Es
llegado el momento. Sobre los horizontes de nuestra patria se
alza fatídicamente el espectro del cólera. Fuera dudas ni
subterfugios: hay que mirarlo cara a cara, tal como se
apareció en los años 1865 y 66, con su palideces de cera y
sus ojos vidriosos; con los espasmos de dolor contrayendo los
músculos y el ansia de un aire que se escapa de los pulmones
empujado por el frío de la muerte; y hay que verlo llegar
silencioso, cruel, traidor, artero a cortar en la flor de la
vida las aspiraciones de la doncella, los entusiasmos del
varón, los delirios de la madre, las glorias del sabio
todas las felicidades de la existencia; y hay que verle
entre
las vacilaciones de la ciencia, burlándose del análisis y
de la experimentación, como antes se burlaba de las teorías
y del empirismo; hay que verle como el más formidable de los
enemigos de la racionalidad del hombre, hundiendo en las
simas hediondas de la corrupción, lo mismo las delicadas
formas de la perfumada y distinguida dama, que los
encallecidos miembros de la tosca campesina; lo mismo la
altiva y despejada frente del tribuno o del artista, que las
embastecidas manos del bracero o del paria; deslizándose de
hogar en hogar, mofándose de toda lógica y de todo criterio,
dejando en unos sitios al anciano inerme, y llevándose a la
enérgica virilidad; huyendo en otros con los progenitores y
dejando indefensa a la tierna infancia; salvando todas las
distancias, desgarrando todos los corazones; realizando todas
las anomalías y soltando un rastro de luto y de lágrimas
sobre las ciudades, los pueblos y los campos. Y así hay que
verlo, cerniéndose impasible sobre las cúpulas de toda
iglesia, sobre los artesones de todo palacio, sobre los
techos de toda academia, de todo asilo, de toda morada, de
toda choza, de todo albergue donde palpite la vida del
hombre. Y enfrente de él, ante cuyo poder no hay muro
inexpugnable ni defensa posible, hay que alzarse con la
única armadura capaz de embotar sus golpes de fiera, con el amor
a nuestros semejantes. Fuera todo egoísmo, fuera todo
pavor, domínese el repugnante espanto, cuyo origen, siempre
que se ahonda en la conciencia humana, reconoce por causa la
falta de fe, la falta de inteligencia, sinónimos ambos de lo
que se denomina alma; fuera toda zozobra sobre nosotros
mismos. Ciegos nuestros sentidos para percibir la Verdad
absoluta, en las relativas que están a nuestro alcance, no
podemos fundamentar nada estable, nada sólido, ni seguro, y
al primer soplo que nos manda la muerte se bambolea nuestra
conciencia, la mayoría de las veces ebria por los vapores de
la soberbia y de la sensualidad: he aquí el pavor: he aquí
el espanto, haciéndole converger hacia el espléndido astro
de la Verdad que ilumina los cielos del Amor suspendido en la
eternidad; calentemos el frío de nuestros egoísmos en los
rayos ardientes de su núcleo de fuego, y en la abnegación
de nosotros mismos hallaremos las sublimes serenidades del
mártir, del filósofo y del héroe; alejemos el pensamiento
de todo peligro ajeno
¡Mujeres, ha llegado la hora en
que el lema trazado en vuestras entrañas por la Naturaleza
se ostente de esplendor sobre vuestras frentes: Vivir para
los demás
Allí, en vuestros hogares acecha el
enemigo. Condensar vuestras gracias; elevar vuestros ideales;
multiplicar vuestra actividad; si vuestro hogar está
desierto, acudid a los ajenos: la infancia os necesita; el
pobre os espera; y en la serenidad de vuestros ojos hallará
el moribundo la esperanza en la inmortalidad; en los ecos de
nuestras cariñosas frases recogerá energías el espíritu
combatido por las postreras angustias del dolor, y las
fortalezas del alma, las vitalidades permanentes de la
conciencia, al encontrarse anegadas por vuestra infinita
ternura, recobrarán su poder en los senos cerebrales
quitando el cobarde terror al enfermo y al agonizante.
¡Mujeres! recuperad siquiera por breves días vuestra
misión, volved sobre nuestros pasos encaminados en
extraviada senda: no son la afectación, el endiosamiento, la
vanidad, las puerilidades, la envidia y la holganza los altos
fines de nuestros seres: en nuestros senos está el arca
santa de los gérmenes de la vida; con vuestra sangre ha de
latir el corazón de vuestros hijos; con vuestra inteligencia
se ha de nutrir su cerebro; con vuestras sensibilidades han
de crearse sus sentimientos; con vuestras energías se
desarrollarán sus fuerzas; y esta vida, toda dispuesta para
dar la vida; este continuo derroche de amor que palpita en
nosotras como único privilegio que ciñe nuestra frente de
diadema inmortal, no le otorgó la Naturaleza para que se
hunda perdido en la cenagosa corriente de los vicios. Vivamos
para los demás, hoy que la muerte, ciñéndose los atavíos
del cólera, despierta en nuestras almas los dormidos ecos
del más allá, y nos hace recuperar el dominio de
nosotros mismos. Huid de toda iglesia, de toda oración
dogmática, de toda pequeñez insuficiente; la aceptación
verdadera del dolor y de la muerte sin dudas, sin terrores,
desconsuelos, es la más grande y sublime ofrenda a la
Divinidad y el más supremo y altísimo rito para comulgar
con la religión de la Naturaleza, dentro de la cual tenéis
asignado el sitio de más riesgo, de mayor esplendor y de
superior altura: ¡el sitio de madre! Ampliad ese vuestro
destino y sed madres de los enfermos, de los pobres, de los
acongojados, para cumplir en conciencia las leyes supremas,
cerrando los ojos a la luz de la tierra con la sonrisa de la
felicidad en los labios y la esperanza de lo inmortal en
vuestro pensamiento!
Las Dominicales del Libre Pensamiento, Madrid, 5-7-1885