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[Escuela Laica de Zaragoza]

 

 

Señor presidente de la Asociación de Enseñanza Laica de Zaragoza

Honrándome en extremo la invitación que he recibido de la expresada corporación para colaborar en la velada literaria que celebrará el aniversario del establecimiento de escuelas laicas, me dirijo por la presente a tan nobilísima e indispensable sociedad, saludándola entusiasmada en las humildes páginas de esta carta. Sea usted, señor presidente, el intérprete de lo que a continuación expreso y que al resonar mis palabras en esa asamblea, al vibrar sus ecos como destellos que son de una vida consagrada a todo lo que sintetice progreso, justicia y libertad, sean movidos los corazones por el amor a tan grandes ideales, jurándose a sí mismos, con el entusiasmo de la creencia y la serenidad de la razón, arrostrar heroicamente, con el estoicismo de los altos caracteres, todo vejamen, toda contrariedad, toda violencia, prosiguiendo, fija la mirada en los cielos y el valor en el alma, la epopeya de la redención humana, que estriba en derribar todo poder que, elevándose sobre las ignorancias, enturbie las conciencias y escarnezca las voluntades.

El camino del porvenir está en vuestras manos; vuestras asociaciones, ¡oh hijos del pueblo!, hacen temblar los cimientos de la secta católica, que atravesada como el tronco carcomido de un centenario roble, sobre las vías de la sociedad, inficiona leyes y costumbres, códigos y razas, enmoheciéndolo todo con su apolillada atmósfera de diez y nueve siglos de errores. En vano es que la ciencia fría y serena, con la elocuencia aterradora de la experimentación, se amuralle en el santuario de la verdad, separándose cada día más largo espacio de las revelaciones. En vano es que las artes, despojándose de fantasías de alucinados, rotos los mitos, derribados los ídolos, hundidas las mistificaciones, busque sus triunfos en la sublime y siempre bella expresión de la naturaleza. En vano es que el trabajo, arrojando despreciativamente las esperanzas egoístas de ultra tumba, empuñe con brío sus emblemas sagrados, y amado pro lo que representa, levante sus legiones de humildes héroes, que con el sudor en sus frentes y la sonrisa en sus labios testifican lo indiscutible de su ley en el concurso de la vida terrestre. En vano es que las muchedumbres, con las impaciencias acumuladas por una larga y penosa serie de martirios y de esclavitudes, enciendan en la atmósfera de nuestra patria el fuego de las revoluciones, intentando arrollar con la indignación de sus resentimientos a los enemigos de sus glorias y de sus derechos. Ciencias, artes, trabajo y pueblo; todo cuanto se levanta enfrente del secular enemigo, todo es inútil para despojarle de sus bien atrincheradas posiciones, y conforme la hueste de los escogidos se anima a defender con nuevos bríos las causas de lo justo, el catolicismo, acechando tranquilamente impune en el confesionario y en la escuela, esteriliza todo esfuerzo viril, porque esgrime en su defensa a la mujer y el niño, ¡esos dos polos entre los cuales voltea la vida con su primavera de amores, su estío de esperanzas, su otoño de felicidad, y su invierno de recuerdos!

