Ojos que sois en la vida
claros destellos del alma,
que claváis el pensamiento
hasta las regiones santas
al recorrer el azul
de sus purísimas auras;
ojos que en el corazón
encendéis la ardiente llama
de esos reflejos de Dios
que amores los hombres llaman;
vosotros que veis la luz,
entre festones de gualda,
derramando sobre el mundo
torrentes de oro y de nácar;
vosotros que, entre la sombra
de la noche solitaria,
como chispas de zafiro
prendidas en tenue gasa,
veis las estrellas del cielo
con una sola mirada;
vosotros que veis las flores
con sus pétalos de grana,
o sus corolas de nieve
por el rocío cuajadas
inclinarse ante la aurora
sobre la verde enramada
como rubíes y perlas
en búcaro de esmeraldas;
vosotros que veis el mar,
y que veis la nieve helada,
y el relámpago del cielo,
y las nubes nacaradas,
y los átomos de arena,
y los torrentes que braman,
y la mariposa leve,
y la avecilla que canta,
y las perlas en su concha,
y el gusano que se arrastra,
y cuanto guardan los cielos,
y cuanto la tierra guarda,
¡no me dejéis en la sombra!
¡Solo pensarlo me espanta!
¡Antes que dejarme ciega
quédese el cuerpo sin alma!
¡Un rayo de luz tan solo,
un rayo solo me basta,
para sentirme dichosa
hasta que del mundo parta!
¡No me lo neguéis por Dios!
¿No me tenéis como esclava?;
cuando siente el corazón
una lágrima abrasada,
de esas que ruedan callando,
pero que callando matan,
¡no la recoge en sus pliegues
y con fuerza sobrehumana
la va secando el calor
que de su sangre se escapa!;
¿por qué el corazón recoge
tan amarguísima lágrima?
Porque su lumbre no queme
vuestra pupila apagada
¿Por qué cuando el rojo sol
con sus crespones de plata
viene a iluminar mi frente
mis párpados le rechazan?
¡El sol que es centro de vida
y presta calor al alma
!
Porque su fuego radiante
vuestros cristales desgasta.
¿Por qué martirizo al cuerpo
viviendo sacrificada?
¡Para prestaros la fuerza,
esa fuerza que os falta!
Y cuando vienen las horas,
de la eternidad hermanas,
y las siento que se van
y mis manos no trabajan,
¿por qué agoto los tormentos
de tan infinita calma?
¡Porque viváis en reposo
sin molestaros en nada!
¿Por qué la historia del mundo
mi pensamiento no abarca?,
¿por qué no estudio las artes?
¿por qué las ciencias humanas
no tienen en mi cerebro
un templo donde adorarlas?
¡Por no gastaros la vida
que ya tenéis quebrantada!
¡pues si me tenéis dormida
sintiendo despierta el alma,
¿por qué apagaros tan pronto
y entre las sombras heladas
dejar mi pobre existencia
sin luz, sin calor, sin nada?
¿No veis que, si me dejáis,
a un ciego todo le falta,
pues hasta los hombres mismos
su duelo le echan en cara?
Siendo la vida tan corta,
¡tan corta que apenas basta
para conocer la tierra
que ilumina con su llama!
no habiendo vida sin luz,
y siendo la muerte helada
por toda una eternidad,
la que los ojos apaga,
¡déjame vivir aun,
que la muerte se adelanta
en los minutos del tiempo
que para siempre se marchan!
Y en ese día terrible
que, empeñados como el alba
cuando aparece en Oriente
en tormentosa mañana,
débilmente reflejéis
con la postrimera llama
seres queridos llorando
al fijarse en vuestras ansias,
seres que nos dan calor,
cuando la vida nos falta
con el abrasado llanto
que del corazón se arranca
y en nuestro lecho de muerte
a torrentes se derrama;
seres que son en la vida
ángeles de nuestra guarda
y en el momento supremo
de entregar a Dios el alma
tienden sus alas benditas
protegiendo nuestra marcha.
En ese día imponente,
al remontarse a la patria
donde el espíritu libre
tendió hacia el mundo sus alas,
el todo de vuestra vida
habrá de hundirse en la nada.
¡Ojalá que en tal momento
vuestras pupilas sin llama
en derredor no contemplen
esa soledad que espanta,
esa triste soledad
que a muchos, ay, les aguarda!
Mirar de frente a la muerte
y, al sentirla tan helada,
no hallar un eco siquiera
que nos ayude a arrostrarla,
es amarguísima hora
que siempre se mira amarga
en palacio suntuoso
o en una pobre cabaña.
¡Qué son los bienes del mundo
ante los bienes del alma!
Dejadme vivir aun,
ojos, cuya lumbre clara
arrebata el pensamiento
hasta las regiones santas
al fijarse en el azul
de sus purísimas auras;
no me dejéis en la sombra,
¡en la sombra solitaria!
Dejadme adorar a Dios
al ver las obras creadas
por su mano omnipotente
que las sacó de la nada;
dejadme mirar el mundo
hasta que del mundo parta,
y en ese postrer instante,
en esa lucha titánica
en que el cuerpo va a la
tierra
y el ser a los cielos marcha,
dejadme que pueda ver
¡el Sol eterno del alma!
Nota. En relación con esta poesía, con la dolorosa enfermedad ocular que padecía desde muy niña y con su curación, se recomienda la lectura del siguiente comentario:
Para saber más acerca de nuestra protagonista
Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)