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Infancia y educación

 

 

Su enfermedad ocular

Rosario va creciendo  entre juegos y paseos por las calles del  centro, el mismísimo centro,  de la capital de las Españas («Nací y me crié en Madrid y en su centro más populoso; alrededor de la Puerta del Sol pasé mi infancia»). Pero cuando la pequeña apenas contaba  cuatro años de edad, la felicidad de sus progenitores se verá bruscamente truncada. Fue por entonces cuando Rosario comenzó a padecer los primeros síntomas de una enfermedad ocular que la habría de someter a grandes padecimientos durante buena parte de su vida. Tras consultar a los mejores especialistas, no hubo más remedio que aceptar con resignación el diagnóstico: conjuntivitis escrofulosa, esto es, una afección de la córnea caracterizada por la aparición de dolorosas vesículas, que por entonces estaba asociaba a procesos tuberculosos. Ya en la madurez, cuando la cirugía había eliminado el problema, la propia paciente nos inocula con sus palabras el dolor del mal durante tanto tiempo padecido y, más aún, el de la terapia con ella practicada:

Desde mis cuatro años empezaron a poblarse mis ojos de úlceras perforantes de la córnea, el cauterio local, los revulsivos, las fuentes cáusticas… todo el arsenal endemoniado de la alopatía sanguinaria y cruel empezó a ejercitarse sobre mis ojos y sobre mi cuerpo; y si las quemaduras con nitrato de plata roían los cristales de mis pupilas, y las cantáridas en la nuca y detrás de las orejas llegaban a veces a descubrir el hueso; era sólo para darme algunas semanas de respiro; un constipado, un granito de arena, un exceso de golosina infantil volvía a entronizar el proceso ulceroso, y mis ojos tornaban a la ceguera; y el quejido del atenazante dolor helaba la risa en mis labios de niña, y mis manos, ávidas de ver, comenzaban de nuevo a tantear objetos y muebles, siendo mi usual conocimiento de las cosas más por el tacto y el presentimiento que por la realidad de la forma y el color.  (Los enfermos, 1902).

 

Aprendiendo lejos de la escuela

La enfermedad ocular de Rosario va a impedir, por tanto,  que su educación estuviera regida por lo preceptuado en la Ley de Instrucción Pública de 1857, conocida como Ley Moyano. Su formación discurrió por otros derroteros y estuvo caracterizada por algunos rasgos distintivos que vamos a comentar seguidamente. Sabemos que una vez superados los aprendizajes de la lectura y la escritura, instrumentos imprescindibles para permitir cierta autonomía en la formación,   su padre se ocupó de que se adentrara en el estudio razonado de la Historia al que, según ella misma cuenta,  dedicaba largo tiempo leyendo y comentando fragmentos de «obras amplísimas y documentadas», con la esperanza de que, poco a poco, aquellas enseñanzas fueran sedimentándose de manera adecuada: «Mi padre me las leía con método y mesura, yo las oía atenta, y en mis largas horas de oscuridad y dolor, las grababa en mi inteligencia.» (Carta a un soldado español...). Aquellas lecciones de historia debieron de estar leídas con la visión progresista y aderezo patriótico que animaba el sentimiento de don Felipe, que por entonces era subteniente de la Milicia Nacional. Junto a la Historia, las Ciencias Naturales ocuparon lugar preeminente en la educación de la jovencita: no en vano contaba con un abuelo que, según sus propias palabras, era un experto naturalista. Junto a otras lecciones de contenido más ortodoxo, se aventuraba a explicarle las teorías evolucionistas de Charles Darwin, lo que constituía una verdadera innovación en cualquier programa de estudios del momento, y rozaba lo revolucionario en el caso que se trata: una delicada y católica jovencita.

