 

ÍNDICE

 

 

 

 

 

 

DEDICATORIA

A la dirección, redacción, administración e imprenta de El Cantábrico, dedico estos artículos, en libro coleccionados, en testimonio y como homenaje de afecto y gratitud honda y sincera.

 

 

 

Al pueblo montañés

 

Al reimprimir hoy, en forma de pequeño libro, los artículos que sobre avicultura publicó El Cantábrico, me creo en el deber de dirigir algunas frases al pueblo que, hasta ahora, ejerció noblemente conmigo los deberes de hospitalidad, para darle cuenta, razón y antecedentes de mi obra y de mí misma, como es de bien nacidos hacerlo cuando se ofrece algo de pertenencia propia.

No sabe mi espíritu, nutrido de larga fecha en las hondas abstracciones de la conciencia, manifestarse al exterior sin descubrirse, sincera, íntegramente, en todos sus extremos, a la expectación general. No sé y, ¡ay!, ¡cuántas veces me costó aguda pena no saberlo, guardar, para mí misma, ni la más leve partícula de mi verdad. Hoy, al coleccionar estos artículos, en vista de que los piden desde muchos sitios, repetidas veces, no puedo menos, siguiendo el imperativo de mi modo de ser, de manifestarme a mis lectores, en este breve prólogo, con toda la diafanidad posible a través de la pluma.

Premiados estos artículos (la mayoría) con el segundo premio (medalla de plata) en la Exposición Internacional de Avicultura de Madrid, cuyo jurado lo formaron eminencias avicultoras patrias y extranjeras, no solo por esta distinción, verdaderamente halagadora, es por lo que yo me encuentro orgullosa de haberlos escrito. Otro motivo más poderoso para mi alma hace que estos trabajos sean los hijos queridos de mi corazón, por los cuales me siento henchida de esa vanidad maternal, absorbente e irrazonada, que hace aparecer a hijos defectuosos como ángeles perfectos de soñado paraíso. Estos artículos de avicultura son por mí tan amados, porque, a través de sus renglones, veo a una parte del pueblo montañés mandándome, gozoso y agradecido, a mi hogar, el pláceme espontáneo, el aplauso generoso, la noble enhorabuena; y veo a ese pueblo, en sus clases más ínfimas, acudiendo a las puertas de mi mansión, por estos artículos llamado; y acudiendo con el afán, con el deseo activo y  resuelto de secundar, con su voluntad y su esfuerzo, el vivísimo anhelo de mi alma, que es lograr, en la medida que mis fuerzas alcancen, un átomo de progreso en esta noche horrible de miserias y odios que empapan la tierra española. Yo he sentido circular en pos de estos artículos un movimiento fecundo y salvador en beneficio de la avicultura, la más femenina, la más individual de todas las industrias agrícolas que pueden enriquecer una comarca; yo he recogido (la correspondencia que guardo lo testifica) una espontánea palpitación de energía a favor de este venero de la agricultura que, humilde y escondido en las modestas granjas rurales, puede, sin embargo, en fuerza de afluir multiplicando desde los últimos rincones, transformar el estado económico y moral de una región. He aquí por qué estos artículos son mis hijos predilectos: ellos, por suerte y ventura de su destino, han traído a mi mente la alegría inmensa de ver, en el fondo de los hogares campesinos, un despertar risueño hacia la aurora del progreso, que apenas alborea en nuestra ensombrecida España…

Quisiera yo, al llegar aquí, no traspasar el límite de esta alegría manifestada; quisiera quedarme en ella, gozar sus dones, terminar aquí mis palabras al público… pero no puede ser, porque deseo… (porque así lo desean todas las almas que se estiman en algo) que cuantos leyeren, sin prejuicios, lo que precede, hicieran balance de justicia en el que yo sea estimada en equidad perfecta, condición sin la cual no hay criterio posible de moralidad; y para que este acto de aquilatamiento se realice con el acierto mayor, es preciso manifestar, a la vez que las bienandanzas impuestas a mi personalidad por las torpes manos de los que, antes que el ajeno bien, ansían el bien propio. ¡Cuánta amargura y cuánta tristeza ha sufrido el espíritu de justicia que todos y cada uno de nosotros llevamos en la conciencia, causadas por la insuficiencia de cerebro y de corazón de muchas gentes que, antes que ver en mis trabajos, han visto en sus éxitos una merma para las pretensiones de su ambición y de su vanidad! ¡Ah! ¡Muy pocos de los que esto lean se darán cuenta exacta del trabajo de lucha, sorda y tenaz, que mi inteligencia, inspirada por mi corazón, ha sostenido para no desmayar en una tarea que, para abrirse paso hasta la masa popular, ha tenido que escalar la muralla que la estulticia y el egoísmo iban levantando delante de mis pasos! Quisiera yo trazar, para que el juicio a que se me sujete al leer este libro no carezca de antecedentes, un esquema de esta labor avícola, llevada por mí, desde hace tres años, en este rincón de la Montaña…

Impulsada por el afán (creo que a todas luces digno y noble) de conservar la holgura de mi hogar y defenderlo de la miseria, y queriendo, a la vez, unir a mi tarea de propia salvación la salvación ajena, recogí los restos de mis economías y me lancé, llena de fe y valor, a instalar en mi vivienda campesina el núcleo, el principio, el origen de una modesta industria avícola: simultaneando la teoría y la práctica, el ideal de altísima y noble ciencia con la tradición vulgar de seculares experiencias, bajé, resueltamente, al estadio de lo sencillo, de lo popular, e incluyéndome, desde luego, en la turbamulta de nuestros campesinos, tracé mis comienzos de avicultura pasando del corral vulgar al parquecito en miniatura, con cierta coquetería adornado; y me acuerdo, ¡lo confieso sin rubor!, las vueltas y revueltas que di, encantada, al primer bebedero mecánico y el primer comedero según arte que me mandaron de las granjas de Castelló;  ¡qué orgullosa estaba yo al pensar que a las cazuelas de barro de mi corral de campesina habían sustituido aquellos elegantes  chirimbolos, vaso y plato de mis gallinas! También recuerdo con qué prosopopeya acostaba en sus perchas, puestas ex profeso por un carpintero, a la docena de gallinas y un gallo con que empecé a echármelas de avicultora. ¡Ah, prójimos míos en humildad y sencillez! Vosotros, los que, paso a paso, en vuestras vidas habéis llegado, a fuerza de paciencia y de trabajo, a gustar las delicias de una hora de descanso en medio de vuestra obra terminada, ¡cuán bien comprenderéis ese noble placer de los pequeños favorables resultados al leer todo esto que os voy diciendo! ¡Vayan mis palabras directamente a vuestros hogares, y si os sirven para afirmar en vuestras conciencias aquellas dulces palabras del decálogo de amor: «Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos», por muy satisfecha me podría tener!

Mas, ¡oh!,  lamentable error de todas las almas que nos dejamos llevar del ideal, juzgando a todos los seres por su palabra. Insegura de mi propia suficiencia, vacilante como todo ser que da los primeros pasos en senda desconocida, y queriendo asesorar mi labor con la autoridad de los que, desde lejos, me parecían dignos maestros; queriendo, en una palabra, contrastar la plata pura de mi trabajo con el marchamo de la ciencia oficial, que debe ser, no rémora mordiente del esfuerzo indocto, sino mentor y báculo de voluntades bien dispuestas, cometí el error, ¡el imperdonable error!, de implorar para el embrión de mi granja el apadrinamiento de lo que de buena fe creí ciencia honrada.

¡Ah!, ¡no llaméis, no, vosotros, los que llenos de entusiasmo emprendáis la ruta que seguí, para que os prohíjen y asesoren a las vanas pedanterías, a las egoístas voluntades, que se yerguen en los pináculos de la titulación oficial, deseosas más del aplauso y de la riqueza que de estimular con paciencia y tolerancia el buen deseo de las voluntades trabajadoras…!

La sátira, el desprecio, la sonrisa de la conmiseración ultrajadora, entró en mi casa el día en que, con las manos abiertas y el alma franca, expuse a los primates de la ciencia mis trabajos. No se tuvo en cuenta, para juzgarlos con equidad, ni mis escasos medios pecuniarios, ni mis propósitos de ir, poco a poco, levantándolos a los más altos fines; no se tuvo en cuenta la situación especial en que me encontraba al empezar, comprometiendo en la empresa mis últimos recursos; no se tuvo en cuenta ninguna de las circunstancias que me rodeaban y que es preciso tener siempre en cuenta para juzgar con acierto y justicia toda obra humana (mala o buena); y la  seudo-ciencia oficial, puesta la toga de una autoridad trasnochada, acaso engreída por la importancia que se le había otorgado al pedirle consejo; la seudo-ciencia oficial holló mi hogar, holló mi voluntad, mis ilusiones para el porvenir, mi extenuante y rudo trabajo; todo, todo lo holló, poniendo la pataza de la depreciación, que aplasta y trunca siempre, donde hubiera de extender la noble mano del aplauso, que ayuda y levanta en todas ocasiones. ¡Ah! Con qué tristeza vi menospreciada mi constancia de tres años! ¡Con qué falta de educación social, con qué falta de sentido moral, con qué falta de piedad honrada, de bondad inteligente, el rígido dedo de la ciencia árida, pinchante, como orgullo de casta separada de los mortales por un sello de lacre de un centro oficial; ¡con qué vanidad tan hiriente iba el dedo aquél mandando matar aves cuyo único delito era un tinte amarillento en las patas; una pluma negra sobre las blancas; un pico de la cresta torcido o una uña blanquinosa!, delitos de lesa alta avicultura, desde luego, pero no aquí, en España, donde apenas alborea esta ciencia, ni aun en los parques suntuosos, con toda la brillantez apetecible, y a la cual no llegará nunca, imponiéndola con el sarcasmo y la intolerancia. ¡Qué ridícula, dolorosa y desoladora resultaba aquella pedantería fuera de lugar, juzgando una pequeña industria naciente, hecha a lo pobre, en lo pobre inspirada, y que no quería, ni pedía, enorgullecerse de otra cosa que de dos únicos y solos méritos: de haber nacido de una voluntad perseverante y laboriosa y de ofrecer un corral de numerosas gallinas, ponedoras hasta el mayor límite de la postura…¡Nada, nada bastó para que Themis alzase su balanza en mi corral! La seudo-sabiduría salió de él dejando estampada la huella de su planta, que esteriliza y seca. Después, por todas partes adonde alcanzó la influencia de su poder fue extendiendo una crítica despreciadora, aplastadora de mi granja, crítica hipócrita que, para mayor escarnio, se vestía la máscara del pláceme ante la masa pública mientras, de lugar en lugar, de sitio en sitio, iba extendiendo la burla y el sarcasmo…

¡Ah! ¡Paréceme pequeña toda la indignación que mi alma sintió al conocer el falso terreno que se le ofrecía; al sentir toda la acritud con que la zahirió el maridaje del egoísmo y la envidia, que envenenaba impíamente el surco de mi trabajo, regado a todas horas con el sudor de mi rostro…!

Así, en medio de estas oleadas alternas de bienandanzas y amarguras, fue naciendo y conformándose la granja, en cuyo centro hoy campea, como radiosa estrella guía segura de mi fe y de mi energía, la medalla de plata que un jurado internacional me otorgó… Mas no ha bastado esta consagración semioficial de mis esfuerzos y de mi voluntad para separar de mis lares la sombra del odio que mi error atrajo…

Como si, al conjuro de las enemistades avícolas, se hubieran despertado todas las furias de los fanatismos supersticiosos e ignorantes, adormecidas ante mi actitud pasiva respecto a los ideales de mi conciencia, el rumor del castañeteo de las fauces sanguinarias de los sectarios de Roma se ha vuelto a levantar en torno mío; y como si las ideas religiosas fuesen barrera infranqueable para el éxito de toda tarea humana; como si en la protestante Inglaterra, y en la atea Francia, y en la escéptica América, y en la pagana Asia no existiese ni asomo de avicultura, se ha querido, ultrajando el sagrado de mi conciencia, garantido por las leyes constitucionales de la patria, envolver en ambiente maldito la obra de mi tenaz esfuerzo, y el anónimo rastrero, la amenaza villana, la injuria soez traída a mi propia casa, ha venido a perturbar la paz de mi hogar, con temores y zozobras, anexas siempre al alma que mira enfrente, y alrededor, al enemigo artero…

Mas en medio de esta ruda pelea que yo no busqué, pues siempre llevo en mi diestra el ramo de oliva; en medio de este guerrear que se me impuso, como si el único premio del trabajo austero fuese, en el código de la moral humana, una espada de combate; en medio de este océano de pasiones que, por tan leve causa, se alzaron ante mi hogar, como si fuere fortaleza que amenazara la dicha humana; en medio de estos espumarajos que el luchar de ambiciones, fanatismos, ignorancias y vanidades arrojan a mi alrededor, el pueblo de la Montaña, sereno, juicioso, sin perder el instinto de la razón, de la piedad y de la justicia, ha trazado hasta mi casa una senda para traerme por ella, con el óbolo modesto, con el aplauso sincero, con la palabra consoladora, destellos de la divina Verdad que se alza radiante sobre todos nosotros, ciñendo a su frente corona de justicia, llevando en su mano emblema de paz. El generoso pueblo, desde los rincones del apartado valle a las cumbres rocosas de las costas y montañas; desde los desfiladeros de las cordilleras a las umbrías y solanas de las selvas, ha llegado a mi puerta a decirme, por escrito y de palabra: «Tu trabajo es, como todo trabajo, bendito; tu voluntad y tu razón caminan seguras; tu ciencia avícola sin sublimidades metodistas, sin extremos exagerados, contraproducentes, en medio del retraso general; sin espacialismos de escuela; sin violencias hechas a la costumbre y a la tradición de la gran ciencia de la vulgar experiencia, ha dotado a nuestros hogares de aves ponedoras hasta el asombro, que a los cinco o seis meses empiezan a poner y no lo dejan hasta rendir pingüe cosecha en el corral. ¡Sigue, sigue esparciendo entre nosotros avecillas que estén al alcance de nuestras fortunas; nosotros te traemos gustosos su precio, porque a través de todas las nieblas de la desestimación que se intentan desplegar sobre tu obra, nuestro instinto nos hace apreciarla en su justo valor.»

