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Influencia de la vida del campo en la familia

 

 

Portada de la publicaciónIngenios elevados, naturalezas escogidas, inteligencias privilegiadas, plumas ágiles en las luchas literarias, hombres de corazón y de conciencia han desarrollado, en variadísimas formas, el tema que sirve al presente trabajo: audacia sin igual se descubre en la intención de la pobre mujer, que sin más elementos que un espíritu sutil de observación y una riqueza inmensa de afectos hacia los esplendores de nuestro mundo, pretende argumentar sobre tan vastísimo terreno, llevando al ánimo del lector hacia ese hermoso horizonte que se descubre en lontananza, y en el cual las sociedades del porvenir, cultas, ilustradas y dignas, fundarán las aspiraciones de su felicidad, de su engrandecimiento; hablo de la agricultura. Ímproba es la tarea, muchos serán los esfuerzos que tendré que hacer para realizarla; pero muy grande es también el valor que me anima a emprenderla, y muy arraigados están en mi ser los dulcísimos sentimientos que guarda el alma hacia la naturaleza, que imperiosamente me obligan, no solamente a amarla, sino a inclinar a los hombres a que la amen. Empiezo, pues, y  ¡ojalá que al terminar estas páginas más de un lector vuelva los ojos hacia los hermosos campos de nuestra fértil patria exclamando: «–¡Oh tú, naturaleza, madre del hombre, purísima fuente de todos los placeres humanos, bendita seas! ¡Solo en tu regazo halla el espíritu de la vida el dulce calor de la felicidad!

Así es en efecto; veamos cómo. Todo, hasta los más altísimos conceptos y los hechos más asombrosos por su grandeza o trascendencia, toman su origen en las pequeñas causas; la historia del mundo nos lo demuestra; al repasar en nuestra conciencia los hechos íntimos de la vida, también observamos como motores a esas insignificancias que el hombre poco observador desdeña y de las cuales es la primera víctima: pues bien, reduciendo el campo de nuestras observaciones a la vida de la familia, que es la que motiva el presente artículo, es cuando se ven más claramente los agentes microscópicos (permítaseme la frase) bullendo en torno del hogar, sembrando las rencillas, las impaciencias, el hastío, la pereza, la gula, la vanidad, todos esos demonios familiares que hacen profundos surcos en el corazón de los hombres, y que preparan a los recién nacidos una senda de abrojos y de penalidades; esos agentes, factores del empobrecimiento del espíritu, son: la falta de luz directa del cielo; la falta de aire purificado con el contacto de los vegetales; la falta de horizontes ante el ojo humano formado para abarcar grandes extensiones y no para limitarse a estrechos recintos; la falta de contacto con los seres de la naturaleza; sí, ¿por qué no decirlo?, la falta del trato con los animales, con esos seres que nos señalan enérgicamente con sus facultades innatas los orígenes de la vida, y que en más de una ocasión nos muestran el sendero de la racionalidad; la falta de ese augusto silencio de la naturaleza, en el cual se une el pensamiento, vuelve sobre sí, y la mirada de nuestra alma, profundizando los abismos de la conciencia, señala las faltas, descubre las pasiones, anatematiza los vicios, y nos hace dueños de nosotros mismos con todo el poder del racionalismo, al cual no le turban otros rumores que el lejano canto de la alondra, o el melancólico char… char… de la cenicienta chicharra; y resumiendo, la carencia absoluta de comunicaciones con la naturaleza, estos motivos, al parecer insignificantes, producen esa nostalgia febril del alma, que se traduce en un hastío prematuro de la vida, en una perversión de sentimientos capaz de transformar el hogar más honrado en un caos de dudas, en un abismo de desórdenes que a al vez llevan al seno de las sociedades gérmenes perturbadores de envidias, discordias e hipocresías.