De aquí vuestra grandeza; de aquí la necesidad de que vuestras asociaciones se afirmen poderosas, heroicas, sin desmayos, sin vacilaciones, con perseverancia, con tranquilidad al mismo tiempo; con esa augusta tranquilidad del que poseído de su consciencia asciende impávido, lo mismo sobre las llamas de la hoguera, que sobre un aromático tapiz de preciadas rosas; de aquí la indispensable necesidad de que prosigáis incansables, sin mirar a los heridos, sin recoger a los muertos; es decir, sin volver la cabeza al que débil se retracte o temeroso huya; vosotros no podéis pararos a considerar al que se retarda; tenéis que seguir, seguir avanzando, sordos a los aullidos de la calumnia, que con su lengua de víbora, mansamente deslizada entre vosotros mismos por la mano cobarde de vuestros enemigos, salpicara de cieno la senda de vuestra vida, intentando hacer el nido de la discordia, el más formidable enemigo de las conquistas de la razón humana. Vosotros habréis de seguir hollando abrojos, despreciando el dolor, sonriendo a todo daño que os salga al encuentro; haciendo preventivamente la renuncia a toda felicidad personal, porque vosotros solamente podéis asentar la piedra angular sobre la cual se eleve el sagrado templo de la religión del porvenir, constelación que anunciará sus esplendores cuando el niño y la mujer, sacudiendo el marasmo del embrutecimiento, iluminen sus purísimas frentes con el fuego de las sabidurías. Y cuando la misión es de libertad para un pueblo, de paz para un estado, de grandeza para una raza, los que la emprenden, sumiendo sus personalidades en la sombra, hundiéndose de antemano en el sacrificio, deben arrancarse de toda efímera ambición, y, lucientes sus entendimientos por el ideal, conmovidos sus corazones por el amor, deben poseerse de un solo fin, el cumplir con todas las fuerzas de su alma la augusta misión que se impusieron.

Por eso mi acento os saluda con veneración, porque veo en vosotros la pléyade de héroes y de mártires, que asientan fatigosamente el edificio de la regeneración española.

Por vosotros será traída la hora feliz al seno de nuestra sociedad; tenéis la parte más positiva, más segura en este gran renacimiento que se inicia en el crepuscular ocaso del catolicismo; y solamente vosotros podéis hacerla heridas que sean imposibles de curar; su poder titánico ha estribado solo en el dominio de la conciencia; sabido es que esta función del espíritu se desarrolla lentamente al par que los huesos y las vísceras; así lo comprendió, aguijoneada por el interés, la iglesia del feudalismo, y apoyándose en las levaduras idólatras del caído imperio romano, y espantando a los descendientes de los adoradores del Olimpo con los terrores del infierno católico, logró penetrar en la familia, apoderándose primero de la mujer y luego del niño: de la mujer ya se sabe lo que ha hecho; una sierva disfrazada de libre; puesto que todas las leyes y las costumbres que rigen la constitución de la familia, están inspiradas en las teorías de la iglesia respecto a la mujer, condensadas en estas palabras de algunos de sus más grandes lumbreras: «La mujer es el órgano del demonio» (San Bernardo). «La mujer tiene el veneno de un áspid, la lengua de un basilisco, el artificio de un dragón: y la malicia de un mundo es corta, es corta en comparación a la suya» (San Gregorio). «La mujer es el camino de la iniquidad, la enemiga jurada de la amistad, el mayor peligro doméstico, y una cosa dañina, y nociva en todas las cosas» (San Juan Crisóstomo). «La mujer tiene más astucia, más ambición, más soberbia y más lujuria que el hombre» (San Agustín).