Pocas frases me restan que añadir. He llegado, después de cuatro años de incesante labor, a organizar una pequeña granja avícola, cuyos productos existentes ya tendréis ocasión de examinar a su debido tiempo. Entonces veréis los nutridos lotes de gallinas del Prat, de andaluzas puras negras, de brama-pootra armiñadas, procedentes de las granjas de Castelló (según facturas). La hueste numerosa de andaluzas puras negras de la granja de Algete, propiedad del duque de Sexto, y de la granja Chilín, de Vilanova; los lotes costosísimos (veinticinco duros gallo y gallina andaluces azules) de la granja Paraíso (Barcelona). Entonces veréis la manada de patos Rouen (más de quince) puros, gigantes, hermosísimos ejemplares nacidos ya en mi casa, procedentes de parejas traídas, a precio exorbitante (dieciséis duros pareja), de Francia y de las granjas de Castelló, y, por último, veréis gran legión de mis gallinas mixtas, nacidas del cruce ilimitado de las cuatro razas precedentes (Prat, Azul, Negra y Brama) y de algunas buenas y ponedoras gallinas de país, mestizaje del cual estoy orgullosa al verlas hacer puesta enorme (algunas de más de ciento ochenta huevos al año) sin que me exijan cuidados especiales y siendo los huevos, el que menos, de setenta y cinco gramos… Y veréis mi incubadora, secadora, hidromadre Veitelleir (premiadas con tres mil quinientas medallas y premios de honor) con todos sus complementos de oboscopio, termo-sifón, etcétera, etcétera, maquinaria completa para la cría artificial; que es un sistema egoísta, duro, mercantil, rígido, que carece de esa ternura, de esa suavidad que la madre Naturaleza extiende sobre la clueca (gallina, pava o pata), la cual, esponjosa, vigilante, con sus alas abiertas y su pico pronto a herir para defender la cría, nos sirve de ejemplo vivo y elocuente de lo que logra el divino amor…

Después, si el cansancio que me rinde (no del trabajo, sino de la lucha para defender mi trabajo) sigue pesando sobre mis hombros, todo cuanto me rodea desaparecerá, y acaso con ello de un postrero adiós a la tierra montañesa, porque si su nobleza no sabe  servir de escudo para quien vino a ella ofreciendo paz y trabajo y pidiendo solo, en cambio, trabajo y paz, nada me restará que hacer entre los hijos de la Montaña…

Que la salud y la justicia sean con vosotros.

Cueto,  18 de julio de 1902

 

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Patos y gallinas

I

 

Si nuestras señoritas de aldeas y villas (no hablo de las ciudadanas, porque su redención es más difícil que coger la luna) dieran de mano a esa pueril inutilidad en que viven, con raras excepciones; si se dejaran de todas esas sandeces de moda y elegancia, y mirando frente a frente la vida hundieran su pensamiento y su actividad en todas las hermosuras de la Naturaleza, acaso, acaso surgiera de nuestras moradas rurales la chispa redentora de toda esa inmensa decadencia que consume la patria.

En ninguna parte como en la hermosísima tierra montañesa, de rico y fecundo suelo, de dulcísimo clima, de aguas cristalinas y puras, podría la señorita rural ceñir a su frente la diadema de sacerdotisa de la Naturaleza; en ninguna parte como en medio de los valles encantadores santanderinos, verdaderos edenes del mundo; podría con mayor razón la mujer cortar la sucia cola de su vestido, amansar los crespos tufos de sus enhiestos peinados, y tirando a un lado cadenas, dijes, plumas y cintajos, acometer con entusiasmo la empresa de transformar cada hogar campestre en una pequeña granja avícola. ¿Qué se necesita para esto? ¡Amor! ¡Amor inmenso hacia todos los animalillos que pueblan la morada terrestre! ¡Deseo ardientísimo de ser útiles a la patria y a nosotros mismos!

No hay ninguna ocupación, ningún oficio, ninguna tarea que preste más encantos ni más productos económicos a la vida que aquellas que se derivan de la sagrada agricultura, y una de las ramas de más fecundos frutos es la avicultura, o sea, la cría y mejora de aves de corral; y esta rama, por su especial derivación, parece nacida de la mano de Ceres para que la coja y la cultive la naturaleza femenina, naturaleza exquisita que, como promesa de la especie superior que poblará el planeta, lleva en sí misma todas las delicadezas, todas las suaves y amantes ternuras necesarias para comunicarse con el mundo tierno, suave y delicado de las aves. Si todo el tiempo que tardan las señoritas rurales en consultar el último figurín, en hacer laboritas perfectamente inútiles, en visiteos y chismografías de pueblo, lo emplearan en cuidar patos y gallinas, en criar y cebar anadoncillos y polluelos, en cruzar y seleccionar, con esmero y paciencia, razas y familias, hasta llegar a tipos perfectos, bien por abundancia de la postura, por finura de las carnes o por tamaño del individuo; si en vez de tener un tocador con blanco cera, colcrean y apestoso y odiado pachulí, tuviesen una pequeña incubadora, donde cada veintiún días vieran bullir un enjambre de avecillas, esta deleitosa tierra montañesa, que debería ser el corral avícola del Mediodía europeo (de tan maravilloso modo está dotada de suelo y cielo), se iría poco a poco transformando en comarca cien veces más rica que aquellas americanas adonde van a buscar fortuna las juventudes de la Montaña.

Y no hay que hablar de la granja avícola en grande escala, verdadera industria de portentoso rendimiento; ese negocio hay que dejarlo para los capitalistas y técnicos; yo hablo aquí de la casa, casona o casería de aldea o pueblo, que teniendo vivienda espaciosa, prado anexo o bosque próximo, podría sostener cuatrocientas o seiscientas avecillas, todas cuidadas y mejoradas por la señorita o señora de la casa. Para esto ¿qué es indispensable? Los técnicos y capitalistas hablarán de  gallineros ex profeso, con perchas nidales, etc., etc., hechos de este o aquel material, pintados con esta o la otra pintura o barniz; hablarán de gusaneras especiales, de mixturas alimenticias, de comederos y bebederos a propósito… ¡Hablarán de tanta y tanta cosa, que harán inaccesibles a toda voluntad que empieza un trabajo nuevo, la realización de sus propósitos.

Sin embargo, para la inauguración de la empresa al alcance de la señorita rural, se necesitan pocas cosas: primera y esencial, limpieza, limpieza y limpieza; después (desde luego como fundamento un buen gallo y unas cuantas gallinas de reconocido mérito, según las clases que se quieran reproducir, así como un pato y unas cuantas hembras) una incubadora con su secadora en el gabinete de la dama; una madre artificial en una habitación espaciosa, que tenga salida al prado o bosque (y esto puede sustituirse también con unas cuantas cluecas buenas madres); un traje amplio y cómodo de hilo o franela; cubos, estropajos, mucha cal viva, mucho agua, provisión de maíz, y nada más: al ser de día, al trabajo con el alma henchida de esperanza, la voluntad llena de firmeza y el corazón rebosante de ternura. Todo el capital, fuera de lo dicho, ha de estar en lo exquisito de las aves reproductoras. En ninguna parte como en la Montaña podrían darse los patos de Rouen y de Holanda; con inteligencia y operando sobre las castas del país, llegarían a presentarse en el mercado piezas hermosísimas.

Las praderías montañesas, sin fangales, sin aguas estancadas, dan a la carne del anadoncillo y del cebón un sabor delicioso de chocha; a los huevos de patales prestan un bouquet exquisito para todo paladar educado. La raza de gallinas de Dorking y la Bresse, mezcladas con la magnífica ponedora andaluza, todas engrandecidas con las razas asiáticas de Cochinchina y brama-pootra, crearía unas especies mixtas aptas, unas para la postura, otras para la ceba. ¡Y todo esto, hecho por la señorita rural, en su misma casa, desde la cual podría presentar, en exposiciones y concursos, ejemplares por ella criados que enorgullecerían su nombre con premios o plácemes…! ¡Y todo esto logrado con un trabajo ameno, higiénico, lleno de encantos, con el cual subiría el nivel moral e intelectual de nuestras mujeres rurales, elemento esenciadísimo para la progresión de un pueblo! ¿Y el rendimiento de todo esto? ¡Soberbio! Seguiré en otro artículo.

 

 

 

II

 

Durante mi residencia en Francia, donde habité algunos años, tuve ocasión de conocer una familia normanda que vivía en los alrededores de Bayona: señora viuda de un ilustre magistrado, se encontró joven, a la muerte de su marido, con un hijo y dos hijas, todas de poca edad, y sin más medios de vida que una corta pensión; mujer de corazón y de inteligencia, ilustrada como lo son casi todas las francesas, comprendió, con claro criterio, que para ella había terminado la vida en la clase social en que se había criado y casado, y, saliendo al encuentro de su desgracia, en vez de esperarla detrás de una apariencia de elegancia y bienestar ocultadora de hambres y miserias, realizó cuanto de valor tenía, y, con sus hijos y una criada, se marchó a Bayona y tomó en arrendamiento, a algunas leguas de la ciudad, una casa de campo, creando en ella una pequeña granja avícola. Cuando yo la conocí llevaba seis años establecida en el país y confieso que era admirable aquella diminuta industria. En un terreno que sería equivalente a veinte carros de tierra de la Montaña tenía seiscientas aves entre patos y gallinas; mas, ¡con qué primor todo!, por lotes de diez gallinas y un gallo e igual de patos, en sus corraladas de alambre, con sus gallineritos cada corralada, y brillando en todo la más deslumbradora limpieza.

A su casa iban todos los aficionados y entendidos avicultores con los ejemplares más perfectos y escogidos de las más opuestas y exquisitas razas. Tuve ocasión de ver sus libros de contabilidad, y por ellos comprobé que aquella granjita le dejaba más de cuarenta duros mensuales libres de todo gasto, que, con los treinta que ella tenía de pensión, habían resuelto el problema económico de su vida. El personal de aquella granja era: ella, sus hijos, la criada y un jornalero para los trabajos de fuerza. ¡Me parece verla, y hace ya más de veinticinco años que la conocí, con su vestido negro de viuda fiel, su delantal y manguitos de dril y su cofia blanca, causando una revolución cuando asomaba por el parque de su finca, pues todos los habitantes de las corraladas la conocían tan bien que apenas vislumbraban las cintas de su cofia, los píos, cacareos, graznidos y quiquiriquís atronaban el espacio en demanda de lo que todos sabían que guardaba el mandil de la amada dueña, que era el miajón de pan. ¡Quién, al verla, habría supuesto que en su juventud, no lejana, fue un dechado de elegancia y distinción! Señora, como dije, de gran cultura, educaba ella misma a sus hijos, criándolos en el admirable ejemplo del trabajo práctico, y tenía el propósito de hacer de su hijo un hábil perito agrónomo de chaqueta, y de sus hijas dos especialistas en la ceba y selección de aves de lujo y producto, proporcionando así a su descendencia, con el ilustre nombre de su padre, medios de triunfo positivo en la áspera lucha por la vida, impuesta a todos los individuos en nuestra sociedad…

¡Ah!, ¡cuántas veces contemplando aquel pequeño mundo creado por la firma voluntad de una mujer inteligente, volví mi pensamiento hacia la amada patria, mirando con anhelo el rincón montañés y asturiano, donde nunca hiela en los valles costeros; donde el sol suave y benigno luce casi todo el año; donde el agua corre cristalina y pura por vegas y cañadas; donde la tierra, eternamente vestida de hierba, cubierta a trechos de bosques seculares, abre fecunda y amorosa sus tesoros de buena madre a cuantos seres la pueblan y acarician! ¡En la paradisíaca Montaña, cuyos vientos saturados del acre yodo y del purificador sodio, vierten a raudales el vigor y la templanza, donde hasta las nieblas y vendavales surgidos del gran océano traen en sus crespones y en sus mugidos átomos de vida y alientos de fuerza! ¡En la hermosa región santanderina, aquella hija de la triste Normandía hubiera multiplicado los beneficios de su granja…!

¡Volvamos los ojos a las hermosuras de la Naturaleza, dejémonos de esos falsos oropeles de la vanidad y de la holgazanería y entremos en el concierto del mundo pensante y activo a depositar nuestro tributo de racionales!

