A mi querido amigo Pablo León y Luque (1)
Cual nube ligera que cruza el
                        espacio
en pliegues de plata, bordando
                        su azul,
y roba los astros su luz de
                        topacio
con leves festones de diáfano tul.
Así de tu imagen la sombra
                        aparece
y apenas se mira, ligera se fue;
mortal es el hombre y un día
                        fenece,
y siempre cual sombra vagando se ve.
Se acerca muy cerca, cogerla
                        intentamos,
fue vano el intento, que rápida
                        huyó;
ya viene más cerca; tal vez la
                        cojamos,
tendedla los brazos: ya es nuestra voló.
Más lejos se marcha; tras de
                        ella se sigue
y siempre anhelando poderla
                        encontrar,
sentimos que fiero dolor nos
                        persigue
y nunca consuelo podémosla dar.
Y en lenta agonía, en duro
                        tormento
tenaces corremos tras vana
                        ilusión;
sirena encantada atrae con su
                        acento
y ansioso la busca con fe el corazón.
Veloz mariposa de vivos colores
jamás en las redes se deja
                        coger;
nos muestra placeres, riquezas y
                        amores
y siempre delante la vemos correr.
Buscando tu sombra se escapa la
                        vida,
su cielo ilumina tu luz
                        celestial,
mas nunca en el alma te vemos
                        prendida,
¡hermoso fantasma de mundo ideal!
Dichoso el que un día te siente
                        a su lado;
yo siempre de lejos te he visto
                        partir:
tus puros contornos jamás he
                        mirado,
que solo te acercas si pienso en morir.
Y entonces, tu nombre no es
                        sombra del mundo,
es dulce esperanza, celeste
                        visión,
que calma del alma el llanto
                        profundo
y ardiente entusiasmo le da al corazón.
Entonces tu sombra, sombra
                        divina
del cielo desciende, la manda el
                        Señor,
su luz refulgente mi ser ilumina,
con ella contemplo un mundo mejor.
Radiante me enseña ventura sin
                        cuento,
en fúlgida llama enciende mi fe,
y en alas del libre, veloz
                        pensamiento,
eternos vergeles mi espíritu ve.
En ellos las horas se marchan
                        serenas
dejando en su estela encantos y
                        amor;
allí para siempre se acaban las penas,
allí no hay angustias ni acerbo dolor.
Tu trono se asienta en tales
                        regiones,
allí no eres sombra, allí eres
                        verdad;
¡jamás profanaron humanas
                        pasiones
del Dios soberano la regia ciudad!
Nota
(1) Amigo de su padre y, con el tiempo, también suyo, fue el médico que la vio nacer, tal y como se cuenta en el siguiente comentario:
211. El médico que la vio nacer
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)