Del niño han hecho algo más grave; han hecho un depósito de sedimentos corrompidos: allí quedan, allí se guardan, en el cerebro de la infancia, sus doctrinas de hipocresía, de servilismo, de sensualidad y de errores, matando con su frío petrificador los elocuentísimos movimientos del alma infantil hacia la luz, hacia la libertad, hacia la razón y hacia la dicha; allí queda depositado algo negro, ruin, muerto, feo, y como la conciencia crece y crece con los años, extendiendo de todas sus permanencias primitivas por anchurosos círculos, el niño, sagrado recinto donde depositó sus inspiraciones el catolicismo, conserva indelebles, y cada vez más abarcadoras, las huellas de su mano fatal; y si, en la plenitud de la vida, cuando todas las fuerzas creadoras tienden a la expansión, se hace imposible que el hombre se someta al fuero especulador de la iglesia, así que decae, así que desciende, como siempre llevó en su cerebro aquel germen podrido, tórnase infantilmente hacia su niñez, y rueda a la fosa murmurando las primeras oraciones aprendidas, con lo cual la iglesia, poseedora de la cuna y del sepulcro del hombre, como lo está de su juventud al poseer los amores de la mujer, cierra el cielo de sus evoluciones, asegurando sobre la vida individual su poder omnímodo, garantía de sus insaciables ambiciones materialistas. De aquí que todo esfuerzo humano para reconquistar la autonomía del alma, sea desvanecido en elocuencias teóricas muy brillantes, sí, pero que no arranca un ápice de terreno a la tiranía inmoladora de la iglesia; y de aquí que lo más esencial sean las asociaciones para la enseñanza laica, la única que irá limando los eslabones de esa cadena horrible que si en su tiempo fue para la humanidad áncora salvadora en el naufragio de las apolilladas religiones, desde hace muchos siglos agobia con su pesadumbre a la raza del hombre, que camina por una senda abrupta, sembrada con los calcinados huesos de las hogueras inquisitoriales y regada con el llanto de millares de siervos atraillados bajo los pendones de señores de monasterios y abadías. De aquí nuestra excelsitud, nobilísima asociación zaragozana, que, cual otras semejantes del resto de la península, estáis haciendo la grande obra, el gran trabajo de redimir y libertar las conciencias infantiles, es decir, las conciencias de los hombres futuros. No hay que desalentar sino para seguir con más valentía: es menester que el niño, esa promesa de felicidades humanas, conserve en su corazón la pura conciencia libre de todo error y de toda doblez: no temáis, con un resto de católica creencia, que lo inmoral, lo dañino, lo feo, manche el sencillo corazón de la niñez.

¿Quién ha hecho esto? Preguntará con su infantil curiosidad al deshojar entre sus diminutos dedos la delicada flor… ¡Madres que me oís decidles a los maestros que no respondan a esas preguntas de vuestros hijos!, que os dejen a vosotras el derecho de contestarlas, y cuando sus frentes inmaculadas se inclinen pensativas ante el pavoroso problema, entre los besos de vuestros labios, satisfaced sus curiosidades cogiéndolos de la mano y haciéndoles doblar la rodilla ante los esplenderos de la luz. ¡Alza, hijo mío, tu cabeza; extiende la mirada por el dilatado horizonte! ¡cielos que irradian fulgores diamantinos; sol que esparce fluidos de vitalidad; mares y bosques; praderas y montañas; flores de los campos; aves de las florestas; brisas y nubes; perfumes y astros; átomos y mundos y almas, son los altares consagrados a la omnipotencia de Dios!

Hacedles arrodillar sumisos ante la belleza grandiosa del Universo sensible; y que reconociéndose, no como árbitros de la Naturaleza sino como humildes servidores suyos, tiendan a comprenderla, amándola primero, ya que jamás la dominaron; y que en la comprensión de ella; en la sumisión a sus leyes incontrovertibles e inmutables, vean la única felicidad posible para el linaje humano, para esta familia de seres que poblamos la tierra, estación de los cielos, que arrastrando sus humanidades por los espacios sin fin, reúne las armonías de todos sus placeres, y todos sus dolores, en una sola nota agregada al concierto de la pluralidad de mundos. Hacedles comprender la felicidad que dimana de procurar el bien a todas cuantas criaturas hallen en su camino; y si así contestáis a sus preguntas; si así despertáis sus sensaciones; si a más les obligáis con dulce rectitud, a la sinceridad constante de decir cuanto sientan y piensen ¿qué falta les hará entonces llevar al fondo de sus corazones otra religión ni otra moral?... ¡Ah! sí; aun habrá quien proteste: necesitan la ternura de los santos, el consuelo de la oración en las grandes tormentas de la vida: ¡madres! responded aun depositando en el alma de vuestros hijos, con vuestro amor por ellos y vuestra bondad hacia todos los seres, su veneración hacia vosotras mientras viváis a su lado, y su veneración hacia vuestro recuerdo cuando los dejéis en la tierra: haceros los santos y las oraciones de vuestra descendencia. « ¡Madre, madre!» que esta frase sublime arrancándose del fondo de sus entrañas sintetice lo teológico de su religión. Y así ascenderá el mancebo la cuesta de su existencia, preparado a toda lucha, no con armas enroñadas por los viles manejos de hipócritas servidores del error, sino con los bien templados aceros de los sentimientos generosos y de las ideas levantadas; y así no vacilará en seguir caminando sin el terror a lo desconocido; y leyendo hoja por hoja en el sublime libro de la Naturaleza, se esforzará en traer la paz a la tierra, con la amistad incondicional de todos los hombres coaligados en contra de todas las tiranías… Vosotras, asociaciones fecundas en bienes, tenéis en vuestra mano el porvenir de la humanidad; no retroceder ante ningún sacrificio, porque seréis responsables en el tribunal de los siglos que han de venir, de no haberles entregado una generación sabia, prudente, valerosa, dueña de sí misma, firme contra las sugestiones del vicio; despreciadora de toda idolatría; sintiendo en su alma una fe invencible: la fe en la Naturaleza; y en su corazón, un amor sublime: el amor a la ciencia; generación sobria, altiva trabajadora, libre de la repugnante carcoma del escepticismo y del enervador narcótico de la superstición; generación que no contraríe la ley de la vida, que es ley de avance, de afirmación, de lucha, y de triunfo; ley que aun a pesar de toda ciencia, y apoyándose sobre ella, se cumple a través de los tiempos, que así como derribaron los mitos del paganismo derribarán las mistificaciones católicas.