En vano es que los moralistas pretendan la regeneración colectiva, si la de la familia y la del individuo no se realiza; y ésta, forzoso es decirlo, jamás ha de verificarse en los grandes centros, donde se amontonan las pasiones bastardas, las ambiciones mezquinas, los pensamientos innobles; en vano es también que nieguen la influencia de la vida campestre los que ponen como ejemplo la desmoralización y extravío de nuestros pueblos rurales, en ellos no existe la vida del campo; el prurito de aciudanarse, que se descubre en sus habitantes, y el afán de imitar las costumbres de las poblaciones de importancia, alejan de sus recintos todos los encantos de la naturaleza, mejor dicho, los convierten en unos verdaderos infiernos de rencores, chismes y puerilidades, que sujetan a las familias, con unas prescripciones ridículas, a unos hábitos extravagantes y anómalos, cuya influencia no tarda en traducirse en escandalosos enredos o en vanidosas farsas. No es la vida del campo la vida de nuestros pueblos agrícolas; excepto el paso de la yunta arrastrando el tosco yugo; excepto el balido de oveja, el cacareo de ponedora gallina o el pío vivaracho de los cenicientos gorriones, en nuestros pueblos no se descubre otro vestigio de la vida campestre; entre el patán y el señorito media un abismo, y sin embargo, lo mismo pisan los agudos cantos del empedrado las charoladas botas de éste, que las bastas alpargatas de aquél.  ¡Ay! Cuánto se pudiera decir sobre esa tácita separación de clases de los pueblos rurales, más intransigente, más violenta que la de las ciudades, y más perjudicial para los intereses agrícolas del país, puesto que aísla los esfuerzos de los campesinos; y en tanto que una clase, la de los dandys, pasa el día ensayando las comedias para echarlas en el teatro casero, o comentando los trajes y costumbres de los vecinos, la otra, la palurda, se cree fuera de todos los deberes y acreedora a todos los derechos, tan solo porque riega los surcos de la tierra con el sudor de su rostro.

No se pueden conocer en las familias de los pueblos las influencias regeneradoras de la vida campestre; con raras excepciones, estas familias viven como en las grandes poblaciones, con el aditamento de todos los inconvenientes de las vecindades reducidas; una aldea, tal y conforme hoy se encuentra, parece una inmensa casa de Tócame-Roque, con sus enredos, cuentos y chismes; pero sin el colorido vivo y alegre de aquellas escenas llenas de originalidad y gracia.

Si esto decimos de los pueblos, que, al fin y al cabo, tienen las ventajas de sus caserones espaciosos, llenos de sol y de luz, la pureza de sus aires saturados del acre olor del quemado rastrojo, de las aromáticas hierbas del cercano monte, ¿qué se podrá decir de ese aglomeramiento espantoso de seres en nuestras ciudades, donde nada hay que hable al pensamiento de la grandeza de la creación, y donde viven las familias como en profundos avisperos sin luz, sin aire, sin otros aromas que la repugnante mezcolanza de olores que despiden la inmediata carnicería, el cercano puesto de fruta, la vecina taberna, la próxima tahona, el no lejano comercio de ultramarinos? ¿Qué se podrá decir de esos abismos hondos y negros, llamados calles, donde la luz opaca, vergonzosa, llena de ráfagas de sombra, penetra amarillenta al iluminar con esplendores difusos la vida del hombre, que cruza, va y vuelve sin otra noción del tiempo que la que le presta su reloj o los relojes públicos, si más idea de lo infinito que el paso de un cortejo fúnebre empenachado y reluciente, y sin más contacto con el cielo que la contemplación de un jirón azul estrecho, encerrado en marco de tejas y hacia el cual tiene que dirigir la mirada violentando su cabeza hacia atrás en postura incómoda? ¡Él! ¡El ser escogido entre los seres, que puede girar los globos de sus ojos hacia todas partes, sin que su frente cambie de posición, que puede abarcar de una mirada la infinidad de los espacios y la extensión de la tierra, sin que un solo músculo de su  rostro se conmueva!... Nada tiene de extraño que el hombre, viviendo así, se enerve, que sus facultades intelectuales se reduzcan a los límites estrechos donde gira su existencia, y que su corazón, sin el cálido fluido que prestan los rayos del sol, se deje penetrar por el hielo del desengaño, envolviéndose en un sudario de indiferencia y de escepticismo que pervierte su naturaleza y afea y empobrece sus actos.