La Naturaleza nos brinda su deleitosa copa de placeres purísimos, y por añadidura nos da, cumpliendo las promesas del Evangelio, pingües productos. El mundo de las aves nos llama… Allí están los polluelos, por nuestra voluntad nacidos, tiritando de frío bajo su rosado o pajizo plumón; allí están los anadoncillos con sus alitas bosquejadas y sus patitas débiles ansiando que nuestra mano los lleve al agua: los píos de toda esa graciosa familia nos demandan cariño delicadísimo, ternura exquisita, todos ansían cobijar su fragilidad bajo las dulzuras de nuestro amor; de sus cuerpecillos tenues y menudos han de surgir mañana razas escogidas, individuos perfectos que atestigüen, con su belleza o sus productos, el esmero con que fueron criados. ¡Vertamos el raudal de nuestras almas sensibles sobre esas almitas venidas a la tierra para embellecer con sus inocencias y alimentar con sus cuerpecillos nuestras vidas! ¡Ellas nos pagarán con creces todos nuestros trabajos, y aunque nada material nos dieran, aunque en los mercados del mundo no sirvieran para el cambio del oro o de la plata, siempre, ¡siempre!, llenarán nuestros corazones de delicadezas, acercándonos por el contacto y la contemplación de sus débiles organismos al soplo de la Divina Voluntad, que ha unido en cadena sin fin los mundos y los átomos.

 

 

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Las especialidades en avicultura

 

I

 

En medio del fragor de la pelea entre analíticos y sintéticos, la ciencia sigue trabajando, silenciosamente, en el fondo de los laboratorios, de las clínicas, de los talleres, en el fondo de todos los centros donde la razón humana, cumpliendo su destino progresivo, espera encontrar la felicidad de la vida; y de toda esta enorme labor investigadora que la inteligencia pone al servicio del bienestar humano, ha surgido, como necesidad ineludible, la división del trabajo, o sea las especialidades en todos los ramos de la sabiduría y actividad humana. No es posible sin este método de la división del trabajo llevar hoy al concurso de la civilización ningún óbolo aprovechable a los fines del progreso, e ínterin la alta filosofía agrupa y condensa la faena de los siglos que ha de ofrecer a las generaciones venideras la síntesis, la razón y la causa de la existencia del universo y del hombre, la ciencia divide entre sus adeptos, por porciones infinitesimales, el trabajo que ha de levantar y concluir el soberbio edificio de la síntesis. No puede escapar a esta ley, que es un reflejo de las que rigen el trabajo de la Naturaleza, uno de los veneros más puros y abundantes para la riqueza de los pueblos y la felicidad del hombre, que es la agricultura, y como la divisibilidad ha de seguir actuando hasta lo infinito, pues lo mismo el mundo de los átomos que el de las constelaciones, no tienen límite ninguno ante las evoluciones de la vida, la avicultura, hermosa y amada especialidad de la agricultura, debe también subdividirse, a su vez, si ha de contribuir a robustecer, afinar y multiplicar sus productos, uno de los más ricos y sólidos tributos que el trabajo humano puede ofrecer al bienestar de los pueblos.

Hétenos ya con la necesidad del estudio y del análisis de toda la bella república de las aves domésticas; hétenos ya con la necesidad de repartir, entre los seres de buena voluntad que a tan encantador trabajo se dediquen, la tarea especial que ha de llevar al conjunto avícola raudales de prosperidad y mejoramiento. No es posible, al entrar en el pobladísimo mundo de las aves domesticadas para beneficio del hombre, abarcar el enorme conjunto que ofrece el cultivo y aprovechamiento de sus razas, familias e individuos, con toda la variabilidad de sus condiciones, actitudes y productos: vamos, pues, deseosos de contribuir en la medida de nuestras fuerzas al engrandecimiento de la riqueza avícola de la Montaña, a explanar, siquiera sea en líneas generales, aquellas especialidades más indispensables para el fundamento de esta gran rama de la agricultura, de tan pingüe producto para otras naciones.

Pocas regiones de España, estoy por decir que ninguna, reúne las condiciones necesarias a la ciencia avícola, que este rincón cántabro, donde vienen a chocar ramalazos de los alisios, los más puros vientos del océano, trayendo en sus corrientes las templanzas del Gulf Stream (corriente tibia del golfo mejicano) y todas las saturaciones yodadas del mar del sargazo, riquísimos presentes que las aguas saladas mandas a la Montaña para producir, al mezclarse con las emanaciones de sus terrenos cretáceo, triásico, hullero y rocoso, una atmósfera impregnada de efluvios de suavidad y templanza, al mismo tiempo henchida de vigores y energías. Viajera incansable por mi patria, he recorrido, durante años, y a pequeñas jornadas, sobre el lomo de manso corcel andaluz, todas las cordilleras, valles, mesetas y costas de la Península, y, ni en las graníticas cumbres de Sierra Morena, ni en sus valles rebosantes de fertilidad; ni en las fecundas y siempre verdes vegadas gallegas, esa Escocia española, algo émula de la Montaña; ni en las vertientes sombrías y selváticas del Pirineo catalán y aragonés; ni en los arenosos valles de la costa mediterránea; ni en las ásperas y agostadas mesetas de las dos Castillas, hallé tantas y tantas riquezas de hermosura, salud, dulzura y energía, como en esta faja de tierra bendita, que, partiendo de las sierras de Rañadorio, allá entre Oviedo y Lugo, se extiende, como paraíso escogido para producir todas las especies animales y vegetales de las zonas templadas, hasta el valle del Mena y la sierra de las Encartaciones, donde empiezan las tierras vascas que, por muy hundidas en el rincón del golfo y por muy expuestas a los vientos de las neveras pirenaicas, son mucho más frías, húmedas y sombrías que la hermosísima Montaña.

Tenemos, pues, en esta tierra la materia prima de todo cultivo avícola: vientos riquísimos de efluvios vitales; temperatura casi igual en toda estación, y sin oscilaciones sensibles entre el día y la noche (importantísima condición para la menuda familia avícola), suelo esponjoso, fecundo, y, por la gran cordillera cántabra que defiende la provincia de los vientos esteparios de Castilla, una dulzura estival que asegura la cría de polluelos durante los más fuertes rigores caniculares; detalle importantísimo que permite crear polladas durante todo el año.

Con todos estos elementos fundamentales, todos excelentes y aptos para el asunto de que se trata, ¿qué falta para que este rincón de España sea venero exuberante de productos avícolas? La creación de especialidades de esta ciencia.

 

 

 

II

 

Reuniendo la Montaña todas las condiciones esenciales para la explotación avícola, veamos de qué modo las especialidades pueden concurrir al conjunto de la producción. Es viejo, y es profundo, el refrán que dice que «quien mucho abarca poco aprieta», y nunca aplicado con más exactitud que en esta ocasión. En medio de la enormidad de especies y familias de aves que la avicultura ha creado en otros países más adelantados que el nuestro, es difícil clasificar, por orden, aquellas que pueden cultivarse por especialistas; mas intentaremos, huyendo de todo tecnicismo, dar explicación de algo, pues que nuestro propósito es vulgarizar, lo posible, esta ciencia naciente en España. Sin dar nomenclatura de las especies ni de sus aptitudes, y haciendo caso omiso de pataos, pavos, palomas y faisanes, que forman también en el reino avícola, pero de los cuales trataremos en otra ocasión; dedicando, desde luego, estos trabajos a la especie gallinácea, podremos incluir en tres grandes grupos casi todo lo conocido. Dividamos, por tanto, en cuatro agrupaciones las gallinas de condiciones para especial producción. Primer grupo: castas de gallinas con aptitudes de ponedoras y de ponedoras de huevos gordos y suculentos. Segundo grupo: castas de gallinas con aptitudes para crear carnes finas, blancas, jugosas, exquisitas. Tercer grupo: castas con aptitudes para crear individuos gigantes, de fácil engorde y salida al mercado ordinario. Cuarto grupo: castas de gallinas que, por la belleza de sus formas y plumajes, sirvan de adorno en los parques de los potentados, agrupación que pudiéramos llamar avicultura suntuaria, la última y la menos necesaria de todas, porque el fin del trabajo racional debe ser extender cuanto sea posible en las masas humanas el bienestar y la abundancia, abaratando por la producción los géneros selectos.

Supongamos una familia que desea implantar en su hogar, y siempre como ayuda de sus rentas principales (y siempre en pequeña escala, porque a nación pobre y pequeña corresponde usar de pequeños modos de vida), supongamos esta familia fundamentando la instalación avícola: lo primero que debe hacer es pensar y estudiar hacia qué especialidad de las cuatro agrupaciones la inclinan, así el sitio y condiciones para la instalación, como sus gustos y conocimientos particulares; aquilate las ventajas y contras de cada una de las especies que trate de cultivar, y una ve lanado el trabajo en la dirección que se haya resuelto, nada de vacilaciones y devaneos hacia la cría de otras especies con distintas aptitudes, porque una de las leyes para que toda especialidad alcance el grado máximo de resultados, es no desviarse de ella, empaparse (no encuentro otra palabra que caracterice mejor la acción en aquella faena elegida) sin distraer el pensamiento, ni la voluntad, en otro orden de trabajos.

Una de las causas de los muchísimos fracasos que la instalación de granjas avícolas tiene a su cargo, es la volubilidad de los que fundamenta la granja; el deseo, no contenido, de abarcar, la mayor parte de las veces sin preparación, todos los veneros de producción que se derivan de la cría de gallinas. Procedamos con orden, con método; comprimamos nuestra imaginación latina en esos moldes maravillosos en que se funden los caracteres anglosajones, tan hábiles en conseguir de la Naturaleza tributos a medida de su voluntad. Seamos serios en todos nuestros trabajos; tiempo es ya, si hemos de no morir miserablemente absorbidos por el mundo civilizado, de no ser aventureros, ni al emprender la cría y mejora de las aves de corral.

Una vez elegida una especialidad avícola, hay que perseverar, sin descanso, hasta poseer y dominar la parte de trabajo que hayamos emprendido. ¿Qué resultados se logran con esto? Sorprendentes. ¿Se cultivan las especies gallináceas del primer grupo? Pues veremos crecer de modo fabuloso el producto de huevos y el tamaño de cada uno en todas las aves que poseamos: a medida que la gallina se empequeñece, enjuga su carne, afina y endurece su esqueleto y aumenta su peso; veremos ensancharse sus ovarios, invadiendo con sus anillos toda la cavidad torácica, hasta el punto de convertirse los individuos con más esmero seleccionados, en una máquina virtual de comer y poner; veremos al gallo de criadillas monstruosas que, apenas nacido, arrogante y pendenciero, empieza su misión de amar ardientemente. ¿Queremos entregar a los mercados de lujo, desgraciadamente escasos en España, aves de carnes blancas como la nieve, sin un átomo de grasa? (que son las carnes más exquisitas). Pues nuestra especialidad, bien dominada, verá surgir la gallina bajita, casi redonda, las más veces negra, de pata limpia rosada o negra, de esqueleto transparente, que apenas tienen más ovarios, ni más criadillas los gallos que lo preciso para la reproducción, y cuyos intersticios óseos están rellenos de músculos jugosos, tiernos, níveos, propios para servir en mesas suntuosas los filetes de ave en salmí, que hacen chuparse los dedos a reyes y diplomáticos. ¿Queremos lanzar al mercado esas aves envueltas en amarilla grasa, cuyas enjundias pueden derretirse como la manteca de puerco y guardarse en ollas para uso doméstico? ¿Queremos dar al mercado esos capones monstruosos, que son el encanto de las mesas burguesas en las fiestas de año nuevo? ¿Queremos llevar a las plazuelas y puestos esos pollancones de pata amarilla, de grasa hasta en el pescuezo, regalo del paladar del común de las gentes, y de facilísima venta en todo el año? Pues nuestra especialidad cultivada con ahínco nos dará aves soberbias de ocho y nueve libras antes del año, y de grasa hasta las uñas; de ovarios y criadillas apenas desarrollados, y tan pesados y grasientos en su existencia, como lo serán luego para la digestión en nuestros estómagos.

¿Cultivamos cualquiera de estas especialidades? Pues armémonos de paciencia, de perseverancia, porque ¡cuánta y cuánta se necesita para poseer y dominar cada una de estas derivaciones de la avicultura, hasta llevarlas al perfeccionamiento más cumplido!

 

 

 

III

 

Cuando en cualquier terreno de las ciencias naturales se detiene la teoría, o la práctica, a estudiar los resortes de la vitalidad, se yerguen, al paso de los exploradores, las leyes evolucionistas fundamentales en los graníticos cimientos de la evolución. Vieja, muy vieja, como escrita en la misma Biblia, es la leyenda de aquellos carneros y ovejas que nacían manchados o nítidos, según comían sus madres de una o de otra clase de varillas tiernas de arbustos diferentes: tácito reconocimiento, pudiéramos decir que, consagrado por la antigüedad, de que el medio es para los individuos y las especies poderosísimo elemento de modificación; y el medio es una ley similar complementaria de la selección hasta el punto que, junto con ella, compone todo el proceso del mejoramiento de las razas. Sobre estas dos piedras angulares de las ciencias ha de erguirse todo el trabajo de los especialistas en avicultura; mas es preciso que tengan en cuenta cuantos a ella se dediquen, que la Naturaleza, a la cual ha de forzársela a producir en el sentido que se desee, no da, así de buenas a primeras, sus procedimientos de creación, y como para ella, reina del tiempo, no hay plazo largo ni día remoto, gusta de obrar con toda la mesura de quien cuenta con la eternidad y lo infinito para sus evoluciones: en pocas frases, que si hemos de rendirla a nuestro esfuerzo, y ha de producir lo que nuestra voluntad demande, debemos, en primer término, llenar de paciencia nuestro entendimiento y de ternura nuestro corazón, porque esa amada madre nuestra, en cuyo amoroso seno vivimos y morimos, no presta sus caricias, ni sus preseas, sino a las inteligencias pacientes y a las almas amantes. Aplicando estos principios a las especialidades en avicultura puede darse por seguro que, no en mucho tiempo, se conseguiría crear verdaderos centros de productos selectos para los mercados de aves. ¿Y este sistema del medio y de la selección puede ser aplicado por la mayoría de las gentes? Claro que, con una inteligencia ilustrada, conocedora profunda de las ciencias naturales, el trabajo sería mucho más fácil; mas, dejando aparte que esta clase de inteligencias no suele estar a igual altura en todas las dulzuras del corazón, muy esencial cualidad para el trabajo de que se trata, claro es que para los inteligentes y técnicos no había necesidad de escribir estos artículos. Pero hay una infinidad de seres que, cultos y medio ilustrados, descuidaron los conocimientos naturalistas; seres que, no obstante su ignorancia respecto a esta ciencia, poseen un conjunto de condiciones inmejorables para la práctica de la avicultura, y para ellos es preciso vulgarizar y extender en grandes trazos, sin tecnicismos, y a líneas enteras, el abecé de las ciencias naturales; entre esta multitud de seres cuento en primer término a la mujer, cuya curiosidad menuda y casi siempre pueril, es un elemento maravilloso para aplicar, con resultado, la ley del medio y de la selección respecto a avicultura.

