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Los pájaros

 

Alas, alas...

(El pájaro)

MICHELET

 

A la memoria de Michelet

 

¡Sabio ilustre; inspiradísimo poeta; hijo amante de Dios, que te recreabas en medio de la naturaleza como su más ferviente sacerdote: a tu memoria dedico estos sencillos pensamientos! ¡Ojalá que tu religiosa alma pueda percibir en la eternidad el amante anhelo con que la saludo desde la sublime y augusta soledad de los campos!

 

En los alrededores de un pueblecito cercano a la corte hay una humilde casa rodeada de frondosa arboleda; muy blanca, muy aislada de toda vecindad, una alta cerca de piedra la rodea cerrándola a indiscretas miradas; sencilla y pequeña, ufana con no ser choza, y avergonzada de que la llamen casa, es la imagen del rincón escondido a las impetuosas pasiones de la humanidad, observatorio desde el cual puede contemplarse la inmensidad del cielo, la belleza de la creación.

¡Qué exceso de galante condescendencia, qué error tan grande cometió el que ha creído que halagaba a sus dueños ausentes pintándola como un dechado de elegancia, de lujo, de buen tono, teniendo que hacerlo para aumentar poética y delicadamente su realidad sencilla y modesta. En gracia a la intención puede disculparse lo exagerado de su amabilidad.[1]


Fragmento del texto publicado en La Luz del Porvenir

El recinto de esta casita, paraíso ignorado aun de las argucias de Satanás, donde se esconde una felicidad tan triste como un otoño sin sol ni flores, está lleno de ese ambiente que presta la limpieza y el orden; sus paredes son blancas; en ellas se refleja la luz a torrentes, bañándolo todo, penetrándolo todo con sus poderosos rayos y como haciéndolo rebosar en aureolas brillantes: por todas partes luz, mucha luz; por todas partes el cielo con su azul transparente henchido de promesas, sus espléndidos astros irradiando esperanzas, o sus tempestuosas nubes mostrando la imagen de las turbulencias de la pasión… Parece un nido de juncos blancos tejido en la llanura inmensa de un desierto: en ella se encierra para los huéspedes lo necesario, para sus dueños lo estrictamente preciso, y esto ¡es tan poco!... ¡Lujo! ¡Elegancia!... ¡Pobre albergue mío; jamás creíste ver profanada tu silenciosa y humilde soledad! Tus muebles todos ofreciendo el reposo, pero no a molicie, ¡qué poco hablan de buen tono, de suntuosidades ni de pretensiones!, y en cambio, ¡qué elocuentes son para demostrar la paz, el olvido, el silencio, la calma de la vida con todos sus presentimientos de la eternidad esperada! Todo cuanto en ella se encierra está de tal manera ordenado, que señala bien claramente lo transitorio de la existencia humana; apeadero del espíritu es la tierra; el hogar de los hombres debe ofrecerse como retiro tranquilo donde la vida repose de su fatigosa peregrinación, y no como una fastuosa cámara donde los sentidos nos deleiten, se embriaguen, se entorpezcan y se prostituyan…

¡Casita blanca, donde mi existencia se reconcentra en Dios, no seas nunca almacén de fútiles vanidades, ni depósito de soberbias impías; conserva pura y limpia la atmósfera que te rodea; lleguen siempre a tus últimos rincones los destellos espléndidos del sol, y como asilo santo del alma, como refugio inexpugnable de la conciencia, defiende nuestro existir de los ataques de la impiedad, hipócritamente vestida con el disfraz de la religión; que no te manche nunca ni la lujuria ni la pereza, salvándonos cual tabernáculo sagrado de los cierzos contagiosos en que se revuelve impotente la sociedad!... ¡Que al pasar sobre tu pobre techo el espíritu del mal no arroje en tu recinto la semilla funesta de las vergonzosas pasiones!...