Sujeta la vida en este círculo estrechísimo, en esos horizontes limitados, tristes sombríos que presentan las ciudades, el hombre busca en una excitación febril el calor que le falta, y el hogar, ese santuario de la virtud, ese decálogo de la moral racionalista, se queda frío, oscuro, yermo, sin las flores de la poesía y de la pureza, sin los perfumes de la castidad, sin las luces de las ciencias y de las artes, sin las aspiraciones hacia la perfección. La familia se cambia en una sociedad anónima de intereses compuestos, y, mientras el padre, con la actividad vertiginosa de multiplicadas obligaciones, va de la bolsa al casino, del casino al ministerio, de allí al sarao, del sarao al círculo, del círculo a su despacho, la madre, poseída de ese mismo entusiasmo hacia las obligaciones imprescindibles, rebusca en las tiendas más elegantes los últimos caprichos de la moda, inventa para sus hijas nuevos modelos de fundas llamadas trajes ingleses, disponen el prendido que imagina llamará la atención, cuchichea con las amigas sobre reputaciones, y cae al fin en el solitario en el lecho rendida de fatiga por sus quehaceres, sin que ni en un solo instante de aquel día se haya levantado su espíritu del fangoso lodazal de las bajas pasiones. En tanto que estos dos seres, constituyentes primordiales de la familia, buscan fuera de ella y en círculos viciosos algo que conmueva su cerebro o su corazón, el niño, respirando la atmósfera viciada de las lóbregas habitaciones, trenzando los flecos de esos cortinajes que entorpecen el paso de la luz, que abrigan los miasmas insalubres de las reducidas viviendas, cuenta impasible las tardas horas, sin que sus labios se plieguen con la graciosa sonrisa de una infancia libre, sin que sus ojos se extasíen en la contemplación de esos encantadores paisajes del campo, donde todo, desde la bandada de palomas que vuelve a sus nidos, hasta el remolino de hojas secas que levanta los cierzos, convida a la paz, a la alegría, al amor al prójimo y a la vida.

Esa familia de ciudadanos con sus grandes deberes,  con sus precisas ocupaciones, con sus juegos arreglados a las condiciones de la habitación, va poco a poco perdiendo toda noción de moralidad, toda idea de belleza, no conservando más que un jirón de acomodaticias creencias que suele, en muchas ocasiones, servir de bandera religiosa bajo la cual se enconan los partidos y se derrama la sangre de los hermanos; estas familias, en fuerza de no tener más horizonte que las duras piedras, se acostumbran a vivir en constante estado de petrificación, y, como si no fueran habitantes de este planeta, hablan de la vida del campo como de la luna, fantaseando sobre ella, ridiculizándola con encarnizamiento y acogiendo con acerbos sarcasmos al que pretende demostrar que fuera de la naturaleza no hay, ni puede haber, existencia cumplida ni completa belleza.

Comparemos ese torbellino vital que conmueve nuestras ciudades, ese indiferentismo cruel y frívolo que se posesiona de la familia ciudadana, ese estado de somnolencia febril del espíritu en el que se encuentran los habitantes de los grandes centros con el reposo interno, con la satisfacción ilimitada, con la perfección cumplidísima que disfruta la familia culta e ilustrada que vive en el campo. Lo primero que experimenta al despertar de su sueño es un bienestar indescifrable, efecto de que el aire y el sol al penetrar a torrentes por las ventanas de su vivienda, llevan mil efluvios de reorganización física, los cuales, obrando rápidamente sobre la sangre y el cerebro, predisponen el pensamiento a todo acto generoso y comunicativo.

