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El sepulcro de Víctor Hugo

 

La Francia ha querido que el gran genio del siglo XIX tenga su sepulcro bajo las arcadas de un edificio monumental y acaso el afán de hacer grandiosa la sepultura consiga primero hacerla insegura y después empequeñecerla. Inútil es trazar la historia de ese panteón conocido como Santa Genoveva, todo el mundo lo sabe.

El decreto de la Asamblea secularizando sus espaciosas naves, la transforma en recinto neutral para los restos de los grandes hombres. El hecho es claro; el derecho, discutible para el catolicismo, es incuestionable para la soberanía del pueblo. De esto no hay que hablar, pero a pesar de todo, el panteón no es el mausoleo digno de Víctor Hugo.

El porvenir de la Francia es nebuloso. El periodo de las convulsiones sociales por que está atravesando el último tercio de nuestro siglo en la gastada Europa tiene, como las erupciones de los grandes volcanes, momentos de relativo reposo: el que hoy brille en Francia el astro de la libertad no evitará que mañana las nieblas de la reacción enturbien su cielo y los restos de Víctor Hugo, la tumba de Víctor Hugo, debería alzarse sobre tan indestructibles cimientos que ninguna conmoción pudiera derribarla esparciendo el polvo de sus huesos. Hoy o mañana, ese cadáver venerable, donde las oleadas de la inspiración trazaron surcos tan imborrables como aquellos que dejaban las ardientes lavas de las edades prehistóricas sobre los continentes del planeta, ese cadáver que se prestaba sumiso con el fluido de la vida a todos los vigores del alma, traduciendo con rasgos de altiva grandeza y severa bondad la excelsitud de un espíritu privilegiado, yacerá en su lecho de piedra, bajo unas cúpulas arrancadas de entre las uñas de los enemigos de Víctor Hugo.

Fragmento del artículo publicado en La Universidad

¡Ay de ese sepulcro el día en que el cansancio rinda las fuerzas de la República y, ahogada en los brazos de la anarquía, venga a caer, con el sopor del agotamiento, bajo las plantas de los reaccionarios. El ave negra, emblemática del clericalismo y la teocracia, desgarrará con su pico de buitre y sus garras de chacal el seno de la tierra, y esos despojos venerados, no defendidos por el peso del tiempo, único que suele atenuar las venganzas de la envidia, serán escarnecidos bajo el pretexto de que por ellos se atentó a la divinidad heredera del contrahecho dios de la Biblia en uno de sus más fastuosos y preciados templos. La tumba de Víctor Hugo en el Panteón es inseguro recinto para sus huesos.

¿No se ha proyectado hacer en París una gigantesca torre de hierro que, abarcando con sus arcadas las cúpulas de Nuestra Señora, dominase la inmensa ciudad; levantando en lo inconmensurable del espacio un faro eléctrico que sirviera de sol en las noches del gran pueblo? ¿No hay enfrente del puente de Jena un campo llamado de Marte, donde los soldados de la República se ejercitan en las antihumanas artes de la guerra y en donde se levantan los palenques de las civilizaciones? ¿El Arco del Triunfo no presenta un crucero de soberbia magnitud, protegido por los ecos de las glorias de Francia, que se repercuten de generación en generación traducidos en caracteres de piedra?

Allá en lo más alto de esa torre, dominadora de un pueblo de millones de almas, erguida sobre las cresterías donde rodó el arcediano y sobre las campanas que enamoraban a Quasimodo, ¿no tendría asiento digno la tumba de Víctor Hugo? ¿Qué conmoción sería bastante a deshacerla? Elevada por la voluntad nacional, no había derribado a ningún ídolo y, por lo tanto, no se había enemistado con ningún idólatra. Y en la cúspide de ese monumento ciclópeo de la raza latina, ¿no luciría con más vivo esplendor que el rayo eléctrico el soberano y fúlgido pensamiento de Víctor Hugo? Cuando la ciudad, sumida en  los crepúsculos, volviese la mirada hacia aquel mausoleo de hierro y oro, como el corazón del poeta, y lo viese oscilar en cascadas de luz, herido por los destellos del naciente o poniente sol, ¿no se elevaría una plegaria conmovedora en memoria del maestro, imaginando recibir entre aquellas estelas de fuego la bendición sublime del genio que emancipó la conciencia del hombre?

Y en ese extenso Campo de Marte, emporio de todas las grandezas en determinados periodos, ¿no podría asentarse sobre pórfido y jaspe la urna que guardase esos restos, sirviendo el monumento de protesta viva ante las almas pensadoras, sobre el horrible empeño de aclimatar en la Tierra las matanzas de los hombres? Y en las horas de plácido sosiego, cuando las artes y las ciencias se ciñesen sus diademas de triunfo, ¿no serviría el sepulcro del insigne racionalista como emblema sacrosanto de la racionalidad humana? ¡Cómo se agruparían en torno suyo los hijos de las Galias, sin que los rencores de secta y de partido turbasen la inalterable paz de su eterno sueño!

Y allí, en el corazón de la Francia, en el corazón de París, bajo los mármoles que conmemoran, si bien glorias sangrientas, epopeyas sublimes, bajo el Arco de la Estrella, con todos los laureles de su amada patria por dosel de su sarcófago, con los horizontes ceñidos por ese París que se dilata y se extiende como cordillera de granito, formando avenidas de leguas y plazas de kilómetros, cercado del torbellino de la vida, un día deslumbrante, enloquecedora, ebria, lujosa, arrogante, escéptica o apasionada, otro día doliente, mísera, empequeñecida, fanática, degradada, mortecina o insensible, rodeado de todas las risas, de todos los llantos, de todos los triunfos, de todas las derrotas, ¿no se erguiría, como inconmovible roca en medio del océano, el sepulcro del inmortal filósofo?

Las grandes catástrofes, los grandes movimientos de esta masa social que se bambolea en los estrechos moldes del paganismo, mal compuestos por las predicaciones evangélicas, no osarían atentar al reposo del que rechazó las oraciones de todas las iglesias pidiendo las de todas las almas, y a través de los acontecimientos extemporáneos y convulsivos por que atravesará la Europa en su ascensión hacia el progreso, la tumba de Víctor Hugo, dominando a París sobre cimientos de hierro, alzándose aislada en el Campo de Marte o cobijándose bajo el Arco de Triunfo, sería siempre el sol espléndido de la libertad, iluminando el mundo de la conciencia, la aurora inextinguible de la razón, disipando la noche de la idolatría.

¡El Panteón es pequeño para Víctor Hugo! ¡Dónde él repose, ni antes ni después puede alzarse ningún Dios!

 

 

      

 


 

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¿Quién fue Rosario de Acuña?.

 

 

 

 

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