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CONVERSACIONES  FEMENINAS

XVI. Pequeñas industrias rurales

 

 

Suprimidas de la vida de la mujer todas las iniquidades que la encavan y la hunden en la nulidad más completa; poseída de la altísima misión a que la naturaleza le obliga, el hogar humano, verdadero centro y trono de las actividades de la especie, ofrecería un conjunto armonioso de trabajo y paz donde no sería posible que arraigase el  humano vicio, ni la funesta holganza; y como de este hogar no habría necesidad de apartarse, sino que breves días para reposar en el seno de la Naturaleza selváticas y bravía, donde tan bien se recogen puros alientos para el alma y el cuerpo, en nuestros hogares campestres, después de servidos, por nosotras mismas, todos los quehaceres domésticos, sobraría tiempo, durante todo el año, en el cual, de no emplearlo en trabajos especiales, tendría la mujer que estarse mano sobre mano, en dañosa contemplación indolente; y como la vida es una evolución continuada de actividades, y solo a condición de que estas actividades no se interrumpan es como la vida se sostiene en equilibrio estable, se hace preciso tender la mirada fuera del hogar campestre,  al estadio social, para ver si podemos, no sólo evitar en nuestro trabajo la degradación de la servidumbre, sino contribuir con él al mejoramiento moral y material del enjambre humano.

Difícil es en los tiempos actuales, al hablar de relaciones sociales, desentenderse en absoluto de la evolución que camina hacia un porvenir completamente distinto del presente, y en el cual las palabras trabajo y capital han de tener un significado diferente del todo al que ahora tienen. Los tiempos llegarán, la hora sonará, porque toda idea humana llegará a convertirse en realidad tangible, en el transcurso de las edades, toda vez que, la idea no es más que una presciencia del hecho futuro; hoy por hoy, para emplear las actividades humanas, hay que atenerse al régimen social imperante, y si el deseo, la voluntad, el propósito,  deben dirigirse hacia la realidad futura, nuestra obra, sometiéndose a las leyes establecidas, debe realizarse con arreglo a los preceptos económicos vigentes que rigen la producción de las naciones.

Una de las fuentes de mayor riqueza de todo país culto y trabajador, dimana de las pequeñas industrias rurales; y uno de los elementos más moralizadores, de mayor ilustración para las masas humanas consiste en extender esas pequeñas industrias, en multiplicarlas infinitamente, hasta los últimos rincones de la patria, de modo que, semejantes a los veneros de agua que brotan en áspera cordillera, fluyan de risco en risco, de mata en mata, primero en forma de gotas filtradas, después como regachillos murmuradores, hasta correr en arroyuelos y espumosas cascadas al lechos del torrente, que hará frondosa la cañada y fecundos los valles: así las pequeñas industrias rurales, surgiendo de todos los lares campestres, modestas y calladas, como las diamantinas gotas de manantial, irán de hogar en hogar, engrosando la corriente de la riqueza pública, hasta fertilizar, hermoseándola, la amada patria.

Porque si las grandes fábricas, las grandes manufacturas, los grandes predios agrícolas, con sus monstruosas maquinarias de acero, en cuyas entrañas hierve el fuego o palpita la electricidad, pueden arrojar, a los mercados humanos, en unas cuantas horas, mucho más que cientos de familias podrían producir en el año, esa misma exuberancia de productos no solo perturba la equidad en las riquezas, amontonando en una sola mano lo que debería estar en muchas, no sólo abarrota en almacenaje productos de que carece media humanidad sino que todos aquellos que con la industria agrícola se relacionan carecen de la exquisitez, de la finura, de la pureza, precisas, y en cuanto a los demás productos de la industria, no creo lejano el día en que la centralización desaparezca, y la mecánica, repartida con la fuerza por todos los hogares, transforme la fábrica actual en el taller doméstico, donde la familia, o una agrupación de familias, produzca todas aquellas obras más en armonía con sus aficiones o inteligencias; con lo cual artefactos y artífices ganarían mejor puesto en su valoración

