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Carta-discurso de Rosario de Acuña

Para ser leído en las veladas organizadas por el Círculo La Constancia de Cuenca a beneficio de la creación de una escuela de artesanos.

 

Sr. D. Carlos Lacasa:

Apreciable señor. Invitada por su benevolencia a tomar parte en las veladas del Círculo de la Constancia que a beneficio de las Escuelas de Artesanos de esa ciudad se realizarán, iniciadas por usted y el señor director de El Progreso, tomo la pluma para manifestarle, en primer término, mi agradecimiento por el honor que su invitación me reporta; honor muy grande tratándose de mi personalidad, siempre alejada del mundo social, y escondida, con íntima satisfacción del alma, en mi humilde quinta, a donde han venido a buscarme su invitación, causándome hondo asombro el contraste que forma mi insignificancia con los altos conceptos que tiene usted acerca del influjo de mis palabras.

Sincero regocijo tendría si la realidad confirmara sus apreciaciones; que el espíritu, huérfano de toda ventura, aún late, sin embargo, con impulsos de alegría, cuando concibe como posible que alguno de sus pensamientos, alguno de sus ideales se recoja en el fondo de las almas, que, aun siéndome desconocidas, los abriguen con el suave calor de las simpatías, dilatándolos en el hogar, en donde todas las felicidades se agrandan y todas las penas se achican.

¡Oh, si alguna de mis frases pudiera fijarse, como destello perenne, en el fondo de una sola alma!

Nosotros los peregrinos sin caravana en el áspero camino de la vida; los que marchamos agobiados, por inexorable mandato del destino, con la carga de la genialidad exótica que no encaja en las costumbres, que se rebela contra las autoridades, que se abrasa, con insaciable sed, por una sola hora de justicia y de libertad; nosotros los que, mirando siempre a un porvenir lejano, vamos hollando agudísimos abrojos que, a veces, suben a herirnos las fibras más hondas del corazón; los que estáticos ante lo absoluto y lo eterno, con la frente levantada hacia un cielo en que sueña el alma, perdemos toda noción de tiempo y de espacio, ínterin de que las horas van arrancando de nuestra vida las esperanzas, hasta dejarnos en los umbrales de la muerte con una dote de amarguras en la conciencia y sin una lágrima de amor para nuestro recuerdo; nosotros los que hemos aceptado todas las modalidades del dolor, si entre todas logramos comunicar a una sola criatura esta fe invencible que nos ofrece la eternidad para el alma, para la verdad y para la belleza; nosotros anhelamos, como la única y soberana recompensa, que algún ser humano tenga piadosa bondad para nuestros pensamientos, simpática condescendencia para nuestras palabras… Puede usted suponer cuánta sería mi satisfacción si, realizándose lo que en su carta anuncia, fuera la presente aceptada con respetuoso afecto por el auditorio a quien voy a tener la honra de dirigirme, valiéndome de vuestra representación.

Tengo pues, absoluta confianza en la sinceridad de sus frases; ellas van a surgir tranquilas y serenas del inalterable fondo de mi conciencia, donde irradian como trinidad augusta de un credo inconmovible los ideales que representan estas tres palabras: amor, racionalismo, progreso.

Podré, en la continuidad de mi discurso, no encontrar aquel estilo culto y ameno, privilegiado lenguaje de los genios; podré, acaso con ciega soberbia abrogarme derechos de la verdad cuando tal vez interprete solo los subterfugios del error; pero ni una sola de las frases, ni uno solo de los conceptos, dejarán de ser hijos legítimos de mi conciencia, que sobre todos los orgullos que al amor propio le caben, quiso la Naturaleza que fulgurase en el mío el orgullo de no mentir jamás cuando la pluma, lengua de acero que ha vinculado en el escritor la misión del sacerdote, vibra obediente a la voluntad, para ir a llevar de espíritu en espíritu lo más sagrado de la creación, las ideas del cerebro humano.

Véame ante sí el auditorio dispuesta a sacrificarme en aras de la verdad;  ¡que ella y vosotros me seáis propicios!

Dejadme, ahora, volver la mirada hacia mis queridas hermanas; hacia este femenino que, indudablemente, estará representado entre los oyentes por lo más sensato de Cuenca: para ellas especialmente hablo desde este albergue solitario, rodeada de los placeres que me cuentan las brisas trayéndome delicias del azul espacio; en medio de las riquezas formadas por los arabescos de oro que borda el sol en el escarchado rocío; escuchando el sublime concierto del piar de los pájaros cuando anuncian la llegad del día entre los rosales y las madreselvas; hacia vosotras, mujeres, van mis frases, impregnadas con la suavísima ternura que les infundió la contemplación de la Naturaleza.

