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portada de La voz de la patria

La voz de la patria

Cuadro dramático en un acto y en verso

Original de

ROSARIO DE ACUÑA

 

Estrenado en el TEATRO ESPAÑOL la noche del 20 de diciembre de 1893

__________

Madrid: R. Velasco, Impresor, 1898

 

 

PERSONAJES

POR SU ORDEN DE IMPORTANCIA


DON JUAN (58 años) padre de (Sr. Gómez)

PEDRO (23 años) (Sr. Bueno)

ROSA, mujer del pueblo (50 años), (Sra. Argüelles)

DOÑA MARÍA, madre de Pedro (60 años) (Sra. Sala)

ISABEL (20 años) (Sra. Marí)

DON ANTONIO (30 años) (Sr. López)

TOMASA, criada que no habla

DIEGO, criado que no habla

Comparsas: ocho tipos del montañés de Aragón. Rondalla aragonesa; una voz de tenor
 

La acción pasa en un pueblo de las montañas de Aragón, en la época actual y días de la fecha

 

 

 

DEDICATORIA

 

Padre mío:

Al trazar tu nombre sobre las páginas de este drama patriótico, quiero decirles a las almas que sientan y piensen en equilibrada armonía:

Venid al santuario de mi conciencia; ahondad allá, en las últimas fibras, y cuando acordes con mi corazón y mi cerebro hayáis vibrado, unid una lágrima de vuestros ojos a las que, vertidas por los míos, humedecen como rocío inagotable de ternura el sepulcro de mi padre.

¡Ah!, ¡si yo te llevase sobre aquél húmedo rincón, donde la muerte sujeta sus despojos, el cálido aliento de amor de algunas almas!

Escuchad: Son las diez de la noche del 20 de diciembre de 1893: en este momento se representa por primera vez en el teatro Español, de Madrid, el cuadro o drama patriótico que a continuación podéis leer.

En aquella sala, llena de luz y de ruido, se mezclan las palpitaciones de una multitud agitada por el amor y el odio, pasiones anexas a todo conjunto humano. Aquí, en este humildísimo rincón de mi hogar, escondido en los arrabales de la ciudad, yo sola, teniendo a mis plantas como único amigo el fiel lebrel guardián de mis noches, dejo correr la pluma, intentando verter en conceptos un destello, un átomo de amor infinito que anega mi corazón por el que fue mi padre. ¡Qué contrastes! ¡Allí la vida, ondulando a los impulsos de toda pasión; aquí la sombra de la muerte, que es la soledad, entreabriendo con su fría mano el antro misterioso del no ser!... Allí lo que se llama el mundo, mostrando sus ostentaciones y haciendo fulgurar radiaciones de atracción o repulsa hacia el en el engendro de mi cerebro... Aquí un alma aislada buscando con las febriles ansias de la duda, en el polvo de una fosa la realidad de lo eterno.

......................................................................................................................................................................

¡Si tu surgieras de nuevo a mi lado, padre mío, cómo se cambiaría la glacial indiferencia de mi espíritu hacia las jornadas mundanas, por la vertiginosa impaciencia que sustentan los gladiadores de la vida! ¡Pero estás muerto, y al otro lado de esos umbrales defendidos por la indestructible esfinge, están muertas también todas mis esperanzas de ventura terrenal!...

Al llevar al tribunal de la pública opinión este drama, no es factor insustituible mi presencia en el teatro: no es obra de lucha, de controversia; es el eco de una realidad del presente. No se trata en él de sellar, con la vida si fuera preciso, la libertad de conciencia, de pensamiento. Anexo a él no va más que el hecho escueto de la aprobación, o repulsa, hacia un talento literario: ¡Triunfo o derrota baladí, porque es personalísimo, esencial a mí, sin trascendencia para la ejemplaridad, para el apostolado del progreso!... No hago yo falta, por lo tanto, entre los bastidores del escenario. Además, mi corazón está agotado; sus fibras flácidas me avisaron hace tiempo que les llegó la vejez: con fatigoso impulso cumple sus leyes de marcha, y toda agitación impuesta por el luchar de ajenas pasiones, son para él una amenaza de muerte. No es deber de un alma ir a conciencia al suicidio, y mientras allí, en el templo del arte, se dilucida si la inteligencia realizó la belleza, o consumó los errores, aquí, en el silencio y la paz, mi espíritu te busca para decirte: –Padre mío, ¿dónde estás? ¿qué es de ti? ¿habrá quedado sólo de tu ser la inextinguible veneración que te guardo?

¡Qué pena morir si sólo en mí existieras, y al caer mi cuerpo en la huesa dejara de ser tu alma!

Aplausos, homenajes, triunfos, ¡humo que apenas se levanta de la tierra, lo desvanece un soplo de brisa!

Vejámenes, diatribas, desprecios, ¡niebla de pantano que se disipa al primer rayo de sol!

¡Sólo el secreto que guardas es grande y conmovedor, terrible y sombrío! ¡Sólo en un infinito sin limites ni horario se comprende la realidad de la vida!

¡La muerte! ¡Lo eterno! ¡Dios!

¡Oh alma! Fija tus ansias en estos problemas, y si la pequeñez, casi invisible, de tu entidad pensante, no abarca una sola de sus ecuaciones, póstrate y ora, para que ni la duda ni el desaliento desgasten tu virtud. Sobre aquello que más pueda importar a nuestro egoísmo, surge un solo mandato en tres etapas: «Anda», «Trabaja», «Ama». ¡Sea la paz con el espíritu, que, a pesar de su agotamiento, ni se para, ni es estéril, ¡ni odia!

......................................................................................................................................................................