Hasta el presente sus encantos son las purísimas brisas de los cielos, el diamantino rielar de los astros, las ráfagas purpúreas de la aurora, los efluvios regeneradores del árbol y la planta, el cariñoso murmullo del agua al saltar en rápida corriente sobre el reguero de la profunda alberca; los claros rayos del astro de la luz quebrándose en iris fulgurante sobre los verdes nogales y las perfumadas acacias; y el canto alegre, el piar bullicioso, la algazara continua de los pájaros… ¡Los pájaros!... He aquí las riquísimas joyas de esta casita blanca; los árboles que la rodean apenas bastan a sostener los nidos de estos privilegiados de la naturaleza; en las más frondosas ramas se ven bullir con inquietud constante, y las verdes hojas, húmedas de rocío, sacuden su diamantino ropaje al lucir de la aurora, agitadas por el aletear revoltoso de sus múltiples huéspedes…

¡Daros muerte! ¿Quién lo intenta en el seguro de mi morada, si sois en ella el reflejo viviente de la purísima alegría del cielo! Cuando el fulgurar de la luz pinta en ondas de nácar los límites de oriente, entoldando el cenit con ráfagas de púrpura y amontonando los azules celajes de la noche sobre el indeterminado ocaso, oigo a través del sueño el rumor de gotas de agua cayendo sobre láminas de oro; mis ojos aun cerrados no pueden darse razón del existir, y ya percibo, gracias a vuestro tímidos y breve piar, las oleadas de la vida al despertar del mundo; en vaga somnolencia, sin darme cuenta de que ya el nuevo día anuncia a las indomables pasiones del corazón un periodo de lucha, de incertidumbre y de cansancio, siento el primer suspiro que la naturaleza manda a los cielos, y cuando se abren mis ojos a la luz y mi inteligencia al pensamiento, ya levantó mi alma su himno de gracias al Creador, herida suavemente en sus misteriosas delicadezas por los dulces gorjeos con que saludáis la venida del sol. Por vosotros y con vosotros alejo de mi frente la sombra del sueño; y cuando ya la luz irradia a torrentes en la atmósfera terrenal, bebiendo con mis ojos sus olas de fuego y aspirando con fuerza la brisa penetrante del amanecer, en religiosa calma atiendo a vuestros himnos, y entre sus notas mando mi ruego por la paz de la vida, por el reposo de la conciencia.

¡Cómo no amaros, cantores favoritos de la creación, cuando moduláis con vuestro débil pico esos acentos penetrantes de regocijo! Mirando al sol, después de haberos alisado la pluma, limpiándola minuciosamente y acomodándola con bruscas sacudidas a vuestro frágil cuerpo; aseguradas vuestras patitas en el movible rama a impulso de las auras se mecen en continuo vaivén; recorriendo con vuestros ojillos vivarachos la inmensidad del espacio, e inclinando con gracioso mohín la pequeña cabeza, empiezan a brotar de vuestro pecho trinos y gorjeos, píos delicadísimos, variaciones infinitas, frases de amor a la vida, de gratitud al sol, de entusiasmo hacia la libertad… Entonces, al contemplaros de este modo, todos los gérmenes del mal anexos a la vida desaparecen de la conciencia, porque representáis la naturaleza pura, sin mancha, creyente por el amor, amante por gratitud, libre por origen, eterna por ley divina, sagrada por revelación suprema… Entonces, al escucharos, al veros débiles, desheredados, perseguidos, y tal vez (¡infelices mortales!) profundamente odiados, y sin embargo alegres, amantes, confiados, desprevenidos, religiosos, entusiastas de la vida y de la libertad; al veros extender vuestras alas tan frágiles y quebradizas entre las toscas manos de los hombres, y tan poderosas, tan firmes en las inmensidades imponentes del cielo, entonces el creyente os mira con respeto, os saluda con veneración; su corazón palpita de amor hacia ese Todo invisible que el alma presiente en sus horas de éxtasis, y siguiendo con el pensamiento el rápido batir de vuestras alas, llega hasta el confín de la vida, hasta los límites del padecer, hasta la aurora de la inmortalidad…

