imagen de la cabecera

 

 

En las orillas del mar

 

 

A MI MADRE

 

Madre: si esto que escribí

lograse al fin agradar,

el lauro no es para mí,

que es de mi ser el pensar,

y el ser te lo debo a ti.                       

Rosario

Madrid, marzo 1874

 

______________________

 

EN LAS ORILLAS DEL MAR

 

Si quieres aprender a rezar,

ve a las orillas del mar.

(Proverbio castellano)

 

Sobre la mar en calma, comprende el más impío

que lámparas los astros de tu santuario son.

(Álbum de un loco. ZORRILLA)

 

INVOCACIÓN

Pobre es mi voz para cantar tu historia,

piélago extenso, do el Señor se mira;

¡cómo podré decir la inmensa gloria

que tu grandeza colosal respira!

 

Pero mi acento alcanzará victoria,

ecos sonoros logrará mi lira,

si unes tu encanto al pensamiento mío

prestándole belleza y poderío.

 

CANTO I

Brotó la creación de entre la nada,

en los pliegues de un manto de zafiro,

envolviose la tierra enamorada…

¡Era la mar que la siguió en su giro!

 

Piélago inmenso, su confín se ignora;

crestas movibles de rielante plata

ocultan las riquezas que atesora,

bordando en curvas su grandeza innata.

 

Transparente cristal donde se miran

los astros que, prendidos en la esfera,

del espacio infinito en torno giran

con inmutable y eternal carrera;

 

le sirven, como marco, a su grandeza

montes helados de nevada cumbre

y desiertos sin fin, cuya aspereza

abrasa el sol con su dorada lumbre.

 

Los continentes besa cual amante,

y en las blancas rompientes de su espuma

levanta arrullos, que la brisa errante

arrebata al pasar entre la bruma

......................................

......................................

.....................................

 

Cuando el hombre en su ribera

contempla su majestad,

del cielo en la limpia esfera

presiente la eternidad,

santo fin que al alma espera.

 

Y abarca la inteligencia

en los giros de su vuelo

la sublime Omnipotencia,

la inmensidad de otro cielo

y el seno de la conciencia.

 

CANTO II

El hombre ante él inclina la cabeza

y siente de entusiasmo henchida el alma,

bien al mirar su indómita fiereza

o al contemplarle en su tranquila calma.

 

Miradle en ella; suave se desliza

besando en perlas la menuda arena

o la esbelta palmera que se riza

con aura leve, que el espacio llena.

 

En mil festones, cual de nívea pluma

orla la inmoble y solitaria roca,

hermoso cinturón de blanca espuma

que enamorado sus cimientos toca.

 

En los espacios, limpio azul ondea

e impregna con su claro transparente

onda que perezosa se recrea,

jugando con la arena dulcemente.

 

Al retirar sus perlas desprendidas

leves arrullos por do quier levanta,

notas que entre las auras van perdidas

cual los trinos que el ave dulce canta.

 

El horizonte limpio de celaje

su última línea sonrosada viste,

y el lento susurrar del oleaje,

ruboroso y amante se hunde triste.

 

Las lindas aves, cuyo nido mueve

de la corriente el perezoso giro,

su plumaje, tan blanco cual la nieve,

peinan, lanzando juguetón suspiro.

 

De su graciosa y nítida cabeza

leves ostentan sus brillantes galas,

reinas del mar dominan su grandeza

con las ligeras plumas de sus alas.

 

Aparece en la tersa superficie

un habitante del profundo seno,

agita levemente y con molicie

de su cola el arqueado remo;

 

esparce en torno un círculo rizado,

y saltando atrevido en el ambiente,

cual un ramo de conchas nacarado,

hace brotar desparramada fuente.

 

A los rayos del sol brilla un momento

el oro limpio de su hermosa escama,

y al hundirse veloz en su elemento,

deja movida su voluble calma.

 

Prende en sus alas la liviana brisa

rumor confuso de bajel velero,

Y en la playa lo vierte cual sonrisa,

unido a la canción del batelero.