Padre mío: heme aquí siguiendo tus pasos, buscando con anhelo, casi infantil, tus pensamientos, tus palabras, tus acciones, para copiarte en todos los instantes de mi vida.

Heme aquí dejando caer sobre tu recuerdo, hoja tras hoja, este trabajo de mi inteligencia: cúbrelo de besos; que yo los sienta vibrar en mi alma, o desde mi propio cerebro, si no estás más que en mí, o desde las etéreas regiones del espacio si caminas de mundo en mundo, siendo mentor de bondades.

......................................................................................................................................................................

¡Almas que me habéis seguido a través de estas líneas, amad por un momento; no fijaros en las páginas del drama sino para recoger en cada una la bendición de mi alma hacia un justo!

¡Adiós, padre mío!

Rosario

Diciembre 20 (doce de la noche) 1893

 

 

ACTO ÚNICO

 

Sala de casa rica de pueblo. En el fondo balcón o galería que permita ver claramente al espectador un fondo de montañas y de cielo azul. A la izquierda del espectador, en segundo término, puerta grande, y en primer término, chimenea con campana y gruesos troncos encendidos. A la derecha dos puertas que figura dan a estancias interiores, y en el fondo una pequeña puerta de escape, practicable. Los muebles de la sala, apropiados de casa solariega, sin olvidar cuadros viejos y algunas cornucopias. En el fondo una mesa sobre la cual se pondrá un gran quinqué de petróleo cuando se anote. En primer término otra pequeña mesa y sillas. Es de día, pero habrá de anochecer iluminando el fondo la luna. Al lado del balcón, donde pueda verse bien por el público, un cuadro de terciopelo donde estarán prendidas varias cruces y medallas militares, entre ellas una placa de San Fernando, que podrá quitarla el actor del cuadro cuando se anote.

 

ESCENA PRIMERA

DON JUAN, en traje de labrador acomodado, DOÑA MARÍA, en traje de mujer de Aragón acomodada.

 

MARÍA. (Entrando por la puerta de la izquierda)

Juan, por Dios, mira si es cierto

lo que me dijo el alcalde;

vengo muerta de congoja.

(Se sienta junto a la mesa)

 

JUAN. (Que está leyendo un periódico sentado al otro lado de la mesa)

(Preparémonos lo sabe.)

¿Y qué noticias te dio? (Alto)

 

MARÍA. ¡Qué noticia! ¡Dios me ampare!

¡Que llaman de nuevo a Pedro,

¡a mi hijo!

 

JUAN. ¡Diablo de madres!

¡Que digan siempre mi hijo!

¿Y yo, mujer, no soy nadie?

 

MARÍA. Déjate de bromas, Juan.

 

JUAN. No bromeo, voto a sanes.

 

MARÍA. Tú le quieres... sí... mas yo...

 

JUAN. Mas tú, mujer lo que haces

es quitar vuelos al chico,

encogerlo, acoquinarle...

 

MARÍA. No desvíes mi atención

del caso, Juan.

 

JUAN. Dale, dale,

¿cuál es el caso en cuestión?

¿El que a las reservas llamen,

porque allá en tierra africana

los moros se nos desmanden?

 

 

MARÍA. ¡Maldita guerra, maldita!

 

JUAN. Alto el fuego y no desbarres; (Levantándose)

una guerra que es por honra

no la maldicen las madres,

si es que honrados a sus hijos

quieren ver.

 

MARÍA. ¿Aunque los maten?

 

JUAN. El morir es un asunto

que antes, o después se hace...

 

MARÍA. ¿Se irá Pedro?

 

JUAN. Sí; se irá,

lo mismo que se fue antes,

y se estuvo tres añitos;

como se estuvo su padre

nueve justos.

 

MARÍA. Pero ahora.

 

JUAN. Ahora, María, no clames;

porque si cuando cayó

soldado, tres años hace,

le dejé correr su suerte...

 

 

MARÍA. ¡Cuando pudiste salvarle!

 

JUAN. Vamos, mujer, ten razón.

 

MARIA. ¡Hijo mío!

 

JUAN. Pero dale,

¿no es hijo mío también?

 

MARÍA. ¡Y dejarás que lo maten!

 

JUAN. Todavía no se ha ido

y ya está muerto. ¡Qué madres!

 

MARÍA. ¡Que amamos a nuestros hijos!

 

JUAN. Búscalas que no los amen.

Tiende la vista a los cielos;

mira el fondo de los mares;

recorre bosques y prados,

desiertos y peñascales,

y allí donde halles el nido

o la camada encontrares,

en ramaje, silo o gruta;

allí donde halles la madre

con sus plumas, o sus garras,

allí estará palpitando

el amor sagrado y grande.

 

MARÍA. ¡Y tú le dejas a tu hijo

marchar a la guerra!

 

JUAN. ¡Madre!....

¡Que eres de la especie humana,

no te achiques, sé más grande!

¡Olvida el amor-instinto:

ese hijo que tanto vale

para ti, vino a la tierra

con deber incuestionable

de prestarle sus virtudes,

su inteligencia, su sangre,

sin retroceder un punto

en su camino de avance;

tu misión de madre humana

consiste en no desviarle

de esa ruta, en que su alma

honor de hombre ha de ganarse.

Tenle los brazos abiertos

por si vuelve al cabo exánime,

pero que tu amor sin juicio

no le sujete ni ataje,

porque a veces la ternura

forja grillos tan fatales

que transforman la existencia

en esclava miserable.

A Pedro lo llama ahora

el mundo con sus combates;

hoy es la guerra, ¡a la guerra!

mañana la paz, brindándole

el trabajo, le reclama,

pues al trabajo enviarle;

que lucha, y sufra, y se ciña

de la vida a los azares.

 

MARÍA. ¡No le quieres! ¡No le quieres!