La curiosidad femenina, la penetración imaginativa que observa y analiza el alma de la mujer todo detalle y toda minucia, podría convertirla en maravillosa avicultora si aplicara su entendimiento y su voluntad a la creación de agrupaciones especiales de la especie gallinácea. ¿Se trata de formar un buen corral de ponedoras? Pues a buscar reproductores de raza reconocida por esta aptitud y en seguida a ejercitar la observación y a aplicar las leyes del medio y de la selección; observar con qué piensos ponen más las aves; de todas ellas elegir, en una y otra generación, las más ponedoras y las que ofrezcan en su organismo los rasgos típicos de la raza progenitora; entrecruzar estos individuos, desechando los flojos en postura y precocidad, y si el cruce consanguíneo resulta, cruzar y cruzar sobre la misma familia, utilizando para todos estos fines muchos detalles que no expreso por no ser prolija y que pueden ocurrirse al menos entendido: así se llega a formar las castas ponedoras por excelencia, que apenas tienen uno o dos periodos de cluecas en el año, y que no dejan de poner sino en la muda y en el rigor de los crudos inviernos. Los mismos procedimientos pueden usarse para la especialidad de los dos grupos restantes, y no hablo del tercero porque, repito, que no es trabajo simpático el que produce la vanidad de los potentados; y, además, éstos buscan en el extranjero, aunque en su patrio los haya, los productos que desean.

Hablemos de estas tres especialidades desarrolladas en la Montaña; todas ellas tienen seguro porvenir en esta encantadora tierra, porque repito lo ya dicho al principio: suelo y cielo, mar y tierra contribuyen aquí a la cría de toda gallinácea. En primer término tratemos de las ponedoras. Hay una casta de gallinas en los valles de Puentenansa, Cabuérniga, Pas y Miera, y también en algunos costeros, que son rubias tostadas, no muy grandes, de pata limpia, bastante mansas y vividoras, que ponen regularmente; seleccionando de ellas las más perfectas y mezclándolas con la raza andaluza negra o gris y volviendo a cruzarlas con la casta extranjera de la Bresse y Leghorn llegaría a producirse una raza de soberbias ponedoras, de huevos gordos, blancos y suculentos, sin exigir más cuidado especial que abundante pienso y gallinero abrigado, más que del Norte y Vendaval, que siempre traen tibiezas de la corriente del golfo, del Nordeste y del Sur, vientos duros, el uno por besar las neveras pirenaicas, el otro por rastrear la estepa castellana.

Respecto a la segunda agrupación de aves finas, de carne exquisita y alto precio, hay en la casta de gallinas vizcaínas algunos ejemplares que, mezclados con individuos de la raza Dorking y La Heche podrían producir polladas selectas; esta clase de aves ya necesitan, tanto en la alimentación como en el albergue, cuidados y atenciones minuciosas.

La tercer agrupación para el mercado común, que han de tener corpulencia y gordura, en ninguna parte como aquí puede darse; haciéndose de progenitores conchinchinos y brama-pootra, que por su procedencia asiática y su modo de ser sedentario y mansurrón, engrandecen y engrasan cualquier casta de gallinas con quien se crucen; con ellas y las del país se formaría la casta hermosísima en tamaño y gordura, apta para el cebo; para esta especialidad los piensos farináceos, el maíz, las patatas, la harina inferior y los amasijos de salvado con ortigas y amapolas cocidas; sin olvidar, de cuando en cuando, la alimentación animal mejor que de gusanera artificial, de sangre del matadero y, aun mejor, de caracoles, limacos y demás bichillos de las praderías.

He aquí en perfil gráfico, en esquema de trazo seguido, cuanto puede vulgarizarse sobre las especialidades avícolas. ¡Ojalá mi pluma haya acertado a despertar en el alma de las mujeres montañesas el deseo de ser útiles a su patria y a sí mismas! ¡Ojalá en el fondo sombrío del porvenir de España veamos surgir en esta hermosísima tierra cántabra puntos luminosos de trabajo y de fecundidad que ofrezcan al concurso de la civilización el tributo de las industrias agrícolas, una de las cuales, la más bella, la más inspiradora de ternuras, la que está más al alcance de las inteligencias honradas y sencillas, es la avicultura, por la cual acaso, acaso, llegue a la realidad aquella frase del gran Carlos III, que dijo: «no estaría satisfecho de su reinado hasta que todos los españoles comiesen gallina.»

 

 

 

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Avicultura popular

 

I

 

Cuando se tiende la mirada por la masa popular española, el alma se estremece de dolor y de espanto al contemplar el rebajamiento intelectual, moral y físico en que lucha nuestro pueblo. En vano es que, desde las alturas donde las aristocracias del talento, del arte y del dinero extienden su poderosa influencia, surjan brillantes destellos de intelectualismos, de bellezas y de suntuosidades; desde ese mundo, algo aproximado al tono general de la civilización europea, hasta el mundo popular de nuestras aldeas, de nuestros campos, de nuestros suburbios ciudadanos, existen un abismo, insondable para la asimilación de toda cultura y de toda moralidad, pero que se va  rellenando con el odio feroz y salvaje de todos los desgraciados miserables, que, roídos de parásitos, embrutecidos por supersticiones medievales y encanallados por el alcoholismo, no sienten en sus desdichadas almas más pasión que los ardimientos de la envidia y de la venganza, y tiembla el alma de dolor y de espanto al contemplar este estado de nuestro pueblo, porque en medio de todo el enroñamiento de miserias que lo pudren y lo anonadan, descubre en sus honduras virtudes y excelencias que, desbrozadas por una educación racional y enérgica, podrían ser el origen seguro de la regeneración patria: mas, ¡ay!, ¡cuán difícil es hallar, en medio de esta lucha por la vida a que obligan los cánones de nuestra sociedad, las almas redentoras, suficientemente altruistas para entregar sus talentos y sus virtudes a esta masa del pueblo, ofreciéndose, sin resistencia, a ser crucificados por los mismos a quienes se redime!

Y no vale pensar que los pueblos demuestran su poder y grandeza por sus aristocracias; las naciones son organismos completos; el cuerpo nacional no puede tener la cabeza luciente de inteligencia y de preseas y el busto y los pies comidos de tubérculos y de miseria; vale más en el concurso humano un organismo de mediana excelencia, pero igual y armónico en sus menores detalles, que un jorobado raquítico con cabeza de Apolo y manos de Venus. Las razas viven y triunfan cuando toda su masa, su casi totalidad, presentan un tipo sostenido de caracteres selectos; cuidemos, pues, de nuestra masa popular, si no queremos hundirnos, sin descendencia, en las vigorosas oleadas de otras razas potentes. Elevemos el nivel intelectual, moral y físico de la masa popular española; si así no lo hacemos, ¿qué será de esta patria nuestra que cierra, como joyel valioso, los dos mares del mundo civilizado? Pensemos que en torno de nuestra encantadora Península palpitan, exuberantes de cultura y de ambición, razas potentes; pensemos que la fuerza de la vida no radica ya en los ensueños de la imaginación, sino en los vigores del organismo, y hagamos que nuestro organismo social, en su parte esencial, que es el pueblo, comience a nutrirse de otra cosa que leyendas.

Sin pretensiones de llegar a la sublimidad del sacrificio (aunque, desgraciadamente, podría demostrar merecimientos para ello), pero con la buena fe y la buena voluntad de los que miran honradamente hacia el porvenir, voy a intentar, siquiera sea en asunto parcial, que llegue a alguna parte de nuestro pueblo, por lo menos a la que sabe leer y piensa en lo que lee (los que no tienen estas condiciones, ¿es posible que se rediman?...), un destello de cultura avícola, que en otros países está ya olvidada de puro sabida.

Al cruzar por nuestros campos y montañas, al pernoctar en nuestras aldeas y cortijadas, poco trabajo le cuesta al observador hacerse cargo de que la miseria que generalmente reina en nuestros hogares populares no se detiene sólo en el aldeano, su familia y sus enseres, sino que, extendida, como mancha negra e infecta, acomete y repudre a sus animales domésticos. Cuando después de un viaje o estancia en los campos de Francia y Suiza, entramos de pronto en cualquier hogar campesino español, vemos unos animales domésticos tan raquíticos, tan sucios, tan empobrecidos de porquería y debilidad, que parece mentira cómo subsisten. Concretándonos al asunto de estos artículos, fijémonos en las aves de corral; por acaso se encuentran entre ellas gallinas dignas de un mercado regular; en cuanto a los huevos, y a pesar de ser la raza española la más soberbia ponedora de todas las razas europeas, nuestro pueblo agrícola no puede abastecer el mercado patrio: ¿en qué consiste esto? Como dijimos, en que la miseria del aldeano se extiende hasta sus animales. Es proverbial en nuestras aldeas, lo mismo en las estepas de La Mancha que en las vegadas gallegas, que la de gallina ha de encontrarse ella misma la vida, y, salvo algún puñadillo de grano que se la da, de lástima, cuando el hambre aprieta, nuestro labrador del pueblo no encuentra más salida para mantenerlas que dejarlas rebuscar en el basurero o merodear en la vecindad; en cuanto al agua, generalmente beben cieno. «¡Para lo que ponen!», suelen exclamar las mujeres de la casa. Efectivamente, la gallina, en los hogares del pueblo rural, salvo excepciones, no pone más que unos setenta a ochenta huevos: entre la muda, la cluequez y el invierno se le pasa el tiempo; además, existe la costumbre de no tener gallinas más que de un año a un año y medio, pues la rutina hace creer que las pollas son las que ponen más, y no llaman polla a la que pasa de esta edad expresada. Sin embargo, a pesar de todo este conjunto de ignorancias y errores, la gallina rinde producto a nuestro pueblo rural; ¿qué sería, si en vez de la miseria en que se las deja fuesen cuidadas y seleccionadas con inteligencia y esmero…? Procuraré explicarlo en otro artículo.

 

 

 

II

 

En ninguna parte de Europa existe raza de gallinas más apta para la abundancia de postura, de huevos gordos, que la raza española, en sus variedades, desde la andaluza negra y gris (técnicamente se la llama azul, como pudiera llamarse azul la luna), soberbia ponedora de huevos de setenta y cinco a ochenta gramos, hasta la pintarrajeada gallega, de huevos pequeños, pero sabrosísimos, y tan abundante en postura que, bien seleccionada y cuidada, puede dar tres huevos en dos días. Si el campesino, aldeano u obrero rural, cuando compra una gallina para su casa, o echa prestada una clueca para hacerse de pollada, supiera, siquiera, los primeros elementos de avicultura, en su hogar entraría, con aquella manadilla de animalillos, un recurso muy importante para su subsistencia. Veamos cómo:

Primero.  Una gallina no está en plena época de postura sino entre el año y medio y los cuatro años; es decir, cuando pone más es dentro de esas edades.

Segundo. Una gallina española debe poner de ciento cuarenta a ciento setenta huevos; si pone menos no cumple el destino para el cual se cría; si pone más es una excepción.

Tercero.  Para que la gallina española produzca este resultado necesita una alimentación que cueste de dos a tres céntimos diarios; necesita un gallinero limpio, limpio y limpio, y agua pura y fresca.

Veamos ahora lo que da una gallina en estas condiciones: se come al año, a razón de tres céntimos diarios, mil céntimos, o sea dos duros y una peseta menos diez céntimos. Poniendo el término medio de lo que debe poner, o sea ciento cincuenta huevos, a razón de diez céntimos huevo (pongo también término medio de precios) son ciento cincuenta perras, o sea tres duros; cuesta dos y una peseta; deja de ganancia cuatro pesetas al año cada gallina; suponiendo que costó el criarla o comprarla cinco pesetas, resulta que al año ese duro de capital produce cuatro pesetas de renta.

Vea nuestro pueblo rural si hay manera mejor, sin irregularidades ni otro género de estafas, de sacarle a un duro cuatro pesetas de réditos…

Dispénsenme los técnicos y las clases ilustradas que leen El Cantábrico si desciendo a estas menudencias y detalles: mi palabra va hacia el pueblo, por eso la dirijo –agradecidísima a la hospitalidad que me ofrece El Cantábrico– desde un diario ajeno a luchas de partidos y de ideas que tiene por lema la democracia, el propagar y extender entre la gran masa del pueblo toda clase de cultura y conocimientos.