 

Y el pescador, en su ligero barco

apresta redes que llenar confía,

y la vela flotante tiende en arco,

y en las ondas del mar su esquife guía.

 

Hilo de plata y de topacios rojos

En madejas sin fin el sol derrama,

Y turbios quedan de mirar los ojos

Su mano de oro, de zafir y grana.

 

Dulce y grandioso cuadro a nuestra vista

El mar presenta en su terrena calma.

¡Qué ser hay en el mundo que resista

La sublime impresión que inspira el alma!

 

Cómo dejar al corazón sereno

sin emitir la voz que en él levanta

la inmensa majestad de que está lleno,

y que le dice al pensamiento «¡Canta!»

 

¿Qué inteligencia habrá que no conciba

un más allá feliz y venturoso,

y en su grandeza colosal perciba

los umbrales de un mundo más hermoso?

 

Cómo mirarle en calma y en su orilla,

sin decirle al mortal: «¡Ser desgraciado,

»cuál  la luz que en tus sentidos brilla,

»que vives entre luchas desgarrado,

 

»ellas te roban de tu corta vida

la santa paz que disfrutar debieras,

y pasa tu existencia inadvertida

como pasa también la de las fieras!

 

»Y vuela el tiempo, y contemplar no puedes

los mil encantos que tu muerdo encierra,

y encontradas pasiones en sus redes

innobles te sujetan a la tierra.

 

»Y en los goces ficticios que te brindan

caminas sin mirar tanta belleza;

cuida que las pasiones no te rindan»

y humillen, para siempre, tu cabeza!».

 

Esto pensamos del humano orgullo

en las orillas del tranquilo mar,

y en los leves sonidos de su arrullo

los ecos dicen: «¡Aprended a orar!»

 

Y se pierde en el cielo la mirada

rápida atravesando el firmamento,

de sacrosanta fe vuela impregnada

entre las alas del ligero viento.

 

Latiendo vibra el corazón amante

al impulso del amor diviso,

faro deslumbrante de luz brillante

que enseña al hombre su inmortal destino.

 

Y comprendemos en aquel momento

la grande, inmensa majestad de Dios,

que al solo impulso de su breve acento

miles de mundos desparrama en pos.

 

CANTO III

En ruda tormenta el mar admiremos,

no siempre dormido en calma se ve;

el temple del alma tal vez probaremos,

tal vez en sus pliegues prendamos la fe.

 

Un velo tupido de pardos crespones

en líneas flotantes oculta la luz,

doblado se acerca en mil nubarrones

y entolda los cielos con negro capuz.

 

El mar, que presiente los besos del viento

se mece al impulso de ruda presión,

rugiendo amenaza con sordo lamento

y una ola levanta cual raudo turbión.

 

Sobre él una racha veloz se desliza

rodando en las olas con sórdida voz,

las crestas del agua doblándose riza,

y pasa y se pierde marchando veloz.

 

El mar, que la siente, con doble rugido

deshace su furia creciéndola más,

de intensos vaivenes sintiéndose henchido

desborda sus aguas con rudo compás.

 

Revueltos turbiones de formas extrañas

se lanza en rauda, confusa legión,

las crestas movibles de inmensas montañas

destrozan los nidos del cándido alción.

 

Cascadas de espuma sus cumbres desprenden,

atruena el espacio su voz colosal,

y roncos silbidos los ámbitos hienden

con rápido giro y estruendo infernal.

 

Abismos inmensos de hondura insondable

entreabren horribles los senos del mar,

en ellos el viento que cambia variable

doblando las olas, las hace rodar.

 

Los genios del agua, tal vez temerosos

esparcen en ella oscuro color,

y sombras confusas de tintes verdosos

la prestan aspecto que inspira terror.

 

Creciendo en instantes la furia del viento

se torna en inmenso terrible huracán,

se ensaña en las ondas, y al mundo en su asiento

coloso moviera, cual nuevo Titán.