Concretándonos a las industrias agrícolas, no hay una sola en que la mujer no pueda considerarse árbitro; todas ellas dependen de la delicadez, de la paciencia, de la finura de los sentidos; no parece sino que el dios del trabajo, al empuñar su cetro para regir la terrena humanidad, trazó en la naturaleza de la mujer el signo imborrable de su sabiduría; en nosotras, cuando no cerramos el entendimiento a la razón, existen todas las aptitudes para que el trabajo sea brillante y primoroso; en nosotras existen las más detalladas cualidades para que toda labor se lleve a término en grado perfecto; y no hay un solo detalle de nuestra organización que no esté dispuesto para la perfectibilidad de la tarea. Dijérase que, si el hombre ha podido dominar los elementos contrarios a su vida por medio de la fuerza, la mujer ha de terminar la conquista del mundo, por él empezada, usando sólo la habilidad, la delicadeza y la paciencia. La que esto escribe ha tenido ocasión de observar muy cerca de sí todo lo que alcanzan estas condiciones excepcionales del sexo. Apasionada, mi madre, por los bordados, y no satisfecha con las filigranas en blanco que se aguja ha trazado durante muchísimos años, en todas las prendas de ropa interior, acometió la empresa de copiar con sedas de colores algunos cuadros de los más notables del arte contemporáneo, y en sillones de roble del siglo XVII bordó, en respaldos y asientos, verdaderas preciosidades, elogiadas por ilustres pintores españoles y extranjeros; esta colección de sillones legada por ella, y con mi voluntad, a un museo de antigüedades, confío en que será un timbre de honor para la mano y la inteligencia que trazó esta obra de arte tan primorosa, testificadora del caudal de paciencia, habilidad y delicadeza femeninas. Pues bien; no hay industria agrícola que no precise, para llevarla a término feliz, todas estas suaves y sutiles cualidades de la mujer.

La cría del gusano de seda, una de las más riquísimas producciones de la patria, depende muchas veces de eso que se llama, un presentimiento, y que, en realidad, no es más que una sutilidad casi inconcebible de las sensaciones. La semilla del gusano está próxima a abrirse; el tiempo es sereno; las ventanas del cuarto donde los cañizos sostienen las huevecillas están abiertas; todo está tranquilo en la naturaleza; la mujer siente un escalofrío. «Me parece que va a cambiar el tiempo; estoy molesta; ¡bueno sería que hubiera tronada y se perdiesen los gusanos». Esto dice, y aquella sensación de un tiempo que aún no hace, que acaso ni el barómetro ni el termómetro anunciaron, la hace correr hacia la gusanera; cerrar las ventanas, extender las cortinas, salvar la cosecha de un cambio brusco de vientos o temperatura que no tarda en presentarse, y que, merced a su delicada sensibilidad, fue previsto.

Más tarde los gusanos nacen, y donde nadie ve más que el bulle bulle de estos trabajadores afanosos en tejer su capullo, ella observa un matiz distinto en algunos. «No me gustan –dice- hay que separarlos, pueden epidemiarse» y sus dedos suaves y seguros, y sus ojos indagadores, mejor diría, adivinadores (y perdonen los hombres la inmodestia) sacan los gusanos dañados, que, efectivamente, no tardan en morir; ínterin la hueste salvada hila su caperuza de oro. ¡Qué riqueza no da esta industria si se lleva con paciencia y cuidado…! Mas no nos olvidemos, ni un momento, en nuestra conversación, de la palabra pequeña, y veamos que el gusano de seda en el hogar campesino, ha de cuidarse como estímulo al trabajo, como distracción de horas de ocio; la renta que produzca que no traspase la medida de aquella parte líquida que se filtra, gota a gota por los peñascos de la sierra.