He aquí al hombre preparado a conocer la belleza de todo, a realizar la bondad desde el instante en que entra en posesión de su vida activa: su razón se despierta en medio de aquella alegría digno de sus destinos, dueño de sí mismo; el trabajo le llama, le atrae, no como carga enojosa de su vida, sino cual compañero amante de su pasajera existencia sobre la tierra; después, los quehaceres que le esperan son amenos, sencillos, en ellos no se hallan las dobleces de interesados contratos ni de especulativas industrias; todos se hacen a la luz del día; para realizarlos tiene que contar siempre con un poder superior al suyo, al que podrá llamársele Dios o Providencia, y el cual está siempre encima de todos los poderes humanos; esta dependencia, este comercio constante con esas dos fuentes de sabiduría, esta obediencia incondicional a las leyes primordiales e inmutables de la naturaleza, le alejan de los abismos de la soberbia, a la par que lo engrandecen en sus relaciones con los demás seres de la creación, formándole un carácter prudente, mesurado, afable, tranquilo y firme.

Allí están los ganados esperando que la primavera derrame su verdor en los campos; el hombre los reunió, los conduce, pero solo la naturaleza podrá mantenerlos; allí están los pacientes bueyes con su yugo ceñido, prontos a rasgar la tierra con el agudo arado; pero aunque guiados por el hombre y obedientes a su voz, no podrán concluir su tarea si la naturaleza no manda la benéfica lluvia; allí están los ricos frutos del olivo y la viña por el hombre cultivados prontos a darle su tributo, pero tiene que esperar para recogerlos a que los rayos del sol los sazone convenientemente.

Por todas partes por donde dirija la vista, siempre se verá envuelto, dominado por esa cariñosísima madre con la cual tiene que contar siempre y la que tan bien le comprende y tan necesaria le es para no dar entrada en su corazón a ese orgullo sin límites que tan fatalmente lo extravía de sus verdaderos destinos, y a esa vanidad sin fundamento, la cual oscurece las dotes de su privilegiada organización.

Vueltos los ojos hacia su hogar, desde la empinada loma donde presencia los trabajos agrícolas, lo ve como el santuario precioso donde se guardan los dones de la felicidad, y mientras la blanca columna de humo que arroja la chimenea de su vivienda se pierde en trasparentes copos por los infinitos y azules espacios, él piensa en los seres queridos que allí dejó; se imagina a su compañera afanosa preparando la abundante cena, repartiendo con su cariñosa mano el dorado trigo a las atrevidas palomas o a las alborotadas aves del bien poblado corral, recogiendo de la frondosa huerta la fresca verdura o el sazonado fruto, presidiendo con su gran delantal la imprescindible matanza, o acaso picando con sus ágiles dedos, avezados a las faenas del trabajo, el sabroso lomo, la jugosa cebolla o el encarnado pimiento…

« ¡Vamos, vamos, no dormirse!», exclama dirigiéndose a sus gañanes aquél que acaba de ver con el pensamiento las escenas de su vivienda toda llena por los destellos de la virtud, de la paz y del trabajo…

«Andad aprisa», exclama; y acaso él mismo, recogiendo el áspero arado de manos del mozo, rasgue la tierra que más tarde le dará el pan para sus hijos, para aquellos hijos que imagina ver subidos sobre la vaca negra tirándola de las orejas, ínterin la ordeña la vieja cocinera o que supone en lo alto del pajar arrojando puñados de heno al tío Diego, el anciano sirviente que los crió y entretuvo contándoles los lances de la pasada guerra y al cual le han nombrado por unanimidad edecán de sus juegos y editor de sus fechorías…

¡Ah! ¡Qué momentos tan dulces son aquellos en los cuales comprende el hombre la felicidad terrena y cómo los disfrutan los que se alejan de esos centros fastuosos donde todo habla a los sentidos sin penetrar hasta el espíritu, donde nada hay que nos diga: ama, cree, espera!