 

Revueltos los mares con fuerza increíble

se lanzan en forma de inmensa espiral,

sacúdele el viento, la encuentra movible,

y en montes de espuma deshace el raudal.

 

¡Ay! pobre del barco que entonces alcanza

pues débil cual caña se empieza a romper;

en antro sin fondo rugiendo lo lanza

y sólo en despojos los llega a volver.

 

Se apiñan las brumas en calma aparente,

furiosas las nubes chocando entre sí,

entreabren su seno bordando el ambiente

con hebras de fuego, de grana y turquí.

 

En mágicas luces y extraños perfiles

se lanzan veloces a hundirse en el mar,

en chispas brillantes deshechas a miles

su tumba movible las hace oscilar.

 

El trueno vibrando con ronco sonido

del cielo en la esfera se siente rodar,

lejano se pierde cual lento quejido

que el aire en sus alas prendiera al pasar.

 

Llenando el espacio de horrible grandeza

su voz desparrama cual ruge el león,

retumba en los ecos, su inmensa fiereza

semeja un terrible, gigante dragón.

 

En vuelo cansadas las aves marinas

exhalan gemidos de triste pesar,

al ver que sus nidos se pierden en simas

y nunca sus hijos les vuelve la mar.

 

Por no abandonarlos tardaron su vuelo

y aliento a su pecho comienza a faltar,

extienden la vista buscando en su anhelo

la roca que asilo les pueda prestar.

 

Inútil mirada: el negro horizonte

ingrato les niega la ansiada quietud,

ni tronco, ni playa, ni barco, ni monte,

ni roca escarpada, ni agreste talud.

 

Dobladas sus alas, turbados sus ojos,

de angustias henchidos se sienten morir,

y al fin sus helados y mustios despojos

del mar en el seno se vienen a hundir.

 

Los monstruos que tienen su reino en los mares

Huyendo se lanzan a su honda región;

allí las cavernas les prestan hogares

do esperan tranquilos que pase el turbión.

 

El cuadro completa algún grito ahogado

que en eco perdido el viento robó.

¡Ay, pobre infelice de aquel que lo ha dado,

ya todo en el mundo para él acabó!

 

 

CANTO IV

Grandioso es de su furia el panorama,

y al alma imprime religioso espanto;

el hombre todo a su poder lo allana;

¿le puede dominar? ¡Nunca, que a tanto

no logrará llegar la fuerza humana!

 

Por eso el corazón estremecido

siente que el miedo y el dolor le aflige,

comprende que a la tierra no ha venido

sino a escuchar la voz de Aquél que rige,

reinando sobre el mar embravecido.

 

Y si del mundo en el revuelto cieno

no está su inteligencia adormecida,

de fe, de amor y de esperanza lleno,

salvando el hombre su terráquea vida,

eleva el alma al Sacrosanto Seno.

 

Y en el celeste origen que presiente,

ve una misión más grande que la humana,

misión que en las revueltas de su mente

al tomar el aspecto del mañana,

le dice: ¡Vivirás eternamente!

 

Tornando a su razón la luz perdida

no encuentra porvenir ni signo adverso,

y sintiendo su raza enaltecida,

llega a mirar pequeño el Universo

y despreciable la mundana vida!

 

Y con la luz de la divina ciencia

penetra en los imperios elevados,

en que frágil su humana inteligencia

mira entre sombras por do quier velados

los fines de la Sabia Omnipotencia

 

Y las grandes verdades que olvidara

su corazón helado, entumecido,

brillan con luz esplendorosa y clara,

y aquello que jamás ha comprendido

ni aún al sentir la muerte lo negara.

 

Y cree mirar también en sombra errante

los héroes que la tumba ya ha guardado,

auroras que brillaron en Levante

entre siglos y razas que han pasado,

cual perdido destello de diamante.