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Los quesos: otra delicadísima industria agrícola; primero el cuidado de la vaca, ese dulce animal paciente y grave, incansable en las faenas, y que además de su fuerza nos da su carne, su sangre convertida en leche, su piel y sus huesos, y al cual le hemos dado, en cambio, al domesticarla, y por nuestra falta de amor y cuidados, un sinnúmero de enfermedades, similares de las que el vicio y la desidia engendraron en nuestra especie. Después de las atenciones que la vaca, o las cabras, reclaman, vienen las operaciones para separar el suero de la leche; nadie como la mujer para esta delicadísima tarea; instrumentos, aparatos; perfectamente, que los utilice todos la mujer, cuando tiendan a facilitarla el trabajo; pero que sea ella, ¡ella sola!, la que los maneje… Uno de los quesos más exquisitos, no sólo de Europa sino del mundo se fabrica en las montañas de Asturias (Cabrales) en las cumbres de Potes, de Lamazón, de Poblaciones. Pues bien: este queso está hecho por las mujeres aldeanas, toscas y rudas, que apenas saben hablar. Metidas en cuevas y chozas verdaderamente troglodíticas, se pasan el verano, y el otoño, en las cumbres de la cordillera de las Peñas de Europa, enmoheciendo el famoso queso, dándole vueltas, arropándole y ventilándoles, según requieren los cambios atmosféricos, bruscos casi siempre, en aquellas alturas; cuando lo bajan a sus aldeas o villas mantecoso, desmiajado, jugoso, riquísimo, apenas les queda, como producto líquido de toda su obra de paciencia y habilidad, con qué comprar a su hombre alguna chaqueta de punto y abrigo para las crudezas del invierno; y, sin embargo, ¿cómo comparar el queso de Rochefort, fabricado en grande escala, y similar al de Cabrales, con aquellos pedazos de manteca y nata exquisitos y sabrosísimos, enmohecidos por las nieblas de los ventisqueros, y la paciente habilidad femenina? Dijérase, y valga el símil, que los quesos de fábrica carecen de personalidad: son los ceros, sin valor nominal, mientras no se les agrega la triunfante individualidad de un guarismo integral, concreto. En las tres exposiciones universales de París que visité, hallé los quesos de Cabrales clasificados entre los primeros como exquisitos y suculentos.

La manteca de vaca, hecha diariamente, para tomarla con todas las purezas de la frescura…

Permitidme que me acredite ante vosotras de buena mantequera. Aburrida de no hallar en el mercado manteca con la frescura y limpieza apetecidas, se me ocurrió hacerla yo misma, ya que el ganado del país da la primera materia, que es una leche sustanciosísima, aún dado el abandono y suciedad en que se tiene a las vacas. Mi familia quiso, desde Madrid, mandarme maquinillas, artefactos, para que hiciese la manteca; no me salía, porque el asunto era de poca cosa, y sólo para untar la más pequeña máquina se gastaba más nata que la necesaria para un desayuno de tres a cuatro personas. Compré un cucharón de madera y una tartera a propósito; y, en cuestión de cinco minutos: con nata de dos o tres días (mientras se hace el café), se bate la manteca, y al servirlo ya está el manjar, suave y fresco, dispuesto a extenderse en la tostada. He tenido ocasión de obsequiar a varios amigos con esta especial mantequilla sin decirles de qué fábrica procedía, y la celebraron como si hubiera sido de Flandes, pues la pongo a voluntad salada y al natural. ¡Cuántas veces, mientras la moldeaba en bollitos o tortitas, he pensado con qué placer comerían muchas familias este fino manjar de la leche si se les ofrecieran diariamente fresco y bien presentado, como producto de la pequeña industria agrícola doméstica!

Casi todas las regiones de España podrían tener en sus mercados abundante provisión de quesos y mantecas, todos selectos, exquisitos; todos puestos al alcance de las mayorías, puesto que la pequeña industria, auxiliar de rentas o sueldos de la familia, se conforma con menos remuneración para sus productos; y desde el queso manchego, otro especial manjar español que obtuvo premio de honor en la Exposición de Chicago, hasta el queso blando de nata, tan exquisito en esta tierra montañesa, no hay uno que no pudiera ser producto del trabajo femenino de la familia agrícola o de la familia propietaria que renunciara a malgastar sus rentas en la ficticia e insana vida de la ciudad y se dedicare a levantar su hogar en los campos, poniendo de este modo el primer jalón para el engrandecimiento y la prosperidad de la patria.

 

 

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La miel. ¡La mejor riqueza del florido vergel de la tierra española, donde los montes y los valles, las mesetas y las costas, se revisten del hermoso tapiz de las plantas aromáticas, en cuyas flores, cálices henchidos de azucarada esencia, se esconden a libar el néctar de la salud y de la vida los humildes insectos, maestros sublimes del trabajo constante y fecundo!

Recorriendo en una ocasión la costa asturiana desde Vidiago a Tinamayor, me encontré, escondido entre aquellos abruptos acantilados, que engarran con asperezas de las rocas praderías, y maizales, una casería, pequeña y pobre, casi colgada sobre el mar, al asentarse en una especie de península, o cabo, socavado en sus cimientos por las furias del Océano, que a veces manda resoplidos de espumas por las grietas y agujeros abiertos en medio de los campos. Casita perdida en aquella solitaria costa, sin otro camino para llegar a ella que una vereda agria y pendiente, se alzaba, llena de paz y silencio, a la sombra de algunos robles, no lejos de una ermita arruinada de la orden de los templarios, y no lejos, tampoco, de una soberbia gruta revestida de estalactitas y guardadora, en sus senos, de rico tesoro de huesos fósiles de animales antediluvianos.