Una sola palabra es nuestra dicha y nuestra desgracia, nuestra alteza y nuestra degradación, nuestra libertad y nuestra esclavitud: ¿necesitaré pronunciarla? En el pensamiento de todos está: es amor. ¡Ah! ¡cómo se estremece, allá dentro de nuestra alma, su fibra más delicada, cuando esta palabra se pronuncia! La menos dotada de femenino; la de más insensible corazón y cerebro; aquella hecha de la más grosera y tosca materia, no puede menos de conmoverse al oír la repetición de estas letras que van escritas con buril de fuego en todas las actividades de la personalidad femenina: pero sin no hay una siquiera que desconozca esa inspiración de la divina causa, que enaltece la vida racional con ecos de armonía celeste, es dolorosamente cierto que, muy contadas mujeres la atesoran con aquellos grados de pureza y perfectibilidad capaces de levantar el espíritu humano de las exageraciones del instinto y de las decadencias de la sensualidad.

Todas las etapas de la existencia aparecen sublimes y progresivas ante el destino de la mujer; en todas ellas, sin embargo, con raras excepciones, desciende a nivel inferior, arrastrando una existencia cansada y herida que no encuentra consuelo ni reposo, y que llena de tristes horas el más sagrado templo del hombre: el hogar. ¿Por qué se realiza tan funesta contradicción…? Apartando el cúmulo de causas que producen esta anomalía, aquellas de carácter puramente objetivo, cuya anulación no depende de la voluntad femenina, permitidme, hermanas mías, llevar el escalpelo del análisis a vuestro corazón, y juntos mis propósitos para conseguir el único fin racional de la existencia, que es la mayor suma de venturas para nuestra especie, descubramos el fondo de nuestra vida, para respondernos por qué el amor, génesis de nuestro ser, que debería causar nuestra dicha, alteza y libertad, se convierte en nuestra desgracia, en nuestra degradación y esclavitud.

Ni una sola de nosotras, sea cual fuere su capacidad intelectual, ha dejado de trazarse en los hermosos albores de la primera edad el cuadro sintético, o sea el conjunto de su futura vida, y como si todo lo que del porvenir esperásemos se terminara fatalmente en una hora, las imaginaciones más vivas no lograron nunca traspasar, fingiéndose destinos, aquella barrera de flores que se levanta en el altar del himeneo, en ella se acaban todos nuestros sueños, en ella creemos ver terminadas nuestras misiones; después de ella, la mayoría de las mujeres ve una serie de irresponsabilidades halagadores; en ella todas encuentran las reminiscencias del gineceo griego, en donde la mujer, sierva con honores de concubina, alimentaba sus bellezas y atracciones con el cultivo de artes y de ciencias para arrojarlas humildemente en el lecho de su señor.

No quisiera, en verdad, herir ni una sola de vuestras creencias, si son bien sentidas, porque merece respeto lo que es bien sentido, aunque sea el error; si son hipócritamente aparentadas, porque es inútil demostrar la mentira a quien tiene conciencia de que está mintiendo; además, deseo captarme vuestra atención, pero no puedo menos, al llegar a este punto, de volverme airada contra un dogma religioso que, pretendiendo haber conseguido nuestra rehabilitación y nuestra dignidad, no ha hecho realmente otra cosa en diecinueve siglos de dominio, que consagrar con todas sus infamias, aquellos hogares de Roma y Grecia paganas, en donde la libertad y la ilustración de la mujer tenían que comprarse con el estigma de la ramera, y en donde las matronas no encontraban la emancipación sino prostituyéndose en los templos de una diosa; aquellos hogares, en donde nuestras ascendientes consumían su existencia sin más horizonte para su actividad que la helada caricia de sus dueños, se reflejaron más tarde, bendecidos por la Iglesia, en los hogares feudales, más inmediatos que los nuestros al dogma; y se reflejaron con la rebajante y asquerosa prueba de la fidelidad conyugal en la mujer, que, consentida sin protesta por aquella religiosa sociedad, nos impuso la infamia más humilladora para nuestras almas. Dejo a un lado, por muy sabido, aquel dictamen de un concilio que solo por dos votos de mayoría consideró a la mujer como criatura racional, y me fijo en esta constitución de la familia presente, hechura todavía de ese dogma, del cual están impregnadas todas las leyes civiles de nuestra Europa meridional.