 

Sombras que en sus orillas aparecen

a los recuerdos de pasadas eras,

cuyos nombres del mundo no fenecen

ni se borran jamás de sus riberas;

sombras mil que sus auras suaves mecen

y aún verán las edades verdaderas,

gigantes de valor, héroes de gloria

que viven en el templo de la historia

 

Colón, que abandonando sus hogares,

y grande y valeroso en su martirio,

buscaba amparo en los extraños lares,

y burlaban su ciencia cual delirio:

Colón, que atravesando ignotos mares

para buscar camino al suelo asirio,

sumió a la tierra en estupor profundo

dándole al mundo antiguo un nuevo mundo.

 

Hernán Cortes, que en su entusiasmo ardiente

y ansiando la conquista de un imperio,

supo guiar a su aguerrida gente

dando gloria sin fin al suelo iberio;

el laurel de la fama orló su frente

en la vasta región de otro hemisferio,

y al quemar los bajeles en su orilla

un florón imperial ganó a Castilla.

 

Magallanes, intrépido y osado,

lanzando su bajel por un camino

de escollos y arrecifes erizado,

y si más protección que su destino,

el Pacífico mar miró asombrado;

muestra grandiosa del poder divino,

su inmensa soledad libre quedaba

 

Pizarro, Franklin, Torres, Ros y Gama,

Laperouse, Cook… mil héroes cuya gloria

se proclamó en el templo de la fama,

y en los anales de la humana historia

su eterno resplandor aún se derrama,

y guarda el mundo su inmortal memoria;

soles de ciencia que inmutable brilla

y a los siglos presentes maravillan.

 

Ellos, cumpliendo su grandioso sino,

Fueron abriendo en torno de la tierra

Anchuroso y espléndido camino

A todo cuanto noble y grande encierra;

Y si los altos fines del destino

Quisieron impulsarlos a la guerra,

Por las artes y ciencias, hoy la fama

En ecos inmortales los aclama.

 

Impávidos, serenos y atrevidos

luchando con la sórdida avaricia

de los que, aventureros y bandidos,

no pensaron en más que en la codicia,

sus deseos al fin vieron cumplidos,

y hoy tal vez la celestial milicia

cual mártires los canta allá en la gloria

con el himno triunfal de la victoria.

 

El mar ostenta el lauro recogido

por la patria, del mundo en la ancha esfera;

el león español adormecido

sobre la inmensa faz de su ribera;

y en el nuevo hemisferio aparecido,

el sol, iluminando en su carrera,

por los montes, las selvas y los llanos

los altivos pendones castellanos.

 

Aun brilla Trafalgar, Callao, Lepanto,

glorias pasadas que la tierra admira,

y que tan solo Homero con su canto

lograra preludiarlas con su lira;

lágrimas llora el alma de quebranto

al ver la patria que en su ocaso espira.

¿Dónde fue tu poder? ¡Oh, madre España!

¡El tiempo lo borró con su guadaña!

 

 

CANTO V

Una tumba miramos en su orilla,

¡quién reposará allí! Lánzase el alma

a la región en que inmutable brilla

la triste muerte con su eterna calma.

 

Lejos de su nación, de sus hogares

su sueño duerme el ser que allí reposa;

¡tal vez le llaman los amados lares

y se pierden los ecos en la fosa!

 

Tal vez la solitaria gaviota

en sus plumas, tan blancas cual la nieve,

cadena de suspiros nunca rota

junto a su helada tumba amante lleve.

 

La cruz, que protegiendo sus despojos

tiende su sombra en la menuda arena,

hace brotar de los nublados ojos

lágrima amarga de tristeza llena.

 

Pues se piensa en lo frágil de la vida

y en el eterno campo de la muerte,

y el alma se pregunta conmovida

qué porvenir la aguardará la suerte.

 

Ella en que luce el resplandor divino

iluminando la carrera humana,

no logra penetrar en el camino

do el sueño de la muerte se derrama.

 

Solo la fe la salva en su amargura,

y en ella el corazón debe impregnarse,

y del polvo de aquella sepultura

a las santas regiones elevarse.