 

JUAN. ¡Deja que loca te llame!

Que no quiero yo a mi Pedro,

¿qué soy yo cuando él me falte?

¡Roble podrido en umbría

que ni para leña vale!

 

MARÍA. Pues si tanto es para ti

Pedro, ¿para qué dejarle

que sea otra vez soldado,

ahora que la guerra arde

en Melilla?

 

JUAN. Porque ahora

hace más falta que antes.

 

MARÍA. Ya sirvió

 

JUAN. Cuando la vida

del soldado nada vale

para la patria.

 

MARÍA. ¿Aún es poco

lo que sufren?

 

JUAN. No es en balde.

Para hacerse hombres...

 

MARÍA. Aquí...

 

JUAN. (Imitando el tono de María.)

Al ladito de su madre,

¿qué hubiera Pedro aprendido?

 

MARÍA. ¿No pudiste estudios darle?

 

JUAN. Ya sabes que para estudios,

como se entiende ese lance,

es poca nuestra fortuna:

le hice saber, cuanto cabe

en la vida de un muchacho

que tiene el pan que ganarse.

¡Bien luché contigo, bien!

Si me rindo, pusilánime,

hoy tendríamos a Pedro

en la lista de holgazanes

que esterilizan la patria,

quitando de los hogares

del labrador y artesano

vigores irreparables.

 

MARÍA. ¡Nuestro hijo soldado!

 

JUAN. ¿Y qué?

¿No lo fue también su padre?

Míralas allí; ganadas (Señala a las cruces.)

con el caudal de mi sangre

están mis cruces: el pecho

no tiene sitio bastante

para colocarlas todas.

 

MARÍA. ¿Y si hubieras muerto?

 

JUAN. ¡Dale!

¿Los que no van a la guerra

no se mueren? ¡Fuera lance!

Y sobre todo, María,

para qué mortificarse:

no hay posible redención

para Pedro.

 

MARÍA. ¿Que la halle

quieres?

 

JUAN. No puedes hallarla,

la ley está terminante;

la patria nos le mandó,

el derecho reservándose

de volverle a reclamar.

 

MARÍA. ¡Conozco la ley!

 

JUAN. ¿La sabes?

Pues entonces no hay remedio:

Pedro volverá a marcharse.

 

MARÍA. (Se levanta y se apoya con cariño en el hombro de don Juan.)

Juan, tú que tanto le quieres,

¿no la quieres ya a su madre?

 

JUAN. Sí, María, sí te quiero.

Aunque los años nevasen

de tu cabello y los míos

las horas primaverales,

en mi corazón hay sitio

para ti, dulce y amable

compañera de mi vida,

que a llevarla me ayudaste.

 

MARÍA. ¿Te acuerdas de nuestros hijos?

¿De los muertos?

 

JUAN. ¡Acordarme!

Allá, en el fondo del alma,

entre un amor palpitante,

viven todos, como el día

en que me los dio su madre.

 

MARÍA. ¿Fueras muy feliz con ellos?

 

JUAN. ¡Vivos hoy! Si fuera dable

*que los viese; nuestra Rosa,

*aquellas niña, aquel ángel,

*ambos aquí con su padre,

verlos entrar en la vida,

fuertes, animosos, grandes;

cuando la muerte nos llame,

poder mirar en sus almas,

que nuestras almas renacen.

 

MARÍA. Y sin ellos, ¡qué vejez!

¡Qué soledad espantable!

 

JUAN. ¡Y que morir tan completo!

 

MARÍA. Sobre todo acariciarles,

tenerlos a nuestro lado,

que nunca les falte.

Juan, ¡si tu quisieras!

 

JUAN. ¿Qué?

 

MARÍA. Este pueblo, donde hace

tantos años que vivimos,

dos jornadas, no cabales,

está de los Pirineos.

 

JUAN. Y recostado  en el valle

más hermoso de Aragón.

 

MARÍA. Nada hay aquí que nos ate:

teniendo Francia tan cerca,

allí podemos mandarle;

luego vamos donde esté...

 

JUAN. Pero explícate, ¡qué diantre!

¿A quién mandamos a Francia?

 

MARÍA. Juan, no me entiendes; ¿no sabes

que es morir vivir sin hijos?

¡Logremos que no lo maten!

 

JUAN. ¿Que Pedro se vaya a Francia?

¿Que deserte, que lo mande

que huya de muerte con honra

y vida sin honra darle?

Mujer, no quiero pensarlo,

porque es pensamiento infame.

 

MARÍA. ¿Y si te quedas sin hijo?

 

JUAN. Llanto verteré de sangre;

pero si el hijo me vive,

con vergüenza en el semblante

y humillación en el alma,

sin hijo habré de quedarme.

Y déjame que me vaya,

porque hiervo de coraje

al imaginar, María,

que de ese modo me hablases.

(Se va, cogiendo un sombrero que estará sobre una silla, por la puerta izquierda)

 

 

ESCENA II

MARÍA e ISABEL, en traje de joven de pueblo acomodada.

ISABEL. (Entra por la puerta de la izquierda, se encuentra con don Juan, quiere detenerlo y éste la rechaza y se va.)

¡Padrino!

 

JUAN. Deja, Isabel. (Se va.)

 

ISABEL. ¡Madrina!

¿Qué tiene?

 

MARÍA. ¡Ay, hija del alma!

Que se nos llevan a Pedro:

que ya con él no te casas

dentro del mes en que estamos.

 

ISABEL. ¡Se lo llevan! ¿Quién?

 

MARÍA. Le llaman

de nuevo a su regimiento

para esa guerra malvada.

 

ISABEL. ¿Soldado Pedro otra vez?

¡Madrina! (La abraza.) Madre del alma,

¡qué va a ser de mí, Dios mío!

