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EN EL CAMPO

A mis lectoras

 

Hace ya tiempo (algunos meses) que me decidía a dirigiros la palabra desde este periódico, dedicado exclusivamente a vosotras. En el campo se titulaba la serie de artículos que empecé con la intención de hacer que entrevierais alguna de las infinitas bellezas de la Naturaleza para que pudierais amarla, y acaso comprender que fuera de ella no existe, ni puede existir el ser humana en el estado de su más alta perfección: «La aurora en el campo (⇑)» y «El tocador en el campo (⇑)», fueron las dos descripciones que os ofrecí de ese mundo que muchas desconocéis y que muchas despreciáis. También os dije en un corto preámbulo, a modo de prólogo, que no escribía para todas, porque, desdichadamente no todas podéis, sabéis, ni queréis, penetraros de que hay otro Universo infinitamente superior, y absolutamente mejor que el de los trajes, adornos, afectaciones y puerilidades de la vida trivial y lastimosamente perdida que os ofrece la vanidad: os dije en aquel preámbulo que muchas ni abriríais las páginas de esta publicación, ni escucharíais mis palabras, ni apreciaríais con buena voluntad mis intenciones, pero que de seguro no sería perdidas para la mujer sensata, prudente y observadora, que sabe avalorar la verdad, y comprende, aprecia y aprovecha lo que con la convicción se la demuestra y con el ejemplo se la enseña. Esto y otras cosas más, os dije hace tiempo con la intención de no interrumpir mi comunicación con vosotras hasta haber dejado terminado el cuadro bello, hermoso y excelso de la vida del campo, cerrando el conjunto de mis descripciones con una ligera exposición de mi propia vida, con el fin de que no se os ocurriera que sólo sabía predicar. Pensé, después de haceros amar lo más digno del amor humano, que es la patriarcal sencillez y la severa grandeza de la existencia, contacto con la naturaleza, levantaros una punta del velo impenetrable que envuelve mi hogar, para que vierais que la dicha es posible, que es posible la paz y que es posible dar gracias al Creador con verdadero regocijo, cuando el día no ha sido perdido en baladíes y necios entretenimientos, cuando el trabajo rinde nuestros músculos y vivifica nuestra sangre, cuando el entendimiento se acrisola en el estudio de las admirables leyes que rigen nuestro mundo, y cuando la noche, silenciosa y tranquila, llega con su atmósfera pura y despejada, sus astros brillantes en los inmensos campos del cielo, o sus negros celajes precursores de lluvias, pero siempre extensa e infinita ante nuestros propios ojos, o apacible y retirada con sus cortas veladas en torno del encendido hogar.


Fragmento del artículo publicado en Las Dominicales del Libre Pensamiento

Al haceros recorrer conmigo las horas del día y de la noche en el campo, no quería que fuera desprestigiada mi palabra con mis obras, y para conseguirlo, pensaba presentarme ante vuestros ojos, aun a trueque de romper el incógnito en que me gusta subsistir; deseaba que pudierais amar como yo esta existencia, sin que creyeseis que es más fácil pintarla que realizarla, ya que, desdichadamente, estáis acostumbradas a encontrar, en quien os pinta muchas bellezas, las más necias falsedades.

Todas estas intenciones presidieron el empezar del trabajo «En el campo», pero el hombre pone y la muerte dispone: ella, con la serena inflexibilidad y la terrible calma que la caracteriza, vino a recoger de mi lado el más querido, el más idolatrado de cuantos seres me rodeaban. Muerto mi padre, toda la sombra esparcida en mi existencia, que, como humana que es, no está libre de sombras, se extendió fría y desolada en mi derredor, y en aquel caos sin sonido ni forma, quedó el pensamiento anonadado, sutil únicamente para imaginar que era mentira la muerte de mi padre, y que pasado breve espacio, podría otra vez verle, abrazarle, pedirle siempre incansable todo cuanto inventa la ilimitada ambición que sabe ha de ser satisfecha; rogarle mil y mil veces con besos y lágrimas me perdonase todas cuantas por mí  vertió en este breve mundo, y verle, verle siempre sonriente, con la placidez de su alma hermosísima, con su bondad sin límites, su nobleza sin tasa y su lealtad inagotable; y verle sin cesar hasta el último y postrer minuto de mi vida terrestre, pero fuera de ese imaginar incesante; fuera de este dolor del pensamiento silencioso y terrible, sin consuelo ninguno, que el pensamiento, cuando no fantasea en las supersticiones, no tiene consuelo para su dolor más que en el dolor mismo; fuera de esta vida de sentimiento que me invadía como una ola monstruosa, anegando, cegando con su amargura y espesor todas mis facultades intelectuales; fuera de este constante padecer, de esta rebeldía soberbia de la voluntad ante el inexorable destino de los seres y de las cosas que es el morir, mi pensamiento frío, mudo, hundido allá en un no sentir ni pensar, no daba luz, ni sonido, ni forma; era como una máquina rota y desquiciada por violento choque.