 

Abriendo nuevos campos a su vida

Hubo quien llegó a afirmar que «el quedar ciega fue lo que le dio vista, lo que hizo que recobrara la facultad de pensar» , refiriéndose, sin duda, al hecho de que la educación recibida como consecuencia de sus problemas de visión favoreció el desarrollo de aquella mentalidad abierta, inquisitiva y positivista de que hizo gala en su madurez. Lo que parece fuera de toda duda es que su formación trascendió con mucho el papel de ángel del hogar que por entonces la sociedad reservaba a las mujeres. Y ello fue así no tanto por no haber recibido las «enseñanzas  propias de su sexo» que, con toda probabilidad, su madre se encargó   de transmitirle, sino por haber podido desarrollar las capacidades de la observación sistemática, el análisis y la crítica que por entonces los programas educativos vedaban a muchos españoles y a casi la  totalidad de las españolas. No se trata, por tanto, de que Rosario se hubiera quedado al margen de la tendencia, generalizada por entonces, de que las niñas fueran adecuadamente formadas en todo lo necesario para atender como Dios manda el hogar familiar y para que asumieran de buen grado el rol de esposa y madre perfecta; no. En algunos de sus escritos de madurez, y aún de la vejez, ha hecho gala, orgullosa, de sus habilidades domésticas,  que parecen no tener límite, pues lo mismo elabora mantequilla, mermeladas y todo tipo de conservas, que diserta sobre cuál es la mejor manera de fregar las maderas del entarimado o sobre la forma de elaborar unas sardinas rellenas. Parece que la niña contó con una madre que había desarrollado destacadas habilidades en el terreno de las labores domésticas.  Doña Dolores Villanueva era, entre otras cosas y según nos cuenta su hija, una virtuosa de la aguja, capaz de bordar, con aguja y sedas de colores, réplicas de famosas pinturas del momento:

Apasionada, mi madre, por los bordados, y no satisfecha con las filigranas en blanco que se aguja ha trazado durante muchísimos años, en todas las prendas de ropa interior, acometió la empresa de copiar con sedas de colores algunos cuadros de los más notables del arte contemporáneo, y en sillones de roble del siglo XVII bordó, en respaldos y asientos, verdaderas preciosidades, elogiadas por ilustres pintores españoles y extranjeros; esta colección de sillones legada por ella, y con mi voluntad, a un museo de antigüedades, confío en que será un timbre de honor para la mano y la inteligencia que trazó esta obra de arte tan primorosa, testificadora del caudal de paciencia, habilidad y delicadeza femeninas (Pequeñas industrias rurales ⇑ , 1902).

No es, por tanto, la ausencia de aprendizajes femeninos, sino la presencia de otros que no se tenían por propios, lo que caracteriza la educación de la niña de los Acuña y los Villanueva. Y ahí, en la decisión de abrir el ámbito de las enseñanzas que debían configurar la formación de su única hija, es donde cobra una importancia especial la figura paterna.

 

El contacto con la naturaleza

Además de estas enseñanzas, digamos teóricas, impartidas en la ciudad, la niña aprendió muchas otras cosas acerca del funcionamiento de la Naturaleza en la práctica, en el campo, en aquellas ocasiones, frecuentes y numerosas, en que se refugiaba en los salutíferos aires de las serranías andaluzas para intentar paliar los sufrimientos que su enfermedad le ocasionaba. Como ella misma ha dejado escrito, cuando ni los grandes oculistas del momento ni los remedios farmacológicos por ellos recetados conseguían mitigar los dolores, llegaban casi al tiempo las prescripciones de sus abuelos; el uno desde Londres, Viena o cualquier otro lugar en que se encontrare: « ¡Esa niña al campo!»; el otro, desde sus campos jienenses: «¡Venga esa niña al campo!». Y al campo se iba la niña acompañada de su joven padre, «…en el tren andaluz hacia las posesiones de mi abuelo en pos de las valles floridos, en pos de las selváticas cumbres de la sin par Sierra Morena». Allí podía observar detenidamente y con asombro el animado transcurrir  de la vida en las umbrías de Madrona, los llanos de Navalahiguera,  las cumbres del Tamaral o las mesetas de la Solana, pues aquella niña cegata veía curar sus ojos con el solo roce de  los vientos serranos. Cuántas cosas pudo aprender del comportamiento de los animales, de las plantas o de los hombres, con solo mirar con curiosidad y atención de sagaz exploradora, cualidad probablemente heredada de aquel abuelo naturalista, doctor y viajero. Muchos fueron los momentos de su niñez y juventud pasados en las posesiones de su familia paterna: cualquier ocasión era buena para trocar las penalidades oculares madrileñas por el terapéutico disfrute y la provechosa lección que casi siempre proporcionaba la campiña andaluza. Con todo, no fueron esas tierras las únicas que enseñaron a Rosario las lecciones básicas del funcionamiento de la Naturaleza, pues los beneficios terapéuticos de las aguas yodadas del mar llevaron también, en alguna que otra ocasión, a que padre e hija emprendieran viaje hacia las proximidades del Cantábrico. Sabemos de sus estancias en la villa de Gijón donde, quizás por primera vez, sus ojos, calmados por la brisa marina, se posaran extasiados ante la inmensidad del océano.