(Aparte.) Y el hijo de mis entrañas

sin padre. (Alto.) ¿Pero se irá?

 

MARÍA. Juan lo quiere; no le salva.

 

ISABEL. ¿Cómo habría de salvarse?

 

MARÍA. Huyendo por las montañas.

 

ISABEL. ¿Desertando?

 

MARÍA. Si es preciso,

poco importa la palabra.

 

ISABEL. ¿Y Pedro, qué dice?

 

MARÍA. ¿Él?

No le hablé aún. ¡Dios me valga!

mucho me quiere, Isabel,

mucho a ti también te ama,

si pudiéramos las dos...

 

ISABEL. ¡Ay, madrina idolatrada!

¡Qué soy sin él, sin vosotros!

Pobre y huérfana, en mi infancia

cariñosos me trajisteis

a vuestra noble morada;

de mi Pedro enamorose,

y al amor que me otorgaba

correspondí con amor;

todo en el mundo me falta

sin vosotros, ¿qué he de hacer?

 

MARÍA. Convencerlo que se vaya.

 

ISABEL. Hablará de honra perdida.

 

MARÍA. Isabel, si acaso habla

de ese modo le dirás...

¿Tienes en mi confianza?

 

ISABEL. ¡Madre!

 

MARÍA. Pues oye Isabel;

una madre no se engaña;

te quise siempre cual hija;

lo que tú lloras no es falta,

que el amor, cuando desborda

en dos juveniles almas,

santifica lo que crea

sin sanción de ley humana.

 

ISABEL. ¡Madre!

 

MARÍA. Isabel, lo sabía.

Díselo a Pedro; si clama

porque al irse va sin honra,

di que la tuya se acaba

si se marchase a la guerra;

que sienta caer tus lágrimas

en su corazón de padre,

y si la soberbia insana

y el orgullo de los hombres

le muerde el pecho, me llamas;

y entre madre, hijo y esposa,

o ese ilusorio fantasma

que unas veces llaman honra

y otras veces llaman patria,

habrá de elegir por fuerza

lo que más hondo se arraiga.

Hora es de que venga ya;

te dejo con él.

 

ISABEL. Aguarda.

¿Me perdonas?

 

MARÍA. ¿Cómo no?

¡Si va a la guerra lo matan!

(Se va por la derecha.)

 

ISABEL. (Sola.) ¡Morir Pedro; de sus ojos

no ver la lumbre que abrasa,

ni escuchar de sus amores

las dulcísimas palabras!

 

 

 

ESCENA III

 ISABEL y PEDRO en traje de joven acomodado, entra con sombrero, que se quita, y llega por la izquierda.

 

ISABEL.¡Oh, qué horror! ¡Pedro!

 

PEDRO. ¿Qué tienes?

Estás trémula; ¿qué pasa?

 

ISABEL. No te vayas a esa guerra.

 

PEDRO. ¿Pero qué dices?

 

ISABEL. ¡No vayas!

 

PEDRO. Cálmate, Isabel, por Dios;

¿quién te dijo?

 

ISABEL. Que me matas

si vuelves, Pedro, a las filas.

 

PEDRO. Santo deber me lo manda

 

ISABEL. ¡Deberes! ¿Cuáles el hombre+

cumplirá primero? Habla.

 

PEDRO. Cadena que a lo infinito

con sus anillos alcanza,

son, Isabel, los deberes

de nuestra existencia humana.

 

ISABEL. ¿Pero cuáles son primero?

 

PEDRO. Difícilmente se marcan;

en la escala de la vida

es la razón quien los manda;

no se inspiran en pasiones;

el deber que no se adapta

a lo más justo y perfecto,

antes que deber es falta.

 

ISABEL. ¿De modo que no vacilas?

Vas a dejar desoladas a tu madre y a tu esposa.

 

PEDRO. Me llama, Isabel, la patria.

 

ISABEL. Razón que manda a la muerte,

al dolor y a la desgracia,

es más que razón locura.

 

PEDRO. No es el fin de nuestra almas

lograr placeres ni dichas

sino acciones levantadas;

nada importa que por fuerza

nos llegue muerte y desgracia,

si dentro llevamos vida

ennoblecida y honrada.

 

ISABEL. ¡Virtud dejar a tu madre,

dejarme a mí! ¿Quién te manda

tal absurdo? ¿No es la vida

breve momento que pasa,

que mitos sustenta el hombre

para hacer de su morada

un lugar de sufrimiento?

Conmigo y tu madre a Francia

vente; pensándolo bien

es la tierra nuestra patria;

sé buen hijo y buen esposo

¿qué falta le haces a España?

 

PEDRO. (Con tristeza)

Isabel, qué daño hacen

aquí dentro tus palabras;

todo el ideal grandioso

que del mundo nos levanta

se bambolea al contacto

de lo que dices.

 

ISABEL. No dañan

mis frases, sino que aciertan;

nada en el mundo hay que valga

lo que valen los afectos

de la familia; no bastan

al hombre, gloria, ni honores,

ni riquezas, y le basta

el dulce amor de los suyos.

 

PEDRO. Pero es que ese amor nos falta,

Isabel, cuando enrojece

de vergüenza nuestra cara;

¿no imaginaste la vida

que de prófugo me aguarda?

«Ahí va e el cobarde –dirán–

»que robó su sangre a España,

»cuando la afrenta pedía

»el ser con sangre lavada.»

 

ISABEL. ¿Quién te conoce allá lejos?

Nunca oirás tales palabras.

 

PEDRO. Si nadie me lo dijera,

de mí mismo lo escuchara.

 

ISABEL. ¿Te irás?...

 

PEDRO. ¡Isabel!