«¡Alas!, ¡alas!», nos dicen los latidos del corazón; ¡como vosotros quiero cruzar las desconocidas eternidades; como vosotros quiero alejarme de estos horizontes terrenales; y así cual vosotros, de valle en valle, de colina en colina, de sierra en sierra, vais dominando la universalidad de la vida, asimismo yo quiero dominar, de universo en universo, la pluralidad de existencias!… ¡Como vosotros ansío poseer la soberanía del espacio; cual vosotros quisiera bañarme en ese océano etéreo donde la luz no encuentra sombra ni la inteligencia límite, y para ser cual vosotros rompería, si pudiera, la cárcel que me aprisiona, dando por cada oleada de mi sangre un paso más hacia el imperio de Dios!... ¡Pobre corazón que grita por tener alas, en tanto que late aprisionado en las recónditas profundidades del organismo! Él vibra obediente ante los impulsos de la vida, ansía poseerla por una eternidad con las prerrogativas todas de su origen divino, y sin embargo, acongojado por el dolor, herido siempre por las humanas debilidades, cada minuto de su existir lo lleva al polvo de un sepulcro, cada movimiento de su acompasada marcha lo acerca al silencio inactivo de la muerte…

Huéspedes predilectos de mi pobre morada; jamás tuvisteis  asilo más seguro a vuestros amores, a vuestros placeres; también vosotros conocéis la gratitud, que no hay ninguna virtud divina que esté reñida ni con la libertad ni con la alegría; desde los árboles que pobláis en revoltosa algazara veis la migaja ofrecida en mi mesa, y tendiendo vuestras alitas pardas o negras, marcando vuestra tenue planta sobre la tierra, llegáis confiados a recoger el presente de mi cariño, llevándolo en el pico hasta el frondoso ramaje donde catáis al suculento festín… ¡Quién os amará tanto! Los dorados racimos de las parras, el fruto del acerolo, de la frambuesa, de la higuera y del fresal, todo, todo desaparece de mi huerto sin que logre probarlo; ladronzuelos os llaman todos los míos por esa continua devastación; ¡bien haya ese fruto que os da el alimento, que os sustenta alegres y confiados, que os hace entonar continuadas y dulces serenatas, con las cuales dais vida y movimiento a mi solitaria mansión, colores y notas a la atmósfera que respira, esperanzas inmortales al corazón, paz a mi alma, revelaciones a mi inteligencia! ¿Qué importa que esos frutos regalados desaparezcan, sin adornar, acaso cual necia vanidad, los centros de mi mesa, si por la privación de un gusto innecesario poseo en cambio vuestro amor y vuestra confianza? No temáis: ninguna primavera, ningún estío se cogerá de mi campo las frutas que tanto apetecéis; bajad por ellas, incansables viajeros del espacio, llevádselas a vuestros pequeñuelos, que pían con ansia clamando por su ración; el escaso precio que alcanzan en los mercados de la tierra se cambia en caudalosa renta cuando las aprovecháis vosotros, pobladores del cielo; así que el invierno las arroje secas y mustias del árbol o la planta, no huyáis aterrados de la mansión donde tejéis vuestros nidos; no temáis que el hambre os arroje de ella; seguid cantando, que tendréis todos los días servida vuestra mesa… Al saludar con vosotros la vuelta de la luz, cuidaré de ofreceros la semilla que tanto os gusta, y los rubios y menudos granos de trigo, al bordar sobre la nieve mil dorados regueros, os brindarán la misma alegría, el mismo movimiento que en las ardientes horas del estío. Anchas tejas se ven sobre mi casa donde abrigaros de esas crudas heladas que aduermen la naturaleza entre las sombras de la muerte; recogeos en sus huecos sin temores ni zozobras, así estaréis más cerca de mí; sacudid vuestra pluma, formad con ella un edredón suave y caliente en torno a vuestro cuerpo, recoged vuestra cabecita al par que vuestras alas, tornando el pico al regazo para que vuestro aliento cálido y tenue no se pierda en las ondas del crudo cierzo, y dormid con tranquilo sosiego en esas noches largas, frías y tenebrosas del invierno.