 

Y al recordar la celestial promesa

mil edades, salvando el pensamiento,

ver en las playas que la espuma besa

de la santa palabra el cumplimiento.

 

Y del pueblo de Dios los escogidos

ver por el Rojo mar atravesando

sus revueltos turbiones contenidos,

altas murallas a su pie formando.

 

Sobre un esquife humilde proclamada

la luz del Evangelio sacrosanto,

y en las sombras del mundo la alborada

extendiendo los pliegues de su manto.

 

En su primer albor las ondas claras

con sangre de martirio enrojecidas,

riego fecundo que en las santas aras

pobló a los cielos de inmortales vistas.

 

 

CANTO VI

¡Arcano misterioso de grandeza,

tus ondas de esmeralda y blanca espuma

miran del hombre hundirse la nobleza

cual se hunde el sol en tu ligera bruma!

¡Una raza concluye y otra empieza

y el tiempo a todas con su peso abruma!

¡Sólo tú, cual barrera infranqueable,

besas la tierra, eterno e inmutable!

 

Cuantas razas vivieron en tu orilla

tus transparentes ondas enturbiaron

con sangre hermana, que humeando brilla

a través de los siglos que pasaron;

restos de su poder, de su mancilla,

al hundirse en la tumba en pos dejaron,

sembrando en los confines de la tierra

el pernicioso germen de la guerra.

 

¡Tras de rudo luchar, aún no se mira

el porvenir de la grandeza humana,

pues hoy entra la sangre que se aspira,

logra verse el ayer, mas no el mañana!

¡Aún entre sombras la existencia gira

y en lid horrible, fraticida y vana,

cruzan los hombres su anchuroso mundo

huellas dejando de color profundo!

 

Y ¡quien sabe! Tal vez en tu ribera

sucumbirá otra raza que en su ocaso

brilla oscilando con su luz postrera

en cansada vejez y aliento escaso;

y otra raza vendrá con otra era

sobre las ruinas de ésta, abriendo paso;

raza que en su fecunda inteligencia

lleve el germen de la ciencia.

 

Puede que ya sus claros resplandores

empiecen a brillar en el Oriente

sembrando de purísimos colores

las sombras impalpables del ambiente;

ella hundirá el pasado y sus errores

levantando los vuelos de la mente

a esa región de azul que puro ondea

y que el alma le dice que en Dios crea.

 

A otras regiones llevará tu brisa

los ecos de soñadas libertades.

Será del hombre la mejor divisa

la virtud y el horror a las maldades;

la ciencia, ya sin traba y cortapisa,

alumbrará la vida: y las edades

verán los misterios de tus senos

llenos de encantos, de grandeza llenos.

 

El rojo albor y fúlgida hermosura

del sacrosanto sol de la verdad

derramará su luz radiante y pura

alumbrando tu regia soledad.

Surcarán mil bajeles tu llanura,

y el hombre, al contemplar tu majestad,

verá en su porvenir ancho camino

y a su final el resplandor divino.

 

Tú, eterno, mudo y único testigo

realizada verás nuestra esperanza;

del hombre el hombre no será enemigo

y reinará la paz y la templanza.

Hallará la maldad duro castigo,

siendo de la justicia la balanza

igual para el orgullo y la riqueza

que para la humildad y la pobreza.

 

En ti, mientras las razas del presente

duermen el sueño de la muerte helada,

resonarán los ecos dulcemente

de la fraternidad tan deseada;

tus ámbitos verán eternamente

la razón sobre el mundo levantada,

y del hombre en los reinos anchurosos

mil siglos lucirán esplendorosos.

 

Y tu nombre por fin irá ligado

en los anales de la humana historia,

bien se mire al presente o al pasado,

con las artes, las ciencias y la gloria;

tú nunca de ella te verás borrado;

tus auras, cual los signos de victoria,

demostrarán del hombre la nobleza

y del Señor la celestial grandeza

 

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)