¿Se convencerá nuestro pueblo rural de que tiene en su mano, y a su alcance, un venero abundante de riqueza? Más de tres millones de pesetas salen de España al año para comprar huevos y aves en el extranjero, lo que no impide que aves y huevos estén a un precio exorbitante; esos tres millones de pesetas podrían quedarse en los hogares rurales de España, si en ellos se encontrasen huevos y aves en abundancia; cada aldea, cada casa, cada choza, debería ser un pequeño centro avícola; para todos rinde productos el trabajo; ninguno nos estorbaríamos, porque jamás estorbará en la tierra la abundancia de subsistencias…

Trazando estas líneas llega a mi noticia que una familia de las clases pudientes acaba de implantar en la Montaña parques avícolas de grandes vuelos: si mis informes no son erróneos, la familia del marqués de Robrero ha organizado en Santoña una de estas industrias avícolas, dando el ejemplo, digno de imitarse por todos los que posean capitales, de abandonar el camino de las superfluidades por el del trabajo positivo y fecundo; pero hace falta que, al lado de todos cuantos parques avícolas se levanten a peso de oro, existan además centros y núcleos de modesta esfera, pero de acción eminentemente popular, que repartan y extiendan productos aclimatados, cruzados, seleccionados por la propia mano del dueño, y que tengan una u otra especialidad, puesta al alcance de las clases aldeanas, donde el vulgo rural encuentre aves ponedoras, o selectas, fuertes y seguras, que, sin cuidados especiales, rindan producto inmediato.

Hacen falta, no uno, ni dos, sino doscientos de estos centros o núcleos, repartidores entre nuestro pueblo de las excelencias de la familia avícola; núcleos donde los recelosos campesinos puedan manosear la ciencia avícola, puesta al alcance de su obtusa inteligencia, en tan pequeña cantidad y a precios tan módicos que le sea posible asimilársela; núcleos donde el mísero ahorro de la aldeana pueda comprar hasta un huevo… ¡Extendamos, extendamos el bendito amor al trabajo avícola entre nuestra masa popular! Dotémosla de elementos para que produzca lo suficiente, siquiera en algunos ramos de la agricultura, al abastecimiento de los mercados patrios; armémonos de paciencia y de valor (porque valor y paciencia se necesita para descender hasta nuestra masa popular) para llevar al hogar del pueblo rural un destello siquiera de aquellos luminosos conocimientos que engrandecen  los pueblos de otras naciones, y deseando antes que nuestro bien  el de la patria, sacrifiquémonos hasta conseguir que en esos hogares campesinos, donde aun se cree en las brujas; donde se asegura que el estiércol sienta bien a las vacas y a las gallinas; donde los parásitos, las miasmas, las supersticiones y las rutinas tienen sus nidos, entren como bocanadas de oxígeno vivificante los principios elementales de toda cultura agrícola.

 

 

 

III

 

Ave de pico

no te hará rico

(Refrán popular)

 

Sin poder determinar las leyes fijas a que obedece el fenómeno, aunque es casi seguro que sean las de herencia, nuestro pueblo español no tiene delante de todas las aspiraciones de su vida más que un ideal: hacerse rico. Sin duda en nuestra sangre, no depurada todavía del instinto aventurero, palpitan todas las ascendencias de los invasores de la península Ibérica, legiones rapaces que cayeron sobre ella para satisfacer sus ansias infinitas de sensualismos, logrando, por los azares de la guerra, saqueo y matanza, las fortunas preciosas para volverse a su patria enriquecidos. Normandos (en las costas), romanos, godos y alanos, árabes y judíos, hicieron de la raza celtíbera botín de sus ambiciones, y al mezclar su sangre con la aborigen peninsular, que acaso ya tenía en sus venos rastros de la indostánica, nos crearon unos progenitores más aptos para la rapiña, la aventura y el golpe de mano que para la existencia metodizada en un trabajo seguro y consciente. De todos estos antecedentes, y de otros infinitos que no son del caso, se deriva el estado moral de nuestro pueblo, ávido del merodeo, del engrandecimiento rápido; ávido sobre todo de hacerse rico, meta sublime a todos nuestros espíritus populares, que, a pesar de su largo aprendizaje cristiano, han olvidado completamente el precepto evangélico de que «es más fácil pasar un camello por el ojo de una aguja que un rico entrar en el reino de Dios».

Hacerse rico: he ahí la dicha suma, el bien supremo, porque el rico no trabaja: segunda premisa que sienta nuestro pueblo para conseguir su felicidad: no trabajar. De este credo en que vive y piensa –«hacerse rico para no trabajar»– surgen todas las actividades y toda la moral de su existencia…

¡Pobreza bendita, cuando no te acompaña el vicio ni la holgazanería! ¡Por ti ha caminado la Humanidad sobre las etapas de todos los tiempos a buscar la Verdad, la Justicia y la Belleza! ¡Tú, sagrado acicate de la voluntad inteligente y virtuosa, has levantado el templo de todas las sobriedades, sobre el nefasto reino de las concupiscencias! ¡Tú engrandeciste todos los horizontes de la vida, al enseñarnos con tu acerada disciplina todas las renuncias voluntarias de que es capaz el alma humana! ¡En tu regazo halla el hombre la paz de la conciencia, que afirma el triunfo de la felicidad ejercitando los sentidos y las sensaciones de todo lo que es casto, lo que es sencillo, lo que es puro! ¡Tú, pobreza santa, cuando eres aceptada, sin las rebeldías de la soberbia, por un cerebro pensador y amante, enciendes focos de luz inteligente que alumbran, de generación en generación, la ruta del progreso; y, tú, al levantar la ambición del espíritu sobre todas las efímeras y baladíes sensualidades, le acercas al altísimo fin de su destino, a sumarse como átomo del gran Todo en la causa primordial del Universo! ¡Desdichada de la Humanidad si en ella no existieran más que los ricos…!

¡Y tú, Trabajo bendito! ¡Genio divino que por voluntad omnipotente riges los destinos de nuestro planeta, vertiendo la miel de la dicha sobre las hieles de todos los dolores humanos! ¡Por ti solamente pudo librarse la especie racional de los instintos crueles de fiera! ¡Tú eres el salvador del hombre, porque sin ti nuestra frágil naturaleza jamás hubiera subyugado las enormes fuerzas de la naturaleza terrenal!

¡Bendito seas mil veces, Trabajo redentor! En todas nuestras tribulaciones enciende en nuestros pechos el foco de llama divina, y que jamás, ¡jamás!, nos encuentren cansados tus mandatos! ¡Que a todas las horas del día y de la noche tu voz nos halle listos y alegres para la faena, porque las almas que te rinden culto amoroso, las que no huyen nunca de tu yugo bendito, llevan en sus hombros el sagrado tesoro de la felicidad, astro diamantino que, en el remoto porvenir de la vida, regirá la existencia de los hombres! ¡Feliz mil veces quien no tiene más aspiraciones que cumplir tus preceptos y vivir y morir en tu regazo!

«Hacerse rico para no trabajar»: esta máxima de nuestro pueblo produce sus efectos en dos órdenes de ideas: primero, nuestra masa popular desprecia toda clase de ocupación que le haga rico; segundo, nuestro pueblo no llama rico al que trabaja. De estos dos modos de ser se conforma la vida española y ¡así estamos de lucidos! Por todas partes y de todos modos se busca la fortuna rápida y grande; los medios para conseguirla importan poco, la fortuna es la holganza, y para lograrla se echan los bofes, física y moralmente hablando. De aquí esa emigración endémica de nuestro pueblo, emigración que no lleva nuestras grandezas a otras regiones, ni trae otras grandezas a nuestra patria; emigración que va a ejercer de bestia en otros países con las esperanza de hacer fortuna. ¡Cuántos mueren con el fardo a la espalda soñando con volver a su tierra hechos indianos! De este dogma de hacerse rico surge esa inmoralidad administrativa que nos roe como cáncer asqueroso y que, cuando no puede por el chanchullo coger un millón, se conforma con cinco duros o una fanega de garbanzos; porque en las almas de los hombres, una vez perdida la virginidad de la moral, caben todas las prostituciones. De este dogma de hacerse rico surge, en las últimas gradaciones de nuestras desdichas, nuestro pueblo rural, ignorante, rutinario, fatalista, el cual se desprecia a sí mismo al verse sujeto al terruño y a un trabajo constante y, según él, improductivo, que jamás lo saca de pobre. De aquí el atraso de nuestra agricultura y de todas sus derivadas industrias rurales; de aquí el refrán repetido en toda la Península por nuestro pueblo campesino: «Ave de pico no te hará rico». Como se ve, hasta el fondo de la vida rural desciende el deseo feroz, insano y anticristiano que rige y gobierna nuestras multitudes.

En efecto: ave de pico no hace rico a nadie, pero da de comer a quien la cuida, la selecciona y atiende; es más; ave de pico necesita, para dar de comer a quien la maneja, de un trabajo constante, paciente y, si se quiere, rudo e ingrato (si es posible que el trabajo sea alguna vez ingrato); pero ave de pico puede proporcionar un veinte por ciento al capital... ¡bonita renta que no da ni el papel del Estado, ni las agencias de estafadores y sablistas, ni los agios de bolsa y comercio! Mas el papel del Estado no cuesta otro trabajo, a primera vista, que el de cobrar el cupón (a segunda vista cuesta el trabajo de la inquietud y el sobresalto de esperar una catástrofe financiera, casi segura en el porvenir de la Hacienda española), y los trabajos de las agencias y agios son similares al que produce el papel del Estado… Mas es seguro, con las aves de pico no hay ninguna probabilidad de enriquecerse, no hay más probabilidad que la de vivir trabajando. ¡Pavoroso porvenir para todo nuestro pueblo que, como las Danaides, intenta llenar el tonel de las ilusiones con ríos de sudor y de penalidades!

¿Será posible que nuestra masa popular reflexione alguna ve sobre lo que positivamente le conviene? Lo dudo mucho, porque, desde las alturas, bajan las corrientes que la corrompen. Si alguna esperanza hay de que despierte del sopor de muerte que la invade, esa esperanza radica solo en estas vertientes pirenaicas, desde cabo Ortegal hasta cabo Higuera: las razas que habitan estos valles y estas sierras son de lo más puro que existe en la Península; el suelo mismo del cual se nutren ejerce sobre ellas misión redentora; todavía, a través de sus embrutecimientos; a pesar de su alcoholismo, casi crónico, se ve flamear en estos pueblos el destello bravío, sobrio y activo de los indómitos celtíberos: si en el seno de esta raza logran prender las enseñanzas de las ciencias positivas, acaso la reconquista para la razón y el progreso del país íbero volviera a verificarse, partiendo de las selváticas umbrías de las montañas cántabras…¡Esperemos!

 

 

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Avicultura femenina

 

Sr. D. Salvador Castelló y Carreras

 

Distinguido señor: Honrándome en extremo la carta que ha tenido la bondad de dirigirme, doy a usted autorización para insertar en  La Avicultura Práctica la serie de artículos publicados por mí en El Cantábrico, y, aunque agobiada por el trabajo, no puedo menos de tomar la pluma para dedicar a su revista algunas páginas inéditas que sirvan de prólogo o epílogo, según usted determine, a la publicación de mis artículos. Y como en todo prólogo o epílogo, el sentido subjetivo ha de dominar, me voy a permitir, contando con la benevolencia de sus lectores y arrojando a un lado esas modestias convencionales de nuestra sociedad, hablar de mí misma, siquiera sea con la intención de que, puestas en la picota de la curiosidad las intimidades de mi hogar, sirvan de enseñanza o estímulo al trabajo fecundo y a las virtudes sencillas.

Al estudiar los componentes de la vida social española y, sobre todo, aquellas modalidades referentes a la Agricultura, hiere la inteligencia del pensador la ausencia, casi absoluta, de la mujer culta en todo cuanto se relaciona con esta amorosa ciencia, madre del hombre, por la cual subsiste en el planeta; y no es posible, sin profundo dolor en el alma, ver nuestros campos huérfanos del talento, de la ternura, de la delicadeza, del amor purísimo de los corazones femeninos, cendal de tejido de oro que presta reflejos divinos, cobijando las obras que realiza el hombre. Como si un viento asolador soplara de continuo en los hogares cultos de los pueblos rurales, la mujer española huye de ellos y, asqueada y despreciadora de todo trabajo agrícola, se enfanga en las verdaderamente asquerosas y despreciables frivolidades ciudadanas, cambiando los sanos perfumes del heno del establo o del lagar por las afrodisíacas esencias del almizcle; envolviendo sus cuerpos, siempre airosos, con las holgadas sayas campesinas, en todas las extravagancias simias de la moda; y dejando que sus manos, enseñas santas del racionalismo cuando las encallece el trabajo, se blandeen y conformen en todas las peligrosas inutilidades de la holgazanería… ¡Ah! ¿Dónde está en nuestros campos la mujer agrícola, esa mujer de los campos franceses, que cuida y atiende miles de plantas de fruto o de flor; esa mujer de las montañas helvéticas, que cuida miles de vacas y fabrica miles de quesos; esas mujeres de Bélgica, Suiza, Alemania y Francia, que crían, ceban y seleccionan millones de aves? ¿Dónde está en España esa masa de mujeres de escasa fortuna, pero de correcta educación e ilustrada inteligencia, que no se avergüenzan de ser granjeras de sus pequeños predios y que, mientras crían sus hijos, útiles a la patria y a la humanidad, ayudan al trabajo del hombre, siendo la providencia en el establo, en la porqueriza, en el huerto o en el corral? Yo recorrí mi patria de extremo a extremo y las excepciones que encontré fueron tan raras, que sólo sirvieron para hacer más doloroso el contraste…

* * *

Caminábamos por la provincia de Orense. Llevábamos de jornada desde el amanecer, y la tarde, por avanzado el otoño, se enturbiaba, amenazando lluvia. Era forzoso hallar albergue, pues nuestros caballos no podían llegar a Puebla de Trives antes de la noche; había que buscar hospitalidad en la primera aldea o caserío que se hallase.