Poseo un oficio, muy laudatorio, del director del museo de Historia Natural de Madrid, en cuyo oficio se me dan gracias expresivas por haber entregado a dicho centro una colección de huesos, recogida, por mí, en dicha gruta, pertenecientes todos a animales de especies ya acabadas.

Como el único bello ideal de toda mi existencia ha sido habitar en una isla, o cabo de la costa cantábrica, una choza semejante a aquella, aislada por todos lados del contacto social, tan humilde que solo me diese albergue de noche, y tan metida en el mar, que sus espumas salpicaran los techos, así que la vi, desde una altura, fuime derecha a ella, siquiera para recrear el alma con su contemplación, ya que vivir y morir en una semejante es para mi una dicha irresistible. Al llegar cerca pareme a observarla; sobre su puerta una soberbia parra, extendida en postes, servía de toldo verde y frondoso por cuyos resquicios el sol bordaba arabescos de oro en la fresca pradera, debajo de la parra, e unos poyetes de mampostería, me chocó ver cinco o seis colmenas puestas en hilera delante de una ventanilla y tan cerca de la puerta, que una de las colmenas casi estorbaba el paso. Paré mi caballo y eché pie a tierra; al ruido de nuestra llegada salió un anciano y una moza, casi niña; ambos pobres, sucios, con ese aspecto usual de nuestros campesinos donde tan bien se retrata la miseria patria, aspecto hibrido entre mendigo y facineroso, que demuestra los pingajos aprovechados al último extremo, mientras el fisco, la administración del Estado, se lleva los más saneados frutos de la vivienda. Asombrados de verme, y dudando entre desconfiar de nosotros o adularnos, me saludaron, y yo, entrando enseguida en su pensamiento procuré tranquilizarlos.

–¡Que hermosas colmenas tienen, buena gente! ¡Por lo menos la miel no les falta! ¿Me puedo acercar sin peligro?

–Pase, pase, señorita –dijo el viejo, que por mi palabra y mi aire adivinó que no habían de temerme, sino sacarme.

Ya establecida la mutua simpatía y emprendida la conversación, mientras ellos guardaban gozosos algunas monedas por unas manzanas y un poco de borona y leche con que me obsequiaron, yo fui guardando en mi memoria interesantísima detalles de aquel colmenar de la pobre casita.

¡Ah! ¡Con qué deleite, en cada una de las palabras de aquella moza, que apenas sabía expresarse, veía yo surgir, poco a poco, todo el dogma inmortal de la religión de la Naturaleza! ¡Con qué exactitud, de aquellos labios rústicos, de aquella entidad femenina, zafia y grosera, brotaba la divina enseñanza del amor hacia todos los seres que pueblan el universo!

Aquellas colmenas las cuidaba la muchacha: las abejas la conocían; sabían el sitio donde las ponía el plato con azúcar o miel, cuando el hielo, o los vendavales, las impedían salir a libar, y si el temporal arreciaba y el hambre se hacía sentir en el colmenar, sabían pedirla a la moza su pitanza; la cercaban, zumbando suavemente; la seguían por donde fuera, a veces hasta formar a su alrededor como una rueda negra (palabras textuales); ni por casualidad la picaban nunca. «Verdad es –decía la chica– que yo no le dejo a padre que las apure, quitándolas mucha miel, cuando castra las colmenas; ¡pobrecitas!, ¡ellas también tienen necesidad de comer, que para eso trabajan!  Un día  –continuaba– llegaron a esta casuca unas señoritas de esas que vienen a bañarse en nuestra costa; traían unos gorros muy grandes, con muchas flores y muchos lazos; y traían un olor a perfume. ¡Dios nos valga! que daba náuseas andar cerca de ellas; mientras las sacábamos leche que nos pidieron, se sentaron, ahí mismamente donde está usted; ¡válgame Dios! yo no se si fue porque se espantaron las mis abejas de todo aquel enredijo de trapos que llevaban en la cabeza, o porque les dio también náuseas la peste de olores que traían, ello es que salieron como furias de las colmenas y si no echan a correr las señoritas, a cuanto podían, mis enjambres dan con ellas en tierra; ¡ y aluego dirán que los animales no tienen inteligencia! Con la vaquiña que tenemos, esas gallinucas que picotean por ahí, y la miel de mis abejas salimos alante, y  podemos pagar el arrendamiento con ese maizal, y aun comprar la borona del año»