Los viajes

El gusto por los viajes, como privilegiada forma de conocimiento de los lugares y sus gentes, del funcionamiento del planeta y de los seres que lo habitan, será una constante en su vida que, por lo que conocemos, también se cimentó en estos primeros años de formación. Además de las periódicas visitas a las serranías de Jaén y a otros lugares de España, sabemos que realiza un viaje a París, en compañía de su padre y de su madre, cuando contaba con apenas quince años. Allí, en el observatorio astronómico, tuvo ocasión, como más adelante nos contará, de dirigir un telescopio hacia las proximidades del planeta Venus y observar «sus polos brillantes, y su ecuador ceñido de plateadas nubes» (El ateísmo en las escuelas neutras).  Años después volverá al país vecino y allí permanecerá durante algunos años, en un tiempo en el que en su país se vivían momentos de turbulencias sociales y políticas. Sus padres debieron pensar que, durante aquellos agitados años del Sexenio, era conveniente que la jovencita se alejase del solar patrio hasta que la situación se tranquilizase un tanto; al fin y al cabo, aquel era buen momento para que Rosario, ya en edad de merecer, completase su educación con ese toque de distinción que aportaba el idioma y la cultura del país vecino.

 

Nota. En relación con este tema se recomienda la lectura de los  siguientes comentarios:



Reproducción de la pintura titulada ¿Será difteria? de Marcelino Santamaría Sedano (La Ilustración Española y Americana, 30-6-1894)172. De médicos y enfermedades
Una historia que dio comienzo el primer día del mes de noviembre de 1850, cuando el doctor Pablo León y Luque la ayudaba a nacer en el domicilio familiar, y termina en el momento en que el doctor Alfredo Pico Díaz certifica su defunción a las seis de la tarde de aquel sábado cinco de mayo del año 1923, hace hoy...

 


Cabecera de una revista de educación editada en los años sesenta del siglo XIX
170. Aprendió a aprender
No tiene sentido elucubrar acerca de la formación que nuestra protagonista hubiera alcanzado de haber seguido –con todos los aditamentos habituales en las niñas de su condición– el plan de estudios establecido en la Ley de Instrucción Pública de 1857. No sabemos, ciertamente, cómo hubiera sido su educación de no haber sufrido en su primera niñez los efectos de aquella dolorosa enfermedad ocular. Lo que sí podemos afirmar...

 

 

Dibujo de la torre Eiffel publicado en La Ilustración Española y Americana en 1886161. Découvrez la France
Cuando en los primeros días del mes de diciembre del año 1911 la Guardia Civil se presenta en su casa gijonesa, se encontró con la finca desierta. La prensa dice que, probablemente, salió en dirección a Francia. Ciertamente, había motivos para pensar que su destino bien podría haber sido el territorio francés...

 




 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)

 

 

 


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