 

ISABEL. ¡Te irás

a matarnos, si te matan!

 

PEDRO. Cadáver allí mi cuerpo,

y aquí cadáver mi alma,

no es dudosa la elección;

lo que más vale, se salva.

 

ISABEL. ¡Madre! (Grita.)

 

PEDRO. ¡Silencio, Isabel!

 

ISABEL. Madre, ven... De mi desgracia,

que ella tome la mitad.

 

PEDRO. (Se deja caer, sentándose en una silla.)

(¡Oh, las fuerzas se me acaban)

 

 

 

ESCENA IV

 PEDRO, ISABEL y MARÍA.

 

ISABEL. No quiere ceder. (A María.)

 

MARÍA. ¿Le ha visto?

 

ISABEL. ¿A quién?

 

MARÍA. A su padre.

 

ISABEL. Nada

me dijo; creo que no.

 

MARÍA. Aún tenemos esperanza.

(Esto dicho aparte entre las dos.)

¿Pedro?... (Alto.)

 

PEDRO. ¡Madre!

 

MARÍA. Ya Isabel

te rogó...

 

PEDRO. Sí...

 

MARÍA. Fueron vanas

sus razones, ¿no es verdad?

 

PEDRO. No son razones las ansias

de sentimientos heridos.

 

MARÍA. ¿No hay razón cuando se ama?

 

PEDRO. ¡Madre!

 

MARÍA. ¿Le dijiste ya?... (Aparte a Isabel.)

 

ISABEL. No le dije una palabra.

 

MARÍA. Antes de irte, nos dirás (Alto a Pedro.)

qué porvenir nos aguarda,

a mí, a Isabel y... a tu hijo.

 

PEDRO. (Levantándose con viveza y colocándose al lado de Isabel.)

¡Isabel!

 

ISABEL. ¡Pedro del alma!

 

PEDRO. ¡Vida de mi propia vida, (La abraza)

esposa mía adorada!

¡Padre yo de un hijo tuyo!

¿Qué luz celestial me baña

que parece que en sus ondas

mi existencia se dilata?

(Con tono de arrobamiento.)

¿Será cierta mi ventura?

 

ISABEL. Cierta es, Pedro, mi desgracia,

si así me dejas.

 

PEDRO. ¡Dejarte,

sin ver al ángel que aguardas,

joya de amor que nos une

con irrompible lazada!

 

ISABEL. ¿No te irás... (Con amor.)

 

PEDRO. ¡Isabel mía!

¡Madre!

 

MARÍA. Y a todos nos salvas;

tu pobre padre es ya viejo;

eres su sola esperanza.

En este pueblo, escondido

del Pirineo en la falda,

quiso vivir retirado

de las miserias mundanas.

De raza noble, educose

con brillantez; por desgracia,

no contó en sus mocedades

con riquezas, y a la patria

sirvió de soldado raso;

estuvo en la guerra de África,

ganó todas esas cruces;

le hirieron, volviose a España:

nos casamos, ¡fuimos ricos!

En las memorias pasadas

quiso inspirarse tu padre,

y te dejó que marcharas

al ejército.

 

PEDRO. Hizo bien;

siempre al hombre le hacen falta

tener en sus juventudes

algunas horas amargas.

 

MARÍA. Todos cumplimos cual buenos.

 

ISABEL. Mi honra, además, te reclama.

 

PEDRO. ¡Desertor, madre!... (Con angustia.)

 

MARÍA. (Con energía, sugestionando completamente a su hijo.)

Es preciso;

la tarde ya se adelanta...

Por los atajos del monte

esta misma noche marchas;

ahora vente con nosotras;

todo el oro que haga falta

quiero entregarte. (Es forzoso; (A Isabel.)

si ve a su padre y le habla

le perdemos para siempre.)

 

ISABEL. (Coge de la mano a Pedro y le lleva hacia la segunda puerta a la derecha.)

Vente, Pedro, que en la estancia

de nuestra madre podremos

arreglar mejor tu marcha.

 

 

ESCENA V

 DON ANTONIO en traje de caza; DON JUAN; ambos dejan el sombrero al entrar.

 

JUAN. Buena gresca han armado los muchachos

en rondalla cantando por el pueblo.

 

ANTONIO. Borracheras al paso cosechando.

 

JUAN. Siempre, Antonio, derramas tal veneno

con tus yertas palabras, que parece

estar sin sangre juvenil tu pecho.

 

ANTONIO. Don Juan, no me entusiasmo fácilmente;

fui pobre, ahora soy rico; me dolieron

allá en mi infancia desventuras tales,

que de los hombres la pasión desprecio.

(Don Juan se sienta y atiza la chimenea.)

 

JUAN. ¿Aun siendo la pasión del patriotismo?

 

ANTONIO. Dígame qué será de todos esos

reservistas que marchan tan alegres;

quedarán lo que son, cuando no muertos:

hay algo más que hacer en esta vida;

a nuestro propio bienestar cantemos.

 

JUAN. Justo; que triunfe el yo; que el egoísmo

reine como deidad sobre los pueblos.

 

ANTONIO. Así no más la dicha conquistamos.

 

JUAN. Del corazón, Antonio, que está seco,

pero no del que hierve palpitante

del astro del amor a los reflejos.

Tú, rico y joven, libre, sin familia,

del placer de la caza y de los juegos

dejándote llevar, con salud siempre,

eres, en realidad, un pobre viejo

que aprovechas tan sólo de la vida

lo que a nadie le importa: los deshechos.

 

ANTONIO. Don Juan, ¿qué aprovechasteis de la vuestra?

 

JUAN. (Se levanta y señala al cuadro de cruces.)

¡Mira allí!

 

ANTONIO. Vanas pompas.