Ínterin decía todo esto, yo observaba entrar y salir por las piqueras del colmenar a las atareadas obreras que, sin hacer caso de nosotros, casi inmediatos a su vivienda, iban y venían, después de sumergirse en el néctar de las flores sacando sus patitas llenas de polen que su trabajo transforma en miel y cera. He ahí la ternura de la mujer cuando, sencilla y natural, la aplica al cultivo de las industrias agrícolas, proporcionando al hogar modesta ayuda, haciendo que hasta los insectos depongan sus fierezas y contribuyan, con alegría y constancia, al bienestar humano. Y, ¿dónde? ¿en qué taller de la industria del hombre habrá manjar más delicado, más higiénico, más nutritivo y confortante que ese dulce almíbar que elaboran con su boca y sus patas las abejas, y que llena las nacaradas celdillas del panel como dorado rocío de ánfora divina? Cuando el cansancio del trabajo diurno rinde los músculos, y el atardecer del día comienza a extender las dulzuras del suave crepúsculo, ¿qué festín habrá más digno del cansancio humano que el tibio cuenco de recién ordeñada leche donde se mojen tostadas de borona envueltas en miel? Corran los próceres de la tierra a pedir al arte culinario ingredientes exóticos con que aderezar los despojos sangrientos de cruenta matanza de animales; de sus estómagos, escoriados todos por las acritudes de los condimentos, surgirán las gastralgias, las gastritis; de sus sangre saturada de grasa mal quemada brotarán las diátesis artríticas; en sus huesos se posarán los detritus de sustancias no asimiladas, y las contracciones del dolor serán, en todos los casos, compañeras inseparables de su vida; en tanto el banquete de los humildes, de los sencillos, de los sobrios, ofreciendo para sustentarse productos no arrancados al dolor y la muerte, los saturarán de vigores, de sanidades, de alegrías; y la leche, los huevos, la miel, las frutas frescas o secas, el aceite y las legumbres, con el pan de porta estandarte, sin más aderezos que los precisos para hacerlos asimilables, sostendrán las fuerzas humanas en ese equilibrio venturoso y fecundo que hace a las razas invencibles y a los individuos dichosos.

 

 

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Las conservas de frutas y legumbres, otra delicadísima industria rural, o agrícola, que sólo en pequeño, y realizada por manos de la mujer, pueden llenar su cometido, que es el de ofrecer las frutas y las verduras sin perder ninguna de sus condiciones de frescas; esto es casi imposible que lo realice la fábrica.

No hace muchos días, antes de escribir lo que precede, hablando con una riojana de lo incomibles que resultan, en lata (sean de la marca que sean) aquellos pimientos soberbios de las vegas de Haro, pimientos en cuya cavidad coge una perdiz entera, y que se suelen asar con la perdiz dentro, metiéndola por la cabeza del pimiento de modo que aparezca sin partir; lamentando que una verdura tan exquisita no sea posible comerla todo el año, en las mismas condiciones que fresca, me ofreció la riojana (con esa hermosa sinceridad y franqueza de aquella tierra) unas latas de pimientos por ella misma puestos en conserva; recibí el obsequio, y en cuanto estuvo en mi mano abrí una lata y otra de la mejor fábrica de conservas de la Rioja; tenía empeño en establecer la comparación; ¡qué contras! Los de la fábrica, lavados, blanduchos, nadando en caldo, sin aroma, sin sabor a pimientos; los otros de la pequeña industria femenina, sustanciosos, riquísimos, de carne apretada, aromosa, dulce, ofreciendo la verdadera tajada de la verdura recién cortada y asada al horno…

«Allá en la fábrica todos se lavan, no se puede hacer de otro modo si han de presentarse limpios, porque, ¡vaya usted a limpiar con un trapo miles de pimientos! Yo, como hago pocos, los limpio con un paño bien seco, y uno por uno, y luego que tampoco se me pasan al asarlos en horno o en hornilla; y además que solo dejo para las latas los maduros, los sanos del todo…»

Así hablaba la riojana; consecuencia: la conserva de la fábrica es el rancho para la mesa de seres enrielados; la conserva de la limpia riojana era el exquisito manjar que las generosas y activas manos femeninas ofrecen al delicado paladar humano.