El hombre, en medio de esa naturaleza próvida de donde saca los elementos de su vida, se encuentra en el pleno ejercicio de sus facultades, en la posesión completa de sus derechos; comprendiendo las necesidades de su familia, amándola por la intimidad que con ella le liga, reasumiendo en las felicidades domésticas todas las aspiraciones de su vida, aprende a conocer las dichas posibles; mirando indiferente las venturas ideales distingue la razón sensata, justa y prudente de las argumentaciones sofísticas, de los análisis presuntuosos, y poseyéndose a sí mismo, seguro de sus juicios fundados, hechos sencillos, lógicos y naturales, sin sentirse ebrio por los vapores del sensualismo ni turbado por las caricias de una metempsicosis fantasmagórica, domina los sucesos de la vida, marcha seguro por las sendas del sentido común, y engrandecido a sus propios ojos, sin tener que avergonzarse de actos ilícitos o impremeditados, termina su afanoso día oyendo una voz interior, poderosa, nacida de su razón y de sus sentimientos, repetida suavemente por su conciencia, que le dice: «Has cumplido como bueno, eres digno de un reposo absoluto.»

Los hijos de estos hogares campestres llevan en su constitución física y moral rasgos inequívocos de belleza y de bondad; podrán en las vicisitudes de la vida sucumbir al impulso de las pasiones, ¡quién no sucumbe alguna vez!, pero siempre guardan en su corazón el sacro fuego de aquellos años infantiles en que corrieron detrás del asustadizo corderillo, en los cuales hacían grandes ramos de flores silvestres para el gabinete de su madre, y en los que, persiguiendo mariposas o cogiendo nidos, se bañaban en los rayos del sol desde que este astro surgía de su palacio de oriente, hasta que sus últimos reflejos se perdían en los celajes del ocaso.

Predispuestos a todos los movimientos generosos, estos niños, nacidos en el campo, prestan poco atención a esas puerilidades vanidosas que convierten a los niños ciudadanos en pequeños entes de coquetería y presunción; alegres, vivarachos, robustos, sin malicias refinadas ni intenciones aviesas, el ejercicio de su cuerpo se completa con el de su alma acariciada por las brisas de las praderas y el viento de los montes, por las armonías del canto del ruiseñor y el grito enérgico del vigilante gallo, por el mugido dulce de la ternerilla y el zumbar constante del insecto; viviendo entre estos seres, conociendo su vida, entendiendo su lenguaje, el niño se hace compasivo hacia los inferiores, cariñoso para los desgraciados; más tarde, cuando el mundo le atraiga con sus luchas ambiciosas e interesadas; cuando la juventud le arrastre fuera de aquellas apacibles campiñas o de aquellas fragosas sierras donde se deslizó su infancia; cuando el bautismo de la civilización caiga sobre su frente y la sociedad le reclame para que deje en ella el fruto de su inteligencia o el rendimiento de sus trabajos; cuando los hombres le reciban en la palestra de las ciencias o de las artes y él se apresure, llevado por el fuego de sus juveniles años, a formar en las huestes de los sabios, de los genios o de los mártires, le servirá de égida en medio de sus luchas el recuerdo de aquella vida pasada, la memoria de aquellas apacibles veladas en las que recios troncos de leña chisporroteaban en la monumental chimenea, mientras su madre arrullaba con dulce canto el sueño de su hermano menor y su padre repasaba las cuentas a los aperadores o mayordomos; mientras el fiel perro con sus patas extendidas y el hocico entre ellas le miraba fijamente con sus ojazos, esperando acaso sufrir otra nueva herejía de su joven señor y el gato rubio se relamía sus ásperos bigotes mientras las esquilas de las ovejas repiqueteaban en el corral, y allá en el último rincón de los desvanes la medrosa lechuza entonaba su quejumbrosa canturria. No haya miedo que este ser caiga en esos abismos insondables de abyección en que tan fácilmente se derrumban los organismos débiles, las naturalezas faltas de calor, los seres cuya infancia se desarrolla en una atmósfera viciada, física y moralmente hablando, en una localidad en donde con la carencia de luz y aire concurren la falta de sentimientos nobles y generosos y del sentido práctico de la vida junto con la abundancia de pasiones mezquinas, de caracteres meticulosos, intransigentes y apocados, y el acumulamiento de envidias ruines, de vanidades frívolas, de ambiciones desmedidas y de presunciones injustificadas.