¡Ojalá nunca se alejen de mi lado esas ráfagas vivientes de armonía y de movimiento!... Acaso el ignorante vulgo vea con pena o rabia el pueblo de avecillas que sostengo en mi albergue, como si el oro afiligranado, las maderas preciosas, los escogidos manjares que emplean los hombres para tenerlas aprisionadas, no fueran cien veces más costosos que el puñado de grano que les ofrezco, o las contadas frutas que ellos cogen. A nadie dañan; saben que su alimento está seguro y jamás merodean en los alrededores; acaso, en cambio, limpien los campos de dañinos insectos, siendo su cacería, providencial causa de la destrucción de sí mismos, que la naturaleza, sabia y admirablemente regida, nunca permite desequilibrio alguno; y mientras ellos, por instinto superior, marcan los límites a la existencia del insecto, el águila, el milano, el alcotán, los arrebatan en sus poderosas garras, suprimiendo a la vez el exceso de su fecundidad. Dejadlos realizar su misión y que se cumpla a la vez su destino; ni emboscadas traidoras para asesinarlos, ni cárceles doradas para oírlos y verlos; no… No temáis que os sujete en reducida prisión; tenéis alas; volad; el espacio es vuestro; la tierra os brinda sus frutos, sus bosques y sus prados, el sol su calor, las brisas sus misteriosas armonías, sus cristalinas aguas los arroyos, el cielo su diáfana belleza; sois libres, habéis nacido para la libertad; gozadla venturosos, hijos del aire y de la luz; aprisionaros es realizar un crimen en aras del egoísmo; cantad a la libertad, pues que en ella vivís y morís por ella; la muerte os persigue, os abruma con su poder, en tanto que la vida os honra con sus favores multiplicándoos con pasmosa rapidez; pero en medio de la vida, como al rendiros a la muerte, la libertad es vuestra siempre, su amor protege vuestro nido, alimenta vuestros pequeñuelos, inspira vuestros entusiasmos, os envuelve cariñosa en la atmósfera de la felicidad; ¡cantadla!, ¡festejadla al lucir de la aurora!, ¡despedidse de ella al desaparecer el sol! ¡Sed ante mis ojos la imagen pura de ese don celestial, por el cual sacrifican los hombres en los altares de la tierra, como si los tesoros divinos pudieran descender solamente por el mérito de los pobres mortales!...

¡La libertad!, ¡los pájaros!... ¡Para vosotros únicamente se descorrió una punta del velo que envuelve el santuario donde el Creador encierra la suprema riqueza de la vida, que es la libertad; vosotros solamente podéis llamarla amiga vuestra!

Cuando al caer la tarde de mi vida aparezcan ante mis enturbiados ojos las sombras de la muerte; cuando el bullicio del existir llegue como apagado rumor de retirada orgía a mis perezosos y torpes oídos; cuando los abismos de la eternidad se entreabran a mi alrededor, y a los indecisos recuerdos del pasado se unan las inexplicables esperanzas del porvenir; cuando ya no tenga ningún paso que dar en la senda de la humanidad, y mi espíritu silencioso y parado en los desconocidos umbrales del no ser, cambie por los ímpetus de la pasión la paz inalterable de la inmortalidad; cuando ya nada me detenga en los recintos de la tierra, y alcance el alma la perfecta posesión de sí misma, quiero saber que estáis cerca de mí, quiero veros atravesar el océano de la luz y del aire, como átomos brillantes de esperanzas y de promesas; quiero escuchar los arpegios de vuestra delicada voz, derramada en el espacio como la nota purísima de una armonía celeste; quiero percibir los ecos de vuestro piar de amantes y de libres; quiero saber que bajaréis desde vuestros árboles favoritos a recoger las migajas que os ofrecerán en nombre mío, y quiero que al despedirse el alma, con la postrera oleada de la vida, de mi cuerpo frío e inanimado, se despierte en mi pensamiento el último destello del amor que siempre tuve a la libertad, para que al penetrar mi espíritu en el reino del absoluto bien y de la suprema belleza, sienta como única aspiración de su vida eterna el deseo vehemente de tener alas, ¡alas!

 

Octubre de 1882

 

[1] Me refiero a una descripción que de nuestra casa hizo un periódico de esta capital. (Nota de la autora). En efecto, con motivo de la feria de ganados que, gracias a las gestiones de Felipe de Acuña, se celebró por primera vez en Pinto coincidiendo con las fiestas patronales de la localidad, El Liberal realizó la siguiente descripción de la casa: «La hija de este último, la inspirada autora de Rienzi, posee en el término de Pinto y casi enfrente de otra que es propiedad de Pérez Escrich, una quinta, que así en su construcción, como en su mobiliario y en sus más insignificantes detalles rebela haberse hecho bajo la dirección de una artista refinada que a la vez tiene la refinada coquetería de la mujer de buen tono»

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)