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EN EL CAMPO

I. La aurora

 

Apenas se distingue por las rendijas de las ventanas un hilo blanquecino, tenue, que oscila entre la sombra con indecisa claridad, anunciando que allá fuera irradia el día en los horizontes del Oriente. La inteligencia, el pensamiento, indeciso también como la luz por los últimos vapores del sueño, lucha entre la molicie de un adormecimiento dulce y tranquilo, y el aguijón de la voluntad que lo lleva a sacudir la letárgica somnolencia para posesionarse de la vida, de la razón y de la conciencia.

¡Momento augusto para el alma que vive en paz con los principios de la moral racionalista! ¡Amarguísimo instante para el ser que arrastra su existencia por los peligrosos caminos del sensualismo! La voluntad vence cuando el alma vive tranquila, y en vez de arrebujarse en el caliente lecho, entregándose al imperio de las idealidades soñadas, en vez de bostezar perezosamente, en vez de cerrar los ojos a la luz que intenta llegar a nuestro cerebro, la voluntad del justo, del fuerte o del resignado, sacude de la razón las sombras del sueño, y al fin se sale del lecho, donde se debe buscar el reposo y no el olvido, para saludar la luz del sol que anuncia con sus rayos de fuego el principio del trabajo, el comienzo de la lucha, el triunfo de la vida… Abramos a sus espléndidos fulgores la cerrada ventana, y, al saludarle como a mensajero de Dios, veamos lo que hay en torno nuestro. Enfrente de nuestros ojos se extienden dilatados horizontes; nada viene a cortar la línea pura de la extensa campiña, de las altas montañas o de las frondosas vegas… Estamos En el campo, es decir, muy cerca de Dios; allá muy lejos, la noche, empujada por la lumbre del sol, ciñe con azulada faja el confín de Occidente; el astro del día sobre celajes nacarados, irradia esplendoroso su fúlgida luz pintando de púrpura la verde llanura, y haciendo brillar, en destellos diamantinos, mil y mil gotas de rocío que tiemblan sobre las plegadas hojas, o las altas espigas, balanceadas por las frescas brisas de la mañana. El cielo puro, diáfano, se ofrece ante los ojos como santuario de la inmortalidad, y mientras los gorjeos de las aves saludan la llegada del día, las flores llenan el ambiente de suaves aromas; y las plantas, volviendo sus hojas ante la faz del cielo, esparcen sobre la tierra mil efluvios de vida y de salud… A espaldas nuestras, el blanco aposento nos muestra un bienestar tranquilo: volved la mirada a ese recinto donde muy pocas veces se encuentra la dicha, y donde, sin embargo, es tan fácil de hallar, sabiéndolo defender del pernicioso influjo de la vanidad y de la soberbia. Venid, amigas mías, a ese paraíso de la tierra donde los ángeles de la vida han establecido su santuario, y donde el poder de Dios recibe el culto del alma sin aprendidas oraciones ni estudiados sacrificios; hablo del hogar. No busquéis ante vuestros ojos los fastuosos adornos de una molicie sibarítica, ni esa helada soledad llena de egoísmo, que aísla bajo un mismo techo a los esposos y a los hijos, encerrándolos en separadas habitaciones… Así como al abrir las ventanas a la luz del día nada vino a interponerse entre vuestros ojos y la inmensidad de la tierra y los cielos, así también, al recorrer el reducido espacio de vuestra vivienda, nada se interpondrá entre la ternura de vuestro corazón y los seres de vuestra familia…


Fragmento del texto publicado en La Luz del Porvernir

No asustaros al encontrarse en medio de la naturaleza, ni temáis que los fulgores de la aurora descubran en vuestro rostro las señales de una juventud ajada; el aire de los campos tan sólo quema a las criaturas que por excepción los arrostran; a las que viven en medio de ellos nunca les dañan; fijaros al descuido en los cristales de la ventana que ha poco habéis abierto, y entre la aureola rosada en que os envuelve la luz del naciente sol, veréis vuestro rostro suavemente impregnado de grana; veréis vuestros labios encendidos por el contacto de las brisas matinales, y veréis vuestros ojos, azules o negros, melancólicos o expresivos, siempre brillantes con húmedo fulgor; acaso vuestro cutis, ligeramente sombreado por los ardores del sol, no presente esa blancura mate de la porcelana o el barro, con la cual pretende la mujer realizar el ideal de la belleza, consiguiendo únicamente aparecer como tosco idolillo malamente restaurado; ese delicadísimo matiz con que os adorna el fuego solar es un nuevo encanto de vuestra femenina hermosura, pues destierra la transparencia antinatural que os suele prestar la falta de luz, la falta de ejercicio, la falta del aire purísimo del cielo, y en muchas ocasiones las perniciosas drogas de la especulación.

No temáis tampoco que las auras matinales desencajen vuestras facciones y las den esa palidez repulsiva del insomnio, con la que tanto tembláis aparecer cuando se os habla del campo y de la aurora, de los encantos del amanecer en medio de las praderas, de las montañas o de los bosques; si conmigo seguís descubriendo los secretos del mundo en el que acabáis de entrar, y a veréis como no existe ninguna de esas fantasmagóricas incomodidades; si habéis descansado con profundo sueño de un día de ocupaciones útiles, y no le alargasteis con imprudentes pasatiempos hasta más allá de las altas horas de la noche, podéis estar seguras de aparecer ante la luz de la aurora llevando en vuestro rostro el sello de la salud y de la hermosura.

Ágiles vuestros miembros, vivaz y alegre vuestro semblante, despejada y tranquila vuestra razón, podréis veros rodeadas de ternura, de paz, de felicidad, que ante los rayos del naciente sol, y aspirando el aire de los campos, es como únicamente se pueden apreciar esos misterios encantadores del hogar doméstico, templo en donde sois la más hermosa imagen, al par que la más sublime sacerdotisa.

 

 

(1) Una larga y penosa enfermedad de los ojos  me ha impedido publicar los artículos ofrecidos en mis «Cuatro palabras de prólogo», principio de un ligero trabajo dedicado a las lectoras de El Correo de la Moda, en el número 11 correspondiente al 18 de marzo.

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)