 

JUAN. (Con alta entonación.) Me las dieron

cuando mi sangre resbalaba hirviente

como raudal de honor bañando el pecho.

 

ANTONIO. Sí, ya sé que estuvisteis en la guerra.

 

JUAN. Con Prim gané la acción de Castilleljos.

(Relatando con entonación heroica.)

¡Cuál palidecen los placeres tuyos

al inmortal fulgor de mis recuerdos!

Cuando imagino en la callada noche

que vuelven a surgir aquellos tiempos

y ante mí se levanta aquel gran día

y en la legión del héroe me contemplo;

al ver en anchos pliegues la bandera

que tremolaba, de coraje ebrio,

y que llevó picando su caballo

al riñón del ejército agareno;

cuando miro el empuje formidable

que renació de los cansados pechos

y nos hizo seguir a nuestra enseña

a la feroz morisma arremetiendo,

este brazo senil que siento inerte

con entusiasmo a levantarlo llego,

como si aún en las sangrientas manos

blandir pudiera el vengador acero

(Cambio de tono.)

Memorias que nos hacen tan dichosos,

a nuestras almas juventud volviendo,

nos aprovechas más que esos placeres

que buscas, infeliz, con loco empeño.

 

ANTONIO. Mirando así las cosas de la vida...

 

JUAN. No de otro modo comprenderlas puedo;

deja al bruto las ansias del instinto.

Esta frente serena, se alza al cielo

para encontrar en él inspiraciones

de todo lo que es grande y es eterno.

 

ANTONIO. Don Juan, la guerra es bárbara costumbre;

de una vida inferior, triste reflejo.

 

JUAN. No negaré que el porvenir oscuro

la paz nos traiga como bien supremo;

pero, a la vez, si puedo asegurarte

que el honor y la gloria siempre eternos,

serán dos astros de la vida humana

que alzarán hasta Dios el pensamiento.

 

 

ESCENA VI

 DON ANTONIO, DON JUAN y ROSA en traje del pueblo de Aragón. Luego Criados y MARÍA  e ISABEL .

 

ROSA. (Por la izquierda y hablando con el tono del país.)

¿Se puede?

 

JUAN. ¡Hola, tía Rosa!

 

ROSA. Buenas tardes

don Juan y don Antonio.

 

JUAN. ¿Qué de bueno

traes a casa, nodriza de mi chico?

 

ROSA. ¿Qué he de traer? ¡Se llevan a mi Diego

y a mi Manuel!

 

JUAN. ¿No más?

 

ROSA. ¿No son bastantes?

¡Se me llevan a dos y cuatro tengo!

 

JUAN. ¿Y qué quieres hacerle?

 

ROSA. Pues yo, nada.

¡El corazón encogidico llevo!

Pero, ¿qué le he de hacer? Son españoles.

Parece que los moros emprendieron

a bofetada limpia contra España,

y no hay más que acabar con todos ellos.

Yo, don Juan, ya ve usted, me duele mucho

que se vayan, los maten y no verlos.

(Se limpia el llanto. Transición de tono.)

Pero eso de que estén muy quietecicos

tragando las ofensas de esos perros,

casi me duele más. Dios sobre todo;

puesto que Él me los dio, que mande en ellos,

y el sino que tuvieren que se cumpla.

 

JUAN. ¡Noble hija de Aragón! (A Antonio.)

En sus acentos,

la voz escucha, Antonio, de la patria.

 

ANTONIO. ¡La patria! ¡El gran fantasma de los pueblos!

Dime, Rosa, ¿qué entiendes por la patria?

 

ROSA. ¡Toma! La tierra misma en que nacieron

mis hijos; donde nacen nuestros padres;

donde hablando español nos entendemos;

donde habrán nuestros huesos de quedarse;

ese valle, esos montes, ese cielo,

(señala al fondo)

la piedra de mi hogar, donde se quema

la leña de los árboles que tengo,

y el último rincón de mi casuca,

atascado de trastos y recuerdos.

 

JUAN. Lo que nos presta honores cuando vivos,

y ensalza nuestra gloria cuando muertos.

Con tus dos hijos, Rosa, a la mañana

también ha de marcharse nuestro Pedro.

(Entra un criado con la lámpara encendida; comienza a anochecer; el criado vestido de aragonés.)

 

ROSA. ¿Con que se va?

 

JUAN.  Sí, claro; ¿qué creéis?

 

ROSA. Es que corre un rumor por todo el pueblo...

Dicen que como está para casarse

con Isabel...

 

JUAN. ¿Y qué?

 

ROSA. Que supusieron,

si acaso, iría a refugiarse a Francia.

 

JUAN. Mi Pedro desertar... ¡Viven los cielos!

 

ROSA. Como le quiere tanto la señora...

 

JUAN. Tanto como su madre yo le quiero,

pero honrando a su patria y a los suyos...

 

ROSA. Los mozos que han salido de festejo

celebrando la marcha han extrañado

que no los acompañe.

 

JUAN. Mi hijo Pedro

¿no está con esa ronda de muchachos

reservistas?

 

ROSA. No está.

 

ANTONIO. ¿Qué será ello?

 

JUAN. ¡María! (Gritando.)

 

ANTONIO. (A Rosa. ) Puede ser que luego fuera.

 

JUAN. ¡Isabel, pronto aquí! ¡Tomasa! ¡Diego!

(Entran por la izquierda los dos criados y esperan las órdenes. Don Juan señala a la criada.)

Tú busca a la señora, y a mi hijo

búscame tú. (Señala al criado.)

Ve, Rosa, ve adentro

llama a Isabel y aquí que vengan todos.

(Los criados se van; luego Rosa; por las puertas de la derecha; criado, izquierda.)