El tiempo ha pasado, la reorganización se va verificando lentamente en mi ser, que la vida jamás sigue a la muerte cuando está en equilibrio; morir es rendirse, bien sea al sentimiento subjetivo o a los agentes exteriores; es un rendimiento incondicional de nuestro ser, y rendirse es la pérdida de la armonía, del equilibrio; si la tierra le perdiese, rodaría hecha polvo en las frías soledades del espacio, es decir, moriría; de no morir, he tenido que vivir, porque la naturaleza no admite como permanente un estado determinado. «Vivir o no vivir», dijo Shakespeare, el inmortal poeta inglés; en efecto, morir o no morir, ésta es la vida; el que vive muriendo, es un parásito de la naturaleza.

Hoy vuelvo a dirigiros la palabra, procurando en lo posible reanudar el hilo de mis ideas, tan bruscamente roto por la muerte; fácil me es unirlo, pues basta tender una mirada en derredor, que en mis cuadros hay más de realidad que de ficción, y sólo en la forma, en el colorido, habrá tal viveza de tonos; el dibujo es exacto, está tomado del natural.

Volved, pues, conmigo a emprender el camino de este para vosotras desconocido mundo; seguidme las que pensáis y sentís y meditáis en los días del porvenir con amplitud y alteza de conceptos, y ¡quiera Dios que no llegue a ser verdad lo que por razón de la lógica veo muy próximos! Sí; acaso cuando termine mis descripciones; cuando más deseosas estéis de gustar las inefables delicias de una vida positiva y dichosa; cuando con más curiosidad me sigáis por los aposentos de mi pobre casa, más honda y más terrible será la pena que me embargue al despedirme de ella, tal vez para siempre, al verme otra vez, como arista mísera, a merced del torbellino mareante de la vida ciudadana y social; al encontrarme lejos de este retiro apacible e ignorado, que será forzoso dejar bajo el poder de las circunstancias, cien veces más odiosas cuando dependen de las pasiones humanas. ¡Quién sabe! Mientras con el deleite propio de la mentida curiosidad femenina, estéis escudriñando mi morada, fardos y paquetes llenarán los paseos de mi jardín, preparativos de una marcha definitiva, ¿adónde? Al mundo, a la lucha, al combate, con la desconfianza de los unos, la envidia de los otros, la vanidad de todos, el egoísmo de los más, la irritante ignorancia presuntuosa de la mayoría, las intransigencias de muchos, las supersticiones de algunos, la necedad de varios; al mundo, a la sociedad, a la guerra, no leal, franca y valiente, sino traidora, incisiva, cruel, artera, fría y sistemática; a ese mundo social que es, teóricamente y hasta el presente, la más alta institución anexa a la racionalidad del hombre, y que, prácticamente, ha sido y es el más monstruoso combate de egoísmos y de individualidades.

Suceda lo que suceda, desde lejos o desde cerca, en medio de ese abismo de falsedades que se llama «Sociedad», o en medio de las espléndidas llanuras campestre, donde irradia la luz de los cielos serena e igual para todas las criaturas, os haré comprender, a las que de buena fe me sigáis, todo cuanto puede hallarse en el campo.

 

 

(1) En el mes de febrero  la revista había publicado la siguiente nota en relación a los hechos  comentado por Rosario de Acuña en el presente artículo:

«La muerte de nuestro inolvidable amigo D. Felipe de Acuña y Solís, de que, con amargo sentimiento, hemos dado cuenta a nuestras lectoras en el número anterior, nos priva por ahora de la colaboración de su hija, la eminente poetisa Rosario Acuña de Laiglesia. Sumida ésta en una honda pena, no es posible que pueda continuar trazando su pluma los cuadros que con el título “En el campo” han comenzado a ver la luz en las columnas de nuestra publicación. Sentimos, como seguramente sentirán nuestras suscriptoras, vernos privados por algún tiempo de las inspiradas frases de la autora de La Siesta, Rienzi el tribuno, Amor a la patria y Tribunales de venganza; pero confiamos que la resignación cristiana tendrá cabida en su alma, y que el tiempo, que mitiga los dolores y disminuye las penas, volverá a poner en sus manos la pluma de que brotan tan poéticos conceptos.» (El Correo de la Moda, 18-2-1883)

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)