En uno de los repliegues de aquellas hermosísimas sierras, orladas de viñedos, nos deparó la suerte una aldehuela, y a ella nos fuimos. No había posada, pero nos indicaron una casa de aspecto señorial, donde, suponiendo con buen criterio que éramos viajeros inofensivos, no tuvieron reparo en darnos entrada. Descargados nuestros caballos de maletines de grupa y alforjas, enmantados y rumiando el sabroso maíz por nuestras manos servido, pues todo jinete debe cuidar él solo su cabalgadura, bien seguros de que nuestros fieles amigos de seis meses de jornadas a través de Galicia, quedaban convenientemente instalados para pasar la noche, nos ocupamos de nosotros mismos, subiendo mi compañero y yo a la casa vivienda que nos daba hospitalidad. Dos ancianos (padre y madre) y dos hermosas jóvenes (hijas) estaban atentos a nuestra instalación. 

Confieso que mi sorpresa subió de punto al ver en aquella aldea el tipo más perfecto de la mujer agrícola, representado por las dos jóvenes. Limpia y campesinamente vestidas, aseadamente peinadas, fuera de toda ritualidad de la moda, demostraban, sin embargo, en su lenguaje y en sus ademanes, ser personas de educación y de inteligencia. Eran propietarias de algunos viñedos, y precisamente entonces empezaba la filoxera a devastar las ricas viñas del Riveiro. Mi asombro fue enorme escuchando a aquellas jóvenes explicar que, gracias a su previsión, conocimientos y energía, su hacienda no había sufrido gran quebranto, pues al primer asomo de peligro habían traído sarmientos americanos y, puestos por ellas mismas, por ellas mismas cuidados, habían ido transformando sus majuelos de cepas del país en cepas americanas, que ya empezaban a dar algún fruto, precisamente cuando sufría la comarca el peso asolador de la epidemia. Encantada de oírlas, encantada de verlas sacar del horno el pan de la semana, encerrar en el limpio cubil la hermosa pareja de cerdos, ordeñar las lustrosas vacas y preparar para todos suculenta cena, servida por ellas mismas en rica vajilla sobre finísimos manteles, mi alma se regocijaba, extasiada al contemplar en aquellas hermosas jóvenes que tenían su pequeña biblioteca bien nutrida de buenos libros, el tipo de la mujer agrícola, que tanta gloria y tanta riqueza podría dar a la patria. ¡Que estas líneas, si llegan a leerlas, les sirvan de homenaje a su virtud y a su inteligencia; se les rinde gustosa su huésped de una noche.

Pues bien: entre todas las ciencias derivadas de la agricultura, ninguna tan suave, tan delicada, tan completamente femenina como la ciencia avícola. Y la llamo «ciencia» refiriéndome a su integración completa, porque en realidad, conceptuándola femeninamente, la debiera llamar «sentimiento», «cariño», «pasión», puesto que, implantada en el corazón y en la inteligencia de la mujer, debe dejar todas las rigideces, todos los exclusivismos y soberbias científicas, para plegar sus alas, cual nítida paloma que por primera vez salió del nido, en el regazo de todas las ternuras, de todas las delicadezas minuciosas y dulces de las almas sencillas… ¿Y dónde encontraremos la mujer avícola española…? Se hace precisa una propaganda tenaz y constante a favor de tan hermoso ideal; pero es preciso que, al extenderle por todos los ámbitos de España, lo desliguemos de todo contacto vanidoso o especulativo; es preciso que la mujer avícola española sienta el amor a la naturaleza por la naturaleza misma, no por orgullo pueril o afanes mercantilistas, pues entonces se desvirtuará su destino; sólo por amor su misión avícola será fecunda, porque sólo de esa manera el áspero, rígido y doctrinario carácter que a la ciencia avícola le presta el hombre podrá ser suavizado, endulzado, vulgarizado, en una palabra; la clave sublime que ha de resolver el magno problema del progreso de las masas…

No me duelen prendas, y me expongo sin temor ante mis lectores, porque, al lado de algunas pobres almas que no pueden vivir sin respirar el escarnio y remover la envidia, ¡cuántos cientos de seres hay para los cuales las frases que brotan del corazón son ráfagas luminosas en el camino de sus vidas! ¡Qué a ellos vayan mis palabras!

Amante ferviente, desde niña, de la naturaleza; violentada en mis afecciones desde mi tierna edad, por haber sido nacida y educada en Madrid, las horas que cuento de felicidad completa en mi vida se las debo a mi padre, que me llevaba a su lado a las monterías de Sierra Morena, cuando apenas mis piernecillas de ocho años me permitían seguir sus arriesgadas jornadas por aquellas cumbres bravías. Allí, en las soledades majestuosas de sierra Madrona, en las solanas umbrías de aquellas fertilísimas cañadas, mientras la espera de las reses al entrar al portillo nos tenían inmóviles en nuestro puesto, mi alma aprendió a comprender las sublimes bellezas de nuestro planeta; aprendió a escuchar la armonía deleitosa de los rumores selváticos; aprendió a ver el tapiz de esmalte diamantinos que el rocío tiende en las praderías; aprendió a percibir en el corazón los acres y vigorosos perfumes de las florestas… Allí, en aquellas inolvidables horas, mi espíritu se fue desposando con la naturaleza, y desde entonces el culto de mi vida, los afanes de mi voluntad, las energías de mi carácter, mi ambición, mi pasión, mi entendimiento y mis sentidos, todo mi ser entero ha luchado y vivido por y para la naturaleza. ¡Cuántas lágrimas, cuántos dolores he llevado en holocausto a su ara santa, sintiendo sobrenadar a través de la amargura la inmensa dicha que me otorgaba el sacrificio! ¡Bendito sea mi padre por haberme iniciado en un mundo de tan inmarchitable ventura…!

Impuse al matrimonio la condición expresa de vivir en los campos, pues nada me importaba que el hombre corriese al placer ciudadano, si era respetado mi aislamiento campestre; y hoy que la muerte me libró del pesado yugo, hoy que los años comienzan a inclinar hacia tierra mis cansados músculos, no busco ni pretendo más que acabar mis días oyendo, en las ásperas soledades de los acantilados cántabros, la sonata majestuosa o idílica de las olas del Océano; y hoy, al recorrer con el pensamiento los lejanos pasados, al recontar todos los dolores y todas las alegrías de la vida, confieso con toda la sinceridad del que nada espera ni nada teme, que le debo a la contemplación de la naturaleza, a la compenetración de sus preceptos y de sus hermosuras, las únicas y positivas felicidades por las cuales el alma se ha encontrado satisfecha de haber nacido.

Véame, señor Castelló, por todo lo expuesto, fiel propagandista de la ciencia, en una de cuyas ramas es tan buen maestro. Cuénteme en el número de sus discípulos, pues si bien la distancia y el sexo me alejan de su cátedra, su libro de texto Avicultura es el breviario de mis horas avícolas, y si no puedo, como sería mi afán, dedicar todos mis instantes al mundo de animalillos que me rodean, es porque, escasa de fortuna y teniendo muy especiales ideas respecto a servidumbres, en mi hogar no hay más criados que yo misma y, como son tantos los múltiples quehaceres que un hogar higiénico demanda, los días me resultan cortos para el trabajo que pesa sobre mí. Pero, así y todo, como no distraigo las horas en inutilidades, simultaneando obligaciones, aún pude criar una pequeña familia avícola, unas doscientas veinte aves entre patos y gallinas, que me propongo multiplicar hasta quinientas para fundar con ellas una pequeña granja, cuya especialidad sea proporcionar huevos de gallinas ponedoras, tales como la andaluza azul, la andaluza negra y la del Prat, engrandecida por el cruce Brahmaputra (poseo una soberbia pareja que mandé comprar en su Granja Paraíso).

He aquí mi proyecto respecto a avicultura, próximo a realizarse. Sí; deseo que, al implantar mi hogar postrero en esta tierra cántabra, cuyos hijos fueron tan hospitalarios para mí y a cuyo suelo y clima le debo vejez sana y tranquila, no sea estéril mi paso en la comarca; y, fiel a la divisa de mis antepasados paternos, que hace cuatrocientos años trazaron en su escudo de señores feudales la cuña simbólica de la energía y la constancia, sea mi gratitud hacia Cantabria constante y enérgica para extender en torno a mi último llar selecta raza de avecillas que rindan a la masa general del pueblo aldeano mayores productos que los acostumbrados. De este modo, al cerrar mis ojos a la luz del planeta, el saludo al alba del arrogante gallo por mí llevado a caseríos y aldeas me recordará haber cumplido el consejo de la leyenda índica, que manda al justo dejar en la tierra un hijo, un árbol o un libro; pues si el destino me negó descendiente que siguiera en pos de mí la senda del trabajo, mi voluntad y mi mano plantaron muchos árboles, trazaron algunos libros y crearon una legión de animalillos bien amados, que llevarán la fecundidad y la alegría al hogar de los humildes.

Queda de usted, señor Castelló, discípula, cliente y amiga, Q.B.S.M.,

Rosario de Acuña,

Viuda de Laiglesia

Cueto, octubre de 1901

 

 

Nota

(1) La publicación se inicia con la siguiente entrada: «La Avicultura Práctica. Con este título publica en Barcelona una excelente revista el notable avicultor catalán don Salvador Castellón, gran maestro en este ramo de la ciencia agrícola y constante propagador de su cultivo, que tantos beneficios puede reportar a los avicultores y al país en general. Esta revista ha reproducido, precediéndolos de justos y merecidos elogios a su autora, doña Rosario de Acuña, los artículos que esta nuestra ilustre colaboradora publicó no hace mucho en El Cantábrico, y ahora publica otro precioso artículo que le envió directamente doña Rosario y que vamos a reproducir para que nuestros lectores admiren una vez más sus santos consejos, sus conocimientos en la materia de que se trata y la envidiable galanura de su estilo literario.»

 

 

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Sobre avicultura

 

 

Señor director de El Cantábrico

 

Distinguido amigo: En el número de ayer, lunes, de El Cantábrico he visto un artículo titulado «Patología y Terapéutica avícolas», firmado por don L. Wünchs.

En este artículo dicho señor hace afirmaciones, a mi juicio (según expondré), completamente gratuitas, siendo la primera que una epidemia gallinácea se ha cebado en todos los corrales de la provincia. No tiene mi corral todavía ni siquiera los honores de modesta granja, pero, ¡que demonio!, cuento doscientas veinte aves entre patos y gallinas y, hasta la fecha, en tres años que hace vengo perseverantemente criando mi pequeña familia, no he contado en ella ninguna baja epidémica; y este año, con especialidad, tengo a mi ganadito ya mudado y empezando la postura, sin que se me haya muerto más que una hermosa gallina, de peso en limpio de cinco libras, la cual reventó por no poder cuajar la enormidad de huevos que traía, siendo de cien gramos los que generalmente ha puesto (lo puede usted acreditar, señor Estrañi, por haberse comido algunos).

No sé si ese señor conceptuará tan mísero un corral de doscientas aves que no merezca, a su juicio, ser nombrado como excepción de sanidad, pero, ¡caramba!, para mí que he criado mis avecitas con cluecas y teniéndolas en mi gabinete tocador los primeros días de su infancia, me parece mi corral uno de los más dignos de atención…¡pueril vanidad que tenemos todas las que ejercemos de madres, siquiera sea avícolas! Conste, pues, que mis hijitos, hasta la fecha, se han librado de toda esa malacia que anda por la provincia. Y vamos a otras afirmaciones del articulista, que creo también gratuitas.

¿No comprende ese señor que en el estado verdaderamente marroquí en que vegetamos los españoles es contraproducente, y sirve solo para hundirnos más en la barbarie, levantar el pendón de los exclusivismos científicos, siquiera sea en el modesto terreno de la ciencia avícola? Por mí, que no hay duda formo también parte del Marruecos español, he sentido tal desaliento y tal espanto al leer su artículo, que en un tris ha estado que no retorciese el pescuezo a todas mis gallinas.