Las flores, esas graciosas hijas de la Naturaleza, sonrisas de los prados, iris de los bosques, mariposas brillantes sujetas al tallo de la planta para fijar mejor el dulce anhelo de los mortales ojos, hadas vestidas con todos los tornasoles del manto de la primavera, que manda sus auras y sus brisas a besar las corolas para impregnarse de aromas y esparcirlas en alas del amor sobre la hermosa tierra…!

Acababa yo de instalarme en la Montaña cuando un día fuime a Santander a comprar enseres. Pasando por la calle de Aterazanas fijó mi atención una muchacha, ya casi mujer, que iba delante de mí llevando un borriquillo cuyos cuévanos sostenían varias macetas de plantas floridas y un canastillo con ramitos de rosas. Chocome muchísimo el aspecto de aquel grupo y a la par que caminábamos fui haciendo inventario de lo que tanto llamó mi curiosidad.

Sus zapatos eran anchos, atados al empeine, dejaban ver una media rayada, pulcra; sus sayas eran cortas, muy cortas, de vuelo airoso, recogido por igual alrededor de la cintura; una blusa de la misma tela que la falda se ceñía a su cuerpo , sujeta por un delantal que casi la cubría el vestido; su talle era esbelto, gracioso, ondulante, con esa soltura y morbidez propia de un cuerpo sin corsé, ni rigideces, simplemente sujeto por un corpiño de tela recia; su cuello se erguía, limpio de pelos y rizos, fuerte y sonrosado, sobre unos hombros anchos, firmes, similares de las caderas, acusando desde luego un organismo bien nutrido, sano y vigoroso, bosquejo de una hermosura útil: su peinado era liso; dos bandas de pelo, peinado no encrespado, venían a parar a un rodete de trenzas prietas, semejantes a las que Margarita la de Goethe tejía en torno de su juvenil cabeza. Sayas, blusa, delantal, todo era de tela muy clara, humilde, pero limpísima; dejaba estela a ropa bien lavada; las flores del borriquillo mezclaban su perfume delicioso al que esparcía en torno suyo la limpia muchacha. Su andar era resuelto, gallardo; llevaba una varita en la mano con la cual tocaba al borriquillo, y separaba enérgicamente a los rapaces mal intencionados que la ponían delante: de cuando en cuando echaba mano a los cuévanos, para regularizar la carga, y que no padeciesen las plantas con el desequilibrio; se la veían cuidadosa de su tarea; segura de sí misma, no se distraía en nada; iba a su trabajo, a su ocupación, a su negocio; en su hermosa cabeza de joven fuerte y resuelta, brillaba una voluntad activa, consciente, despreciadora de fórmulas y convencionalismos sociales si acarrean la inercia y el hambre.

Cuanto más miraba a este grupo, que la casualidad puso delante de mí, más crecía mi asombro; el borriquito era un primor de limpieza; sus arreos, su albarda, todo acusaba el orden, el aseo: la actividad de un hogar trabajador e inteligente; las plantas eran azaleas, los ramitos de rosa tenían esa gracia especial del florista artístico… Me devanaba los sesos y no en encontraba modo de clasificar en la masa de nuestras muchachas de pueblo, aquella distinguida y limpia joven de la calle de Aterazanas; llegamos así a la de Becedo; la del borriquillo siguió por la Alameda; yo me dirigí hacia la Vía Cornelio; pero la curiosidad me venció; volví pies atrás, busqué amigos, indagué, pedí informes y al fin supe quién era la joven florista…

¡Que mi respetuoso saludo vaya, desde estas páginas, a la morada del noble médico don Enrique Gutiérrez, que no encontrándose, acaso, con fuerzas para la lucha tenaz y dura que se impone a su profesión, en todos los concejos de la patria, renunció a una carrera dignamente ganada, y ha levantado en la capital de la Montaña un templo a Flora, haciendo que sus hijas la sirvan de sacerdotisas.