No haya miedo que el hijo de los campos se entregue a las corrientes devastadoras de desmoralización, cuyo término suele ser el crimen o una prostitución infamante; siempre hallará en el fondo de su pensamiento la tabla salvadora que le ha de llevar a puerto seguro, y si alguna vez su ignorancia o la sinceridad de su conciencia lo envuelven haciéndole caer en las redes que la maldad extenderá astutamente a su paso, pronto recobrará el dominio de sí mismo, y ante los impulsos generosos que guarda su corazón, desaparecerán los obstáculos de su camino, y el triunfo de lo justo y de lo bello coronará los esfuerzos de aquel hijo de la naturaleza, que al fin volverá los ojos a donde se meció su cuna y llevándose al rincón de su antiguo hogar una compañera sencilla, casta y cariñosa, hará reverdecer en los causados años de su ancianidad los recuerdos deliciosísimos de su niñez, poblando de nuevo la morada de sus mayores con las alegrías íntimas de una familia unida y amante, y tornando a los campos que recorrió de rapaz para olvidar, como si hubiera sido sueño pesado y sombrío, aquella etapa efímera de su existencia en que, pensando conquistar todas las grandezas, probó la hiel de todos los desengaños y, en la cual cambió por el falso oropel de una vida febril, liviana e inútil, la calma augusta de una conciencia tranquila, los hermosísimos días de un existir apacible y venturoso, la satisfacción íntima que causan los deberes cumplidos, el bienestar fecundo de la vida del campo.

Buscando en los seres amados el reflejo de su felicidad, la mujer, esa criatura tan fácil de conducir por los senderos del bien, cuando se cuida de adornarlos con las flores del sentimiento y de la poesía, respira en la atmósfera de un hogar puro y honrado, regenerándose por sí misma al contacto de las grandes bellezas que la rodean; enérgica y bondadosa, pacífica y trabajadora, sin buscar en falsos ideales una felicidad que tiene tan cerca, sin abandonar el cuidado de su persona, que tan necesario le es en medio de la naturaleza siempre bella, siempre florida, siempre perfumada, sin dejar de ser mujer, adquiere el título de sacerdotisa del hogar, manteniendo en él el fuego sagrado del amor, estando en su recinto mejor que en ninguna otra parte, poseyendo sus secretos, previniendo sus necesidades y rodeándole de ese ambiente limpio, casto, purísimo, que es la desesperación de los réprobos y de los pródigos y en medio del cual se encuentra siempre a Dios bajo la forma de la virtud.

Muchos lo han probado; si no lo hubieran hecho, bastaría fijarse en las poquísimas familias que hacen vida campestre por lo menos una parte del año para demostrar las influencias que acarrea esa manera de vivir en el seno de las familias; unas son inmediatas, otras se hacen sentir más tarde en medio de las sociedades, y siempre producen beneficios incalculables en el espíritu humano que por medio de la naturaleza se comunica con la divinidad, enalteciendo sus destinos, previniendo con sana razón los fines para que fue creado y haciendo que el pensamiento vuele a otros espacio más extensos que los de la tierra; en los cuales concibe la eternidad y otras misiones infinitas.

Vano fuera el decir que debieran arrasarse las ciudades para que, regenerado el individuo con la vida agrícola, se preparase la regeneración social, que tan necesaria se está haciendo en la familia humana: sobre ser imposible, hoy por hoy, la supresión de los grandes centros, como los ánimos no están dispuestos a tan radicales modificaciones, quien dijese tal cosa pasaría por loco, y a la verdad, ni aun con visos de injusticia quiero que así se me nombre; pero si bien es imposible en la actualidad tan enérgica transformación, se debe inclinar a los habitantes de las ciudades hacia la vida campestre, donde por lo menos deberían pasar dos meses al año, siendo las casas de campo una especie de lazaretos del alma, donde se purificase el espíritu de ruindades, pequeñeces y miserias de la vida mercantil, industrial, bursátil u oficinesca, y donde la familia, con la mujer a la cabeza, comparase las alegrías vertiginosas de las calles, plazas, salones y coliseos con las tranquilas felicidades de la vendimia, de la sementera, de la recolección o del pastoreo.