¡Santo Dios!, ¿qué va a ser de nosotros si para la modestísima y casi femenina industria avícolas se necesita cursar el bachillerato? No, señor Wünchs, a pueblos medio salvajes, como nosotros, hay que hacerles entrar en el camino de la civilización de dos maneras: o a palo seco, dado por una nación vigorosa, o con muchísima dulzura y paciencia, yendo poquito a poco iniciándose en todas las sublimidades de las alturas científicas. Aquí donde se hace la señal de la cruz sobre las cluecas el día que se las echa, donde se suele meter una estampita del Corazón de Jesús en las incubadoras de algunos científicos, donde existe el mal de ojo para las gallinas hermosas y las polladas lucidas, hacernos dar en la avicultura un salto mortal científico del vuelo que aconseja en su artículo, es querer que nos aturullemos y caigamos en los extremos más ridículos, como hemos caído al colocar en las sucias posadas de nuestra sucia patria las lámparas eléctricas. Désenos la ciencia avícola a raciones pequeñas, pero, ¡válganme mis pecados!, para que mis pollitos salgan fuertes y sanos, ¿voy a tener que estudiar anatomía, fisiología, química, física, zootecnia, patología y terapéutica? No, ¡por Dios! Dejemos todo eso para las alturas; háganse esas afirmaciones rotundas para la guía de las grandes y ricas explotaciones avícolas, pero no las generalice, señor Wünchs, para todos los simples mortales y mortalas que nos dedicamos a echar cluequitas con once y trece huevos, porque, entonces, no se promoverá ni extenderá la avicultura entre la masa popular, sino que se creará la aristocracia avícola y, o yo no entiendo de ciencias sociales, o todas las aristocracias están próximas a desaparecer. Santo y bueno que se cree un cuerpo escogido de avicultores científicos; aquí precisamente podría iniciarse la enseñanza y nadie mejor que el señor Lastra y Eterna para encargarse de la cátedra (1), haciendo de Castelló montañés, ya que este joven es una eminencia en avicultura; pero al común de las gentes no hay que asustarlas y aun desde la cátedra, si con verdadero amor se desempeña, se deben dejar correr veneros de tolerancia, de contemporización, porque nuestra incultura, nuestra rusticidad y nuestra vanidad… (sabido es que toda ignorancia es vanidosa) así lo demandan; y para curar a los pueblos de su atraso, como a los individuos de una discrasia constitucional se deben usar las pequeñas dosis, y aun éstas diluidas con atemperantes.

Con que vea el señor Wünchs cuán gratuitas resultan sus afirmaciones. Nada de ciencia, ni de todas esas asignaturas superiores al bachillerato; para criar ánades  o polluelos empecemos por el abecé  del asunto; hagamos, lo primero, que las mujeres amen a estos animalitos, que se sientan madres de ellos; créame el señor Wünchs: para nuestra raza meridional el amor es una panacea de Dulcamara, y en cuanto al amor maternal (créame también el señor Wünchs, puesto que en este terreno tengo derechos incuestionables por mi sexo), cuando lo siente una hembra es la carrera científica más nutrida de asignaturas físico-químicas que pueden inventar las vanidades intelectuales. Después que nuestras mujeres amen la avicultura, ya se les podrán ir dosificando los elementos de esta ciencia especial.

Con que quedamos en que no mato mis gallinas, ¿eh?, ¡pobrecitas! Todas han nacido bajo mis miradas, a todas las he ayudado a salir del cascarón y a todas les di el granito de pimienta (¿qué rutinaria, verdad?) así que el plumoncillo se les secó, y yo no sé por qué será, o si será porque el calor de mi corazón dio a sus corazoncitos aliento para vivir; pero  el caso es que he contado polladas de treinta pollitos sacados con tres gallinas y llevados por una, y de los treinta llegaron a los seis meses veintiocho; es decir, solo dos muertos y éstos por accidente fortuito…

Rosario de Acuña

Viuda de Laiglesia

 


(1) Aunque la escritora sitúa a Pablo Lastra y Eterna como experto avicultor, (que lo era por entonces, y como tal escribe algún que otro artículo en las páginas de El Cantábrico, entre ellos uno dedicado a la granja avícola de doña Rosario), será en el campo de la apicultura donde años más tarde adquirirá mayor reputación, llegando a ser director de la Granja Experimental de Guarnizo (Cantabria) y habiendo dado a la imprenta varias monografías sobre el asunto

 

 

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Carta abierta

 

Señor Director de El Cantábrico

Mi buen amigo: Permítame usted que vuelva a hablar algo de avicultura que, acaso, sea lo último que diga en el asunto, toda vez que, por motivos de salud mía y de mi madre, y por otras causas ajenas al asunto, mi modesto corral, o sea «Granja avícola», está próximo a liquidar todas sus existencias, ya que puedo esparcirlas en la provincia, ostentando en ellas el alto honor que el Jurado de la Exposición Internacional de Avicultura ha tenido a bien otorgarme al premiarlas con medalla de plata.

No les negaré lo satisfecha y orgullosa que me encuentro con la recompensa; primero, porque los dictámenes del Jurado no han sido aprobados sin previo examen y aquiescencia de los técnicos de las naciones expositoras Bélgica, Francia, Alemania, Noruega, etcétera, de modo que he sido premiada con el beneplácito de los avicultores más eminentes (dejando aparte al maestro de todos los avicultores españoles, al señor don Salvador Castelló y Carreras) de estas naciones; segundo, porque no ha sido el premio sólo a los ejemplares presentados, sino a la granja de donde han salido, pues por ellos, es decir, por estado de salubridad, robustez y limpieza de las aves, comprendieron que mi granja, por modesta y familiar que sea, reúne todas las condiciones de higiene que deben tener los corrales avícolas; y tercero, porque al premiar también mis artículos sobre avicultura han evidenciado la necesidad de popularizar (único mérito de mi trabajo) la ciencia avícola; de sacarla de los radicalismos técnicos, de despojarla de la pseudos-sabiduría profesional doctrinaria, escueta, rígida, árida, pretenciosa, indigesta, en una palabra; para llevarla, dulce y amablemente, llena de condescendencias y de tolerancias, hasta los últimos hogares del pueblo campesino; y si por estos motivos no estuviese satisfecha con el premio otorgado, aún tendría otro, poderoso, que reúne en sí todos los elementos capaces de enorgullecer aun a los modestos.

Cuando hace tres años (a consecuencia de una catástrofe de fortuna que me puso a las puertas de la miseria) empecé a pensar que las avecillas que, cual en familia, vivían conmigo, podrían ayudarme con sus productos a sobrellevar la vida; antes de empezar ningún trabajo práctico para conseguirlo, tracé una línea teórica que sirviera de norte al proyecto, y esta línea era crear una casta, o variedad, de gallinas rústicas, ponedoras excelentes (de huevos gordos), fuertes, resistentes a las crudezas atmosféricas, de polladas sanas y fáciles de criar, de carnes aceptadas en el mercado general, sin suculencias exóticas, ni dificultades de venta, y para lo cual me sirviesen los elementos que tenía. Atenta a este propósito teórico, empecé a trabajar. La ciencia escueta, la ciencia doctrinaria, sectarista; la avicultura teocrática o conservadora, digámoslo así, me chillaba el aislamiento de razas; la selección sobre sí mismas en la primera, segunda, tercera, cuarta y décima novena  (¡la mar de generaciones!) «¿Tiene algún ejemplar de raza blanca una pluma negra?... Pues vuelta a empezar la depuración y el cruce sobre la misma raza, hasta que salga todas como las nieves del Hekla o del Erebo. ¿Le sale una punta más a la cresta del gallo, que debe tener siete y que con la punta de más tiene ocho?... Pues fuera esa ralea indecente de un pico más en la cresta, y vuelta a la selección; vayan al deshecho todas las demás generaciones. ¡La pureza, la perfección, el estandarte avícola de cada raza sobre todo; el aquilatamiento de las condiciones típicas de las especies, lo demás todo son pamplinas y presunciones y necedades y vulgar ignorancia y…»

Esto cacareaba la ciencia avícola seudo-sabia, envuelta, como bombón endulzado con sacarina, en el brillante cucurucho de la titulación oficial. Al lado de esta chillería, cuyo verdadero origen es de muy problemática buena fe, y que, como digo, puede calificarse de avicultura teocrática, abría yo las obras de Darwin (que antes de traducirse a ningún idioma ya me las había explicado en castellano mi abuelo materno), tan admirablemente presentidas en una de sus tesis más fundamentales por nuestro Cervantes en el Quijote, que dice, poco más o menos, que todo linaje que pretende conservarse puro suele acabar en punta; axioma comprobado por las leyes darvinianas de la variabilidad; y no sólo en las páginas del sabio inmortal, del naturalista inglés, sino en las páginas (más sabias que todas) de la Naturaleza, veía yo triunfar en la lucha por la vida a todos los mestizajes; y aún hay más: veía yo a la misma vida, a la mónera, al plasma, al último, simple, punto inicial de todo organismo, evolucionar absorbiendo condiciones extremas y heterogéneas hasta reconocerse potente y creador.

¡Y no se diga si esta ley de la variabilidad se cumple en avicultura! Desde el gallus salvaje, progenitor de toda la especie gallinácea, hasta los ejemplares que pueblan los corrales del mundo, ¿qué ha hecho la especie sino cruzarse y recruzarse en mestizaje perenne y continuo?

Y si de las líneas generales de la especie gallus descendemos a las curvaturas de las razas (o castas), a las subcastas y familias ¿qué podremos decir? Veamos a vuelapluma lo que se llaman razas puras.

Raza del Prat.- Producto de un mestizaje de más de treinta años, que se supone (faltan datos) fue hecho entre gallinas conchinchinas y gallinas rústicas indígenas de la cuenca del Prat. Resultado: mestizos de mayor talla que la ordinaria, con algunas plumas en las patas, rasgos que, merced a la ley natural de selección, se fueron perdiendo y quedó sólo el grandor de la cochinchina, con el color y rusticidad del patrón en que se hizo el mestizaje.

Raza del Faverrolles.- Creada pro cruces de las razas Brama, Houdan, Dorking y Cochinchina (¡eche usted mestizaje!) Los ejemplares de esta raza tan pronto ofrecen el color asalmonado de las Dorking, como el armiñado de las Brahmas, como el leonado de la Cochinchinas.

Raza Red Cap (inglesa).- Producto del antiquísimo cruce de la raza de Hamburgo y las razas inglesas de pelea.

Raza Wiandotte- Debida a un cruce, no bien determinado, entre las razas Brama, Bantam de Sebright y algún elemento cochinchino… ¿Seguiré sobre el origen de las razas puras? No hay para que molestar tanto a los lectores.

El mestizaje es el motor de la vida; la bandera de la libertad, de la democracia, ondea triunfante en avicultura sobre todos los dogmatismos reaccionarios de escuela.

Crear, crear hasta lo infinito, hasta lo inconcebible; he aquí el plan de la Naturaleza. La selección, sí, pero antes la variabilidad. Sigamos humildemente a la Naturaleza, que para seleccionar mezcla antes siempre.

Todos los creadores, conscientes o inconscientes, de la raza del Prat, se hubieran puesto enfrente del dogmatismo, de la ciencia encasillada, si la hubieran pedido permiso para el famoso cruce…

Así meditaba yo en las noches de insomnio cuando, en fuerza de llegar hasta mí cocleos satirizadotes de sabios de pacotilla, me sentía aplastada por las murmuraciones a mi espalda, punzantes y despreciadoras, de mi pequeña familia alada, producto de un mestizaje de cuatro o cinco razas de las llamadas puras… Mas no vacilaba en mi fe; y para vacilar menos quise hacer una prueba práctica. A costa de sacrificios superiores a mis medios pecuniarios, compré ejemplares magníficos en Barcelona y el extranjero de algunas razas puras selectas; las acondicioné con todos los engorrosos cuidados que demandan, y empecé a establecer la comparación entre la cantidad, calidad y tamaño de sus huevos y los productos similares del populacho, de la ralea de mis mestizas; el resultado fue tan brillante entre la chusma despreciada y aquellas excelentísimas señoras razas puras (por viejas).

¡Ah! Se las dejo gustosa a los próceres; que las cultiven; que las críen; que saquen de ellas seguras rentas; yo les compraré un ejemplar de las que sean más fuertes y rústicas para cruzarlas y mezclarlas entre sí y luego, a la tercera o cuarta generación, es decir, después de bien remezcladas y habiendo puesto sobre el coste de los progenitores un buen trabajo, una gran paciencia y una buena porción de días, crearé una casta apropiada por excelente ponedora, y ruda vividora, apta para las pequeñas industrias y para poblar los corrales humildes del pueblo campesino…

* * *

Porque no hay que olvidar los cauces en que toda producción debe correr. La gran industria, la del poderoso, la del rico, la del capitalista, la del prócer, que no necesita la peseta diaria para sostener sus faustos o sus caprichos: a ésta industria corresponden, en avicultura, los grandes parques lujosos, poblados de multitud de razas cuyos ejemplares, el más barato, cuesta cincuenta francos; aún hay más: esta gran industria arruinaría al que la siguiera intentando competencia en baraturas de precio; no es posible, sin pérdida enorme y diaria, dar los productos avícolas de las razas puras seleccionadas, extranjeras o españolas, a precios baratos, al alcance de la masa general; quien así obrase, una de dos, o llevaba la intención aviesa (o el capricho) de ser sólo en la región, en cuyo caso no era avicultor industrial, sino avicultor por sport de la vanidad o de las opiniones, o era un desdichado enemigo de sus propios intereses, que, sin cuentas ni balances, vendía su género al buen tum tum (y dejo a un lado el que lo diera barato porque no era género selecto).  El otro cauce de la producción es el de las pequeñas industrias, y en avicultura corresponde a la granja, al corral, donde, como en familia, se puede vivir con trescientas o  cuatrocientas avecillas que rindan un pequeño óbolo a la modesta renta familiar; para esta pequeña industria, el mestizaje, hecho científicamente, si se puede, pero el mestizaje que pueda abarcar la especialidad de gallinas de postura excepcional y huevos grandes para el mercado o la incubación (esta es la pequeña industria de mi granja próxima a desaparecer), la especialidad en pollería para el mercado general o la especialidad en lotes de aves jóvenes para poblar corrales y campos de gallinas fecundas y baratas…

¡Ah! El éxito definitivo, que es un premio segundo en un certamen internacional, ha coronado mis esfuerzos y mi constancia en sacar adelante el mestizaje de mi pequeña industria.