¡Malditos caserones de los pueblos

que son tan grandes que la voz no llega

por mucho que se grite, a los extremos!

 

MARÍA. (Entra con Isabel por la derecha, y en el mismo dintel hacen este aparte sin que se enteren don Juan y don Antonio)

Toma, Isabel, la llave de mi cuarto,

allí encerrado queda... vete...presto...

(Entra doña María en escena, Isabel se va.)

 

JUAN. María, ¿y nuestro hijo?

 

MARÍA. No le he visto,

se marchó cuando estaba anocheciendo.

 

ANTONIO. De fijo está de ronda con los mozos.

 

JUAN. Vente conmigo, Antonio, lo veremos.

(Se van los dos por la izquierda.)

 

 

 

ESCENA VII

 DOÑA MARÍA y ROSA; luego ISABEL y PEDRO; éste en taje de cazador montañés.

 

ROSA. Pues no encuentro a Isabel.

 

MARÍA. Mi buena Rosa,

¿quieres como a tus hijos a mi Pedro?

 

ROSA. ¡Pues no, si le he criado con mi sangre!

 

MARÍA. ¡Pues no, si le he criado con mi sangre!

 

ROSA. ¿De qué?

 

MARÍA. De que se marche a ser soldado.

 

ROSA. ¿Desertando los tres?

 

MARÍA. (Enseñándole un paquete de monedas.)

Mira, aquí tengo

oro que ha de sobrar para que huyan

a través de los altos Pirineos.

 

ROSA. (Tiene un momento de asombro y vacilación; hace una pausa; momento a interpretar por la actriz rápidamente.)

Pero, ¿podrán huir de la vergüenza

con el oro, señora, que les demos?

 

MARÍA. ¡Rosa!

 

ROSA. ¡Dios me perdone! no me diga

que salve a mis muchachos a ese precio;

jamás renegaremos de la patria;

su bendición nos de vivos o muertos.

 

MARÍA. Pero, Rosa, si Pedro se va solo

que retroceda en su camino temo.

 

ROSA. Pues arregle el asunto como pueda.

(Si de hablar a don Juan hallase medio...)

 

MARÍA. Rosa, ¿te callarás?

 

ROSA. Mucho me pide;

algo de mi conserva el hijo vuestro,

y vamos, que no paso porque huya.

 

MARÍA. Pero, calla.

 

ROSA. Lo haré si no me encuentro

en ocasión de hablar; y ahora me marcho,

una cena a los chicos darles quiero

que puedan recordarla en esas noches

que se hallarán tan solos allá lejos. (Se va.)

 

MARÍA. Hijo, te salvaré pese a quien pese,

yo que tales delirios no comprendo.

 

ISABEL. ¿Se fueron todos?

 

MARÍA. Sí.

 

ISABEL. Madre, es preciso

no perder un instante, por el pueblo

se oye rumor de música y cantares.

(La luna comienza a iluminar el paisaje de montañas y cielo del fondo.)

 

MARÍA. El traje montañés se vistió Pedro.

 

ISABEL. Ya está pronto a marchar.

 

MARÍA. Tráelo.

(Se va Isabel. María cierra la puerta de la izquierda.)

Esta puerta

para mayor seguridad cerremos.

(Saca una llave y abre la puertecita de escape del fondo.)

¿La llave del postigo?... aquí la traigo.

(Saca unos paquetes de monedas y la llave, unida la acción a la palabra.)

Saldrá a la vega y por los montes luego

hallará los atajos y veredas

que suben hasta Bielsa y van al puerto.

¡Si al encontrarse solo se volviera!

¡Isabel, puede; sí!

(Entra Isabel llevando de la mano a Pedro.)

 

PEDRO. ¡Madre, no acierto

a darme cuenta exacta de esta noche!

¡de hablar a mi conciencia tengo miedo

y, sin embargo, vuestros planes sigo!

¡dormido debe estar mi pensamiento!

 

MARÍA. Déjate conducir por quien te quiere

y en tu dicha no más cifra tu anhelo.

(Escena que debe estar muy ensayada pues es el nudo dramático de la obra. Doña María e Isabel llevan a Pedro materialmente arrastrándolo hacia el postigo.)

Toma, compra sin tasa a quien te encuentres,

el oro es buen candado del silencio.

(Le lleva a la puerta que antes abrió.)

Por aquí; ya lo sabes, que en la vega

te despida Isabel.

 

PEDRO. (Resistiéndose a salir.) ¡Madre, no puedo!

 

MARÍA. (Empujándolo)

¡Hijo, mi vida con la tuya salvas!

 

ISABEL. (Llevándole de la mano hacia la puerta.)

¡Pedro, mi honor!

 

PEDRO. ¡Oh, Dios!

 

JUAN. (Desde dentro.) ¡Viven los cielos!

(Empieza a oírse rumor de voces y música, tocando la jota lejos.)

 

PEDRO. (Vuelve rápidamente a escena.)

Es la voz de mi padre, y ese ruido...

 

MARÍA. (Tirando del brazo a Pedro para llevarle hacia la puerta que queda abierta e iluminado por la luna.)

Pronto, Isabel, allí te seguiremos.

 

JUAN. (Dentro dando golpes en la puerta izquierda; rondalla aragonesa cerca, cantando voz sola de tenor.)

Vente, Pedro, con nosotros,

no reniegues de la patria

que han ofendido su honor

y es cobarde abandonarla.

(Esta copla ha de estar muy ligada a la escena.)

 

JUAN. ¡Abrid pronto esta puerta o la derribo!

 

PEDRO. (Deshaciéndose de los brazos de su madre que pugna por llevárselo)

Ya voy, padre, ya voy.

 

 

ESCENA VIII

 DON JUAN, DON ANTONIO, ISABEL, ROSA, MARÍA y PEDRO, luego Criados, Comparsas y Rondalla.