Nada de pueblos, nada de aldea; la casa de campo, sola, aislada; en torno a las tierras de laboreo, los olivares y las viñas; en el interior el huerto, los corrales, el tinado; mucha luz, mucho sol por todas partes; palomar cuyas huéspedas [sic] alegren la vista y contribuyan a una alimentación sana y sustanciosa; el corral bien poblado de aves; luego en el interior, nada de adornos, nada de cortinajes ni de muebles que afeminen la vida o la inclinen a la molicie; mucha limpieza, una bien provista despensa y una cocina hábilmente dispuesta para el huésped que pida hospitalidad o para la celebración de las grandes fiestas de la familia.

Un trato constante con los inferiores y, a ser posible, una enseñanza dominical dada por la dueña de la casa a todos los hijos de los dependientes o jornaleros de la misma, una tolerancia justa y prudente con la servidumbre, procurando que toda ella vea en los dueños el ejemplo vivo del trabajo, de la honradez y de la sinceridad; un aislamiento completo de vecinos, que suelen ser elementos de discordia con sus cuentos y chismes; una biblioteca completa de libros útiles, científica y, literariamente hablando, sin faltar en ella las publicaciones periodísticas de más nombre, que sirvan como un recuerdo constante de lo mucho que se gana con no vivir en las capitales o pueblos; una economía minuciosa en todos los gastos, así en los de la familia como en los de la labranza… Mucho, muchísimo más había que decir sobre el particular, pero temo hacer enojoso mi trabajo.

¿Qué hace falta para realizar todo lo expuesto? A otros les toca decirlo; por mí solamente diré que si la seguridad de nuestros campos fuese un hecho, que las contribuciones sobre propiedades rurales se rebajasen, que si se protegiera a las empresas de canalización y se extendiera una red de cómodas carreteras, pocos, muy pocos habitantes de las ciudades dejarían de tener fincas campestres, y empezando primero por una pequeña casa de recreo y terminando después por una modesta labor, rara sería la familia que no poseyera una rincón de tierra donde recuperar las fuerzas perdidas en la lucha de intereses e ideas, y donde retirarse allá en los últimos límites de la vejez a donde únicamente el hombre puede hallar la paz del alma y la salud del cuerpo.

¿He cumplido mi cometido?... No lo sé; entusiasta, religiosísima admiradora de la creación, amante de este cielo que siempre está atrayendo la mirada del hombre llena de afectuoso cariño hacia todos los seres que pueblan nuestro mundo, los cuales contribuyen con su vida, sus productos y sus trabajos a alimentarnos o vestirnos, creo profundamente que los hombres no adolecerían de tantos defectos y marcharían mas aprisa hacia su perfeccionamiento completo si no se separasen tan rotundamente de la naturaleza, si no se empeñasen en vivir tan en absoluto alejados de ella… De ella, a la cual he amado desde la niñez, en medio de la que vivo y viviré siempre que me sea posible y cuya contemplación me hace exclamar postrándome de hinojos: «¡Oh, Ser Supremo, cuyo nombre no debe pronunciarlo ningún mortal sin que todas las fibras de su alma vibren al impulso de un profundísimo amor! ¡Ser que te revelas constantemente ante los ojos de los hombres en todo aquello que miran y ante cuya grandeza se anonada el pensamiento y tiembla la conciencia! ¡Ser indefinible e indefinido, a pesar de los esfuerzos de todas las humanidades! ¡Salve a Tu Majestad que me rodea en medio de las praderas, sobre las montañas, a orillas de los mares, oyendo el cántico de la Naturaleza, que es tu santuario, y entre la que te puede encontrar únicamente el sabio, el poeta, o el creyente…!

 

 

Nota

(1) En la Biblioteca Nacional está disponible una copia digital de esta obra, a la cual se puede acceder pulsando en el enlace (aquí  ⇑). 

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)