Tengo la satisfacción de haber recibido cartas de avicultores españoles y extranjeros dándome la enhorabuena por el premio obtenido.

Desde esta fecha hasta que la última de mis avecillas desaparezca de mis corrales, en ellas flameará la bandera del mestizaje, ostentando como escudo triunfal la medalla de plata que ha ganado mi Granja en un Certamen avícola internacional, donde se ha reunido lo mejor del mundo de las aves.

Véanme, amigo director y amigos redactores de El Cantábrico, agradecidísima a sus atenciones, a su enhorabuena, y enorgullecida con el premio  ¿a qué negarlo? En la desconfianza que sobre nosotros mismos tenemos siempre los que pensamos, dudé en muchas ocasiones de si estaría equivocada. ¡Pueden ustedes imaginarse con qué alegría habré visto que no!

En la serie de artículos Conversaciones femeninas que se publican en El Cantábrico, hay uno sobre avicultura; en el verán mis lectores las dos clasificaciones en que la avicultura se divide. La doctrinal, la de gabinete, la de laboratorio, donde los técnicos pueden lucir los lentos y minuciosos procesos de la experimentación, siempre que estos técnicos tengan capital propio para ello, o los próceres o las corporaciones se los presten; y siempre también que estos técnicos no olviden en ninguna ocasión el templo de la ciencia por los campos de la vanidad… y la avicultura industrial, rápida, pronta en sus resultados, que ha de operar sobre terrenos conocidos y seguros, sin esperar ni atender a procesos de evolución y de selección, incapaces de dar producto numerario; avicultura que sólo toma de la científica aquella parte que le es necesaria para un beneficio inmediato. Ínterin llegamos a esta última conversación avícola que he de tener con mis amables lectores montañeses, sólo me resta saludarles afectuosamente y gritar a toda voz: ¡Viva la democracia avícola que reina en mi corral con el mestizaje!

 

 

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Carta abierta

 

Señor don José Ruiz Pérez

Peñacastillo

 

Muy señor mío: Con la carta de usted suman ya nueve las recibidas por mí desde diferentes sitios de la provincia, unas; otras desde León y Madrid, y otra de Asturias. En dichas cartas se me pregunta, poco más o menos, lo que usted en la suya: «Qué se necesita para organizar una pequeña industria avícola; qué presupuesto, capital, razas aves y género de trabajo son necesarios para el negocio.» Unos señores me piden la reserva en la contestación; otros, como usted y el señor Jiménez, de Madrid, no me hacen esta advertencia, y todos me suplican les dispense la molestia: quedan dispensados, y a mi vez les ruego me dispensen que en esta carta abierta al público les conteste a todos los presentes y futuros preguntadores, en atención a que las veinticuatro horas de mi día tienen sus ocupaciones correspondientes, de modo que me es materialmente imposible distraer de la organización de mi trabajo un solo minuto en extraordinarios, y lo son, para mí, estas consultas. Y para que vean que no exagero, ahí tienen el horario de mi vida:

Desde las tres y media de la mañana (después del personal aseo) a las seis, son horas que dedico a escribir, tanto para el público como mi correspondencia particular. A las seis toco diana a la faena diaria: apertura de gallineros, reparto del primer pienso al ganadito, cuidado de las cluecas, salida de la pollería a las diferentes corralizas, revisión y cura de enfermitos (siempre los hay). A las nueve subida a la habitación familiar para las faenas domésticas: la cocina, arreglo de camas, lavado de ropa –si es día de ello–, limpieza de casa, costura, planchado, etcétera, hasta la una. Comida a esta hora, primero al ganadito, después a las personas. Descanso leyendo la prensa diaria, revistas, el libro nuevo o favorito; apuntaciones en los cuadernos de Gastos e ingresos, Libro de puesta, Alza y baja de pollitos; sellaje y reparto de huevos para venta, de incubación y consumo, poniéndoles, a cada uno, fecha y raza. A las cinco, cuarto y último pienso, preparación de cestas y camitas para cluecas y polladas; cambio de aves de unas a otras corralizas, según las conveniencias, porque tengo muy poco espacio y una finca sin ninguna condición para esta industria, y hay que andar siempre trasegando aves según el temporal, edades o razas, y no puedo hacer obras en la finca porque no es mía y es por breve tiempo el contrato de arrendamiento. A las siete de la tarde (a las cinco en invierno) cierre de gallineros y vuelta a la habitación familiar a preparar la cena, ropas de noche, etcétera. Y a las nueve, después del último arreglo de utensilios domésticos, a dormir, para empezar de nuevo al día siguiente la misma faena, que sólo interrumpo los domingos, durante la tarde, en que me marcho de mi casa las horas en que mi granja se abre a la curiosidad de todo el mundo. De dos a seis, en esos días, voyme a tumbar en las orillas del Océano, sobre las duras escolleras que bordean el Cantábrico, y donde sola, entre las dos inmensidades, la del mar y la del cielo, me adormezco en la dulce paz de una quietud intensa, acariciando el ensueño de que será eterna la vida y podrá la personal conciencia hallar, en otras etapas, cumplidos los ideales de justicia y de amor que huyen delante de nosotros como fuegos fatuos de las humanas pasiones…

Echen la cuenta, mis amables interrogantes, y vean que si, uno a uno, fuera a contestarles, no podría cumplir el programa de trabajo a que sujeto mi existencia, y el caos, la desidia, el revoltijo de las casas (o de las industrias), en las cuales se deja por hacer algo para el día siguiente, empezaría a embrollar y descomponer el método, el orden, la armonía y la limpieza que deben reinar en la morada humana y que, a todo trance, quiero que reinen en la mía, porque así, organismos y conciencias respiran ambientes de salud y paz.

Empieza mi contestación.

No puedo, a ninguno de los que me consultan sobre implantación de industrias avícolas, darles plan, presupuesto ni lecciones para ello, porque esto sería, en avicultura, invadir el terreno científico, oficial, convencionalmente autorizado para enseñar, guiar y llevar a buen éxito el negocio. Si invadiese este terreno sería una curandera avicultora, como hay curanderas médicas, y aunque la importancia de la salud humana es infinitamente mayor que la importancia del capital y del trabajo, de todos modos mi insuficiencia podría acarrear perjuicios a los que fuesen por mí aconsejados; y además, que así como los potingues y pamemas de las curanderas no suelen servir más que para aquellos que, al ir a consultarlas, ya van, por medio de la autogestión, en vías de cura, de la misma manera mis consejos sobre avicultura no servirían más que en los casos de encontrarse firme y resuelta la voluntad de ser avicultora.

* * *

Mas como deseo vivamente no desairar a los que me hicieron el honor de consultarme (suponiéndome conocimientos que en realidad no tengo más que superficialmente, y con autoridad de que carezco en absoluto), en atención a esta merced que se me hace, y deseando agradecerla, lo único que puedo contestar a su carta de usted (y que en usted se den por contestados todos los que a mí se dirigieron) es exponiéndole a usted el estado de los cuadernos o apuntaciones de gastos e ingresos de mi modesto corral.

Tenga usted la bondad de enterarse del siguiente resumen-balance hecho desde el primero de enero al  treinta de junio del año presente:

GASTOS. Piensos –maíz, trigo, salvado, pan, leche, sangre, harina, verduras– portes, arena, paja.  Total: novecientas sesenta pesetas.

INGRESOS. Venta de huevos, pollos, pollas y patos, consumo de gallinas y huevos para la casa.  Total: mil ciento sesenta  pesetas.

BENEFICIO. Líquido en los seis meses: total, doscientas pesetas.

(Quedan suprimidas, para mayor claridad, algunas unidades de pesetas y céntimos)

Capital empleado (en aves, construcción de gallineros, alambrados, bebederos, comederos, etcétera): dos mil pesetas.

Renta que corresponde a este capital, según los beneficios semestrales: el veinte  por ciento al año.

Se están criando ciento setenta pollos de edad de cinco meses a un mes correlativamente, los cuales representan un aumento de capital de doscientas pesetas, que si se quiere puede añadirse a los beneficios o dejarse para equilibrar las pérdidas de gallinas muertas y huevos estropeados. Añada usted a ese balance el trabajo que realizo (no tengo para ayuda más que una niña de pocos años, cortas fuerzas y aún más cortos alcances, aunque de buena voluntad) y que le expongo al principio de esta carta: Capitalizando ese trabajo en dos pesetas diarias (¡once horas…! A veces me ocurre si estaría bien que, indignada con mi mal oficio de capitalista jornalera, me declarase en huelga), resulta un déficit de importancia, porque si al mes no me dan las dos mil pesetas más que treinta y tres pesetas y céntimos, si me pagase a mí misma el jornal de dos pesetas, ya no bastaba el producto de mi pequeña industria para darme mis doce duritos mensuales… ¡y esto dando el veinte por ciento las dos mil pesetas…! ¡Oh!, ¡la elocuencia de los números defiende muy mal la causa del proletariado…!

Pero estos mismos números nos dicen otra cosa: si a la cantidad de dos mil pesetas la añadimos sólo dos ceros, resultan doscientas mil pesetas, y vean mis amigos qué bonita renta se podría lograr; al veinte por ciento, ¡una friolera! cuarenta mil pesetas, o sea ocho mil duritos, con lo cual ya se podrían pagar algunos jornales de a dos pesetas! El capital: he ahí la cuestión, como dijo Hamlet, del ser o no ser: teniendo doscientas mil pesetas y empleándolas en un buen parque avícola, se puede tener renta segura de ocho mil duros limpios de polvo y paja… Y ¿habría alguno de mis interrogantes que se metiera en semejante faena si tuviese doscientas mil pesetas de capital? Con la mano puesta sobre el corazón y la verdad en los labios, contéstenme… ¡de seguro todos me dicen que no! En cuanto a mí… ¡Bah! Dos veces, en mi vida, vino a mis manos, por herencia, cantidad cercana a esta cifra y la rechacé. ¡Cuestión de temperamento! Me da miedo la riqueza; la veo siempre entre nieblas rosadas ocultadoras de los horribles abismos de la insana, de los vicios, del egoísmo, de la holganza, de la vanidad, de la petrificación de las fuerzas activas y fecundas de la inteligencia y de la vida; me espanta su cohorte de menudas pasiones, de futilidades repugnantes, de nimias banalidades que enfangan el pensamiento y atrofian la voluntad… ¡Ah! sí; le tengo miedo; me aterra la riqueza; la aparto de mi lado con espanto;  ¡se hacen por ella tantas cosas malas!... Como nos enseña el cuento asiático, creo que la felicidad es privilegio del que no tiene camisa… ¿Chifladuras?... Podrá ser; sin embargo, mi sueño es profundo; mi existir, apacible; digiero bien; Epicteto es mi filósofo favorito, y en el polvo de la tierra creo que dormirán mis huesos más tranquilos, si hasta el postrer aliento los hice trabajar… ¡Ahí es nada! ¿En qué se pasarían alegremente, sin daño moral ni físico, las diez y ocho horas del día si no fuese trabajando?...

Quedan contestados mis amables interrogadores; ¿quieren sacar al capital el veinte por ciento…? (No he puesto en gastos, ni vivienda, ni terreno para el parque avícola, porque todos cuantos me preguntaron me advierten que viven en el campo y tienen huerto o prado a propósito para la explotación; mas téngase en cuenta esto para el capítulo de gastos). Pues, ¡ánimo!, ¡a la avicultura!; mas sobre el capital que empleen armen su voluntad de afición, de fe, de entusiasmo, de ternura hacia la inocente y humilde familia alada; de constancia, de perseverancia y de paciencia, virtudes en una pieza. Cuanto más capital empleen, menos trabajo personal (material o físico) tendrán que poner, pero más trabajo mental o intelectual tendrán que gastar. En cuanto a la fortuna lograda por la suerte, ésta no existe más que en la imaginación de los degenerados… (La lotería es una de las causas de mayor perturbación moral entre los españoles.) No hay más que tres modos de hacer fortuna:

O heredada. O mal ganada. O toda la vida trabajada.

Para más noticias sobre avicultura práctica, industrial, científica, consulten las lecciones del libro de don Salvador Castelló y Carreras (curso oficial de avicultura en la Escuela Práctica de Barcelona, calle Diputación, 373). En él tiene planes y planos; presupuestos; condiciones de razas, etcétera, etcétera; todo lo concerniente al asunto. Es un libro-resumen de lo mejor que se escribió sobre avicultura: es un buen libro.

Cueto, 28 de junio 1902

 

 

Arriba

 

Nota. En relación con la importancia que para la autora de estos textos representaba la avicultura, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Escalonilla, Casa Ayuntamiento, construido en 1881 (Diputación de Toledo) 224. Entretenimiento para la esposa
Mientras ella se ganaba la vida con los productos de su granja avícola, había ilustres compatriotas que instalaban un gallinero para entretenimiento de la esposa, para que lo pasara menos aburrido, distrayéndose en llevar a sus pollitos el migón de pan...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)