 

JUAN. (Parado en medio de escena. Pedro avergonzado a la derecha. Isabel y María formando grupo; sentada María y llorando.)

¿Pero qué es esto?

Este traje, esa puerta. ¡Hijo del alma!

¡Ibas a la deshonra!

 

PEDRO. Perdón.

 

JUAN. Pedro,

escucha en esos cantos de los tuyos

de nuestra patria el conmovido acento,

y si quieres huir lleva en tu mente

con sus palabras el postrer recuerdo.

(Rondalla tocando muy lejos y luego desaparece del todo hasta finalizar la obra, en que vuelve.- Cesa la música.)

 

PEDRO. Padre, de los instantes de flaqueza

que pudo darme el mujeril desvelo,

han surgido más firmes mis ideas

que al alma tuya de patricio debo.

De tus benditas canas seré digno.

 

ROSA. A luchar contra moros, ¡que me alegro!

Toma, te llevarás mi escapulario.

(Se quita un escapulario y se lo mete en el pecho.)

 

PEDRO. (Rechazando a Rosa.)

¡Rosa!...

 

JUAN. Déjala hacer que goza en ello

y al candor infantil de las mujeres,

cariñosa indulgencia le debemos;

y además que una bala, si está fría,

puede quedarse en el doblez del lienzo.

 

ISABEL. ¡Y de mí, qué será!

 

MARÍA. ¡No ven mi pena!

 

ANTONIO. Emocionado, a mi pesar, me encuentro.

 

JUAN. (Ínterin ha ido al cuadro de las cruces y quita la de San Fernando, uniendo la acción a la palabra se la mete a Pedro dentro de la blusa del traje.)

Toma, Pedro, esta cruz de San Fernando;

te la entrega tu padre cual recuerdo

de su pasada vida y de su honra;

ponla sobre la carne de tu pecho,

y si al África vas, cuando regreses

aquí por fuera contemplarla quiero.

(Señala el lado izquierdo del pecho.)

 

PEDRO. Aquí la encontrarás pregón de gloria

o quedará con mi cadáver dentro.

 

MARÍA. (Se levanta con ademán de espanto.)

¡Hijo!

 

PEDRO. (Abrazando a Isabel.)

Isabel, la voz de nuestra patria

despertó mi dormido pensamiento.

No se encuentra el honor por esos montes

como un cobarde de la guerra huyendo.

Yo cuidaré del nombre de mi hijo

haciéndote mi esposa, antes que muerto

puedan verme las hordas agarenas;

y al volver victorioso con los nuestros

como florón de su inocente cuna

le enseñarás mi enaltecido pecho.

 

JUAN. Y si la muerte con su férrea mano

lograse ahogar su juvenil aliento,

tu padre le dirá que fuiste un héroe

y vivirá tu nombre bendiciendo.

Y así de España los gloriosos días

en las edades servirán de ejemplo,

vigor prestando a la familia humana

al ser contados por extraños pueblos.

 

ISABEL. En patrio amor tu corazón palpita,

honrada con tu nombre me contemplo.

 

PEDRO. (Abrazando a su madre.)

Ven a mis brazos, madre idolatrada,

no me deshonre tu cariño inmenso;

ese faro que luce en nuestra vida

mostrando las alturas de lo eterno.

Yo volveré; tu amor será mi escudo,

el llanto que derramas en mi pecho.

en laureles de gloria convertido,

diadema habrá de ser de tus cabellos.

 

MARÍA. Si no te vuelvo a ver, ¡hijo del alma!

 

PEDRO. Tu amor es inmortal; sino podemos

unirnos en la tierra, madre mía,

se unirán nuestras almas en el cielo.

 

JUAN. Anda, Rosa, que pasen los muchachos,

a cenar los convida mi hijo Pedro.

(Rosa se va y enseguida vuelve seguida de los Comparsas, Criados y Rondalla.)

 

 

PEDRO. (En medio de escena, con entonación levantada; grupos de figura a cargo del director de escena.)

Y al lucir la aurora, nuestra hueste,

de las montañas de Aragón saliendo

como raudal de nobles, valentía

aumentará las fuerzas del ejército.

(Comparsa en escena, Pedro se dirige a ellos.)

¡Hermanos!... Hijos de la brava tierra

que elevó con su nombre el monumento

más grande la historia de la patria,

las hordas de los bárbaros rifeños

hollaron el honor de nuestro escudo;

con su sangre la mancha le quitemos

para que limpio la contemple el mundo

como los siglos al pasar le vieron.

 

JUAN. Muchachos, a morir o a la victoria,

que España la venganza está pidiendo.

 

ANTONIO. Don Juan, con las palabras de su hijo,

de mi egoísmo avergonzado quedo,

aun es joven mi brazo; voluntario,

a las guerrillas marcharé con ellos.

(Se coloca con los Comparsas.)

 

ROSA. ¡Viva Aragón!

 

JUAN. ¡Y España!

 

TODOS. ¡Viva!

 

JUAN. ¡Vivan

los nobles hijos del valiente pueblo!

 

VOZ. (Cantando.)

Montañeses de Aragón

conquistemos la victoria,

que no se puede vivir

estando España sin honra.

(Telón lento ínterin dura la copla.- Grupos.- A la derecha Isabel y Pedro arrodillados, recibiendo la bendición de María de pie; en el centro y fondo Rosa, abrazando a un reservista y dando la mano a otro, que se supone son sus hijos; a la izquierda don Juan, estrechando las dos manos de Antonio con expresión de regocijo; en último término los montañeses, iluminados por la luna, que entra por la galería; la Rondalla fuera de escena tocando.)

 

FIN

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)