 

 

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Jamás se borrará de mi memoria la impresión que me produjo aquella joven que emanaba la distinción de la inteligencia, de la juventud y de la limpieza, y que con sus sayas cortas, con sus zapatos anchos, con su rodete de trenzas, y su borriquillo cargado de flores, iba mostrando el triunfo del trabajo, de la sencillez, del racionalismo… En los jardines de su padre, excepto para los rudos trabajos de fuerza, no hay más ayudantes del floricultor famoso que sus propias hijas (porque son varias las hermanas de aquella joven). Sé de ellas que jamás han querido ceñir sus cuerpos con vestidos de lana, que siempre abominaron del corsé; que las faenas domésticas, incluso el lavado, ellas las desempeñan; y que cuando llega un domingo y sus padres… (¡afortunados padres!) las invitan a salir y esparcirse en diversión honesta, prefieren pasar la tarde junto a la alberca de su posesión lavoteando ropa, o estudiando Floricultura; y sé que sobre esta vida de trabajo y austeridad, aún hacen lugar para ayudar a su padre; y los planteles delicados, el traslado de esquejes, el arreglo de los semilleros, el tejido de coronas, de ramos y guirnaldas, saben darlo por cumplido tan bien como un jardinero de profesión; y sé que no se acuerdan nunca más que para reverenciarlo, como sabio y maestro, de que su padre tiene derecho, por su título, por su ciencia, a un sitio distinguido en las clases sociales; y sé de ellas, por último, que sin vanidades, sin hipocresías, sin supersticiones, sin ninguno de esos fardos que aplastan la personalidad femenina, caminan bravamente por las sendas de la vida siendo ejemplo vivo de lo que puede y alcanza la inteligencia y el trabajo de la mujer, cuando la voluntad, educada y activa, se desprende de los abominables convencionalismos y de las miserables rutinas.

¡Cuántas veces, al volver a encontrarme alguna de estas jóvenes, ante su noble presencia evocó mi memoria aquella hermosa prometida del ingeniero Fromet (en la obra inmortal París de Zola)(1), la cual se yergue sobre la gran ciudad hundida en cieno, como el tipo de modelo de la virgen casta, promesa fecunda de una serie de generaciones que triunfarán en la urbe macabra al engendrar personalidades vigorosas, sanas, equilibradas, capaces de regenerar la raza más dañada por la podredumbre de los vicios y de los errores! ¡En estas jóvenes, hijas de Gutiérrez, si el medio social que las rodea no consigue mellar el puro temple de sus entidades; en estas jóvenes, verdaderas perlas psíquico físicas engarzadas en los vergeles montañeses, se esconde una chispa sagrada del fuego generador capaz de renovar, en las selvas cántabras, la sangre generosa de aquellas mujeres que, trenzado su cabello como diadema sobre la altiva frente; calzada su planta con la abarca de piel de jabalí; ceñida al cuerpo la alba túnica del lino de los valles, pendiente de su cintura la esculpida rueca, empuñaban la maza de roble y corrían, en pos de sus hombres, a defender valientemente la libertad de la tribu, sabiendo morir al píe de sus amados llares, antes que abrir sus brazos a los invasores…!

¡Ellas sintetizan toda una hermosa serie de grandezas pasadas y futuras; sobre sus hombros anchos y robustos llevan la representación de un femenino potente y sano, capaz de encauzar hacia el abismo, de donde nunca debió salir, toda esta inundación de flacideces, de miserias, de degeneraciones podridas y estériles que los desbocados vicios, mal tapados con un seudo pudor funesto y torpe, esparce en los campos sociales corrompiendo las juventudes!

¡No tiene en sus parterres de flores el caballero prudente y sabio, que de tan noble modo se entregó al trabajo, mejor bouquet de preciadas rosas que el formado alrededor de su hogar por sus encantadoras hijas!

Que mi homenaje y mi saludo sean una leve muestra de mi respeto y de mi estimación.

 

 

Nota

(1) Unos años antes escribió una carta pública dirigida a Zola, un texto que ella calificó de «pobre homenaje de respeto y admiración» en el cual apoyaba abiertamente el papel desempeñando por el escritor parisino en relación al llamado «caso Dreyfus», tal y como se explica en el siguiente comentario:

 

Alfred Dreyfus (1885) (Biblioteca Nacional y Universitaria de Estrasburgo) 218. A propósito de Dreyfus
Aunque no sería esta la primera vez que un escrito suyo termina en una carpeta o en un cajón, cabe pensar –y parece lo más probable– que cuando escribió aquellas líneas dirigidas al «señor don Emilio Zola» ya sabía que el destino de esta carta...

 

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)