Cumplid con las edades; cumplid con los siglos; cumplid con la humanidad, abriendo para la infancia despejadas sendas, que la permitan seguir progresando sin martirios ni retrocesos.

¡Ojalá que mi palabra lleve a vuestros espíritus algo de lo que guarda mi corazón en favor de la niñez! sí, yo amo a la niñez; yo he trazado en el círculo de la vida una raya negra, dentro de la cual giró mi infancia, y el cerebro, en su potencia de recordación, se estremece de espanto con los quejidos de mi alma infantil… ¡Ah! ¡cuán bien se recarga de sombríos colores esta lejana memoria, añadiendo al sustantivo alma el calificativo femenina!... Librad esas almas de mujer del horrible embrutecimiento: que sientan, que piensen; que tengan conciencia propia, no reflejada; que comiencen a reaccionar con su entendimiento, y analicen, y observen, y testifiquen; que no les duela la operación del pensamiento cuando se reconcentra buscando una parte de la verdad: dejaros de ridículas emancipaciones de forma, ¡Emancipad las almas! lo primero que sean almas completas, libres de girar en todas direcciones, hasta que se sientan poseedoras de su fuerza: haced mujeres de las hembras que nos entrega el catolicismo: sensibilizad esos espíritus femeninos, atrofiados por la rutina, que solo vibran con voluntad propia en los estrechos limbos de las vanidades estúpidas y de las fantasías inútiles…

La niña, ¡la niña!, es decir la madre del porvenir, ¡esa es la esfinge; ese es el oráculo que responderá con augurio de venturas o de catástrofes, según que se le levante consagrando su conciencia, o se le hunda encenegando su voluntad!... Ese es el misterio que en la etapa de nuestro tiempo domina a todos los problemas; y solamente la enseñanza laica para la niña, semejante y equivalente a la del niño, llevará la clave a las sociedades futuras, que más felices que las actuales verán en el templo de la familia la santificación de la pareja humana por las leyes igualitarias del amor y de la sabiduría.

Salude, señor presidente, a esa ilustre corporación, repitiéndole la entusiasta adhesión a los fines que persigue, de esta humildísima servidora del progreso.

 

Pinto, 3 de enero de 1886

 

 

Notas

(1) El contenido del escrito iba precedido del siguiente texto: «Artículo mandado para la velada como aniversario de la fundación de la escuela laica en Zaragoza».

(2) En relación con el contenido del discurso, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Portada del Boletín de la Escuela Moderna 242. Sin una buena educación el futuro no será el que deseamos
A finales del siglo XIX la gran mayoría de quienes habitaban España no sabían ni leer ni escribir. Los datos del Censo de 1887 reflejan que alrededor de las dos terceras partes de la población eran analfabetas, también que existen grandes diferencias entre hombres y mujeres...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)