Cuando en nuestra cuna de niñas empezamos a oír la bendita y amorosa palabra de nuestra abuela, ya comenzó a iniciarse en nuestra conciencia el exclusivo fin del femenino destino. Cuando aquellas ancianas venerables que, llenas de ternuras hacia los vástagos de sus hijas, con la rueca empenachada de blanquísimo hilo finamente torcido en el huso por sus enjutos dedos, nos hacían el honor de sus consejos, de cada una de sus palabras iba surgiendo un eslabón de esa cadena hábilmente forjada por la Iglesia para constituir la familia bajo su autoridad, siquiera sea a costa de aherrojar en ella a la mitad humana: a la mujer. Criadas fuimos todas al calor de aquella ancianidad fenecida que, sin idea siquiera de su propio valer, sumisa alegremente a lo que la tradición le enseñaba por boca de la Iglesia, hubo, por lo menos de sentir una dicha: el dulce quietismo del esclavo que no concibió nunca la libertad.

En todas nosotras se esculpieron las enseñanzas de la leyenda, y nuestras conciencias juveniles, acaso por demasiado puras, espantadas de lo trascendental de la culpa, se habituaron a la idea de borrar con una vida de humildades el fugaz instante de la curiosidad que, para siempre, cerró a los hombres las puertas del paraíso. ¡Pobre voluntad del corazón! Sobre todos los sentimentalismos del ideal, el positivo palpitar de la Naturaleza describe sus espirales progresivas, en cada una de las cuales el modo de nuestro ser cambia y se trasforma, para consolidar aquel principio de libertad, que, atravesando especies, razas o individuos, ha ido subiendo desde la mansedumbre del bruto sujeto por la fuerza, hasta los descubrimientos del sabio emancipado por la razón!

Hora es ya de que demos de mano al desbocado caminar de nuestra fantasía por un mundo imaginario, que si fue preciso evocarle para sacar a la humanidad de su infantil etapa, hoy no solamente es inútil, sino que perjudica al perfeccionamiento progresivo de la especie, segura ya de que sus destinos, eternos como el tiempo e infinitos como el espacio, no pueden consagrarse ante la Omnipotencia Suprema sino guiados por el más puro amor hacia la justicia.

De aquel profundo concepto de inferioridad, bien grabado en nuestras almas por una continua enseñanza emanada de la Iglesia sobre nuestras ascendientes, surgió en nuestros cerebros todo el poema del amor, que se apaga y se consume como fuego que ha dado de sí todo el combustible, cuando la doncella cree terminado su destino arrodillándose ante el ara matrimonial; y aquí voy a haceros notar que, hasta en el formalismo del ritual, se ha ensañado contra nosotras el espíritu opresor del mundo antiguo: mientras la cabeza del varón queda libre del yugo, la cabeza de la mujer se anula escondida bajo los pliegues del lienzo que lo representa. El amor de nuestras almas toma la misma ruta; se rebaja, anula nuestro cerebro; es imposible que veamos aquel compañero de nuestra vida sin la aureola de la autoridad. ¡Guay de la infeliz que le creyó su hermano, su mitad, para emprender unidos por mutua atracción de simultáneos deberes el camino del porvenir, donde la especie humana aguarda de sus manos un grado más de virtud, de sabiduría, de perfección! La que siguiendo el impulso de su razón, viera en el hombre la mitad de su ser y cambiando lealmente, sin subterfugios de hembra, las iniciativas de su pensamiento por las iniciativas del pensamiento masculino, creyese que aquel ameno hogar que le dicen suyo iba a ser regido por dos voluntades, paralelas a un solo fin, el engrandecimiento humano; la que esto creyese, sería objeto de las iras de la ley, de la religión, de las costumbres, que, vociferando como cuadrilla de energúmenos, arrojarían sobre su inteligencia racional la pesadumbre de siglos y siglos de ignorancia, de barbarie, de animalidad: esta inmensa presión externa encuentra débil nuestro corazón, torpemente engañado por un ilusionismo de amor que profana la verdadera alteza de este sentimiento con las superficialidades monerías de un coquetismo pueril, el mismo pueril coquetismo con que la esposa griega se coronaba de rosas de Alejandría, recién cortadas, momentos antes de entrar en el gineceo aquel dueño que la avisó con tiempo sus propósito de sacrificar en aras de Venus la ofrenda de Morfeo. Desde el instante de la unión matrimonial, todo el amor de la mujer retrocede y sucumbe a los estímulos del instinto…

Dejadme que al llegar aquí vuelva mis ojos al porvenir y salude con respetuosa veneración a esa madre futura, que habrá de otorgar a la familia humana hombres justos y sabios; a esa madre que en toda la majestad de su gloria se ofrecerá a la contemplación del mundo como regeneradora de nuestras decadentes razas; a esa madre, portento viviente que será el más sublime testigo de la selecta naturaleza del espíritu humano, cuando, dejando de considerar a sus hijos como exclusivamente suyos, los disponga para ser dignos hijos de la humanidad; cuando el amor absorbente y pequeño, por más que en él se dilate su ser entero, sustituya un amor expansivo y grande, que atrayendo sobre las frentes de sus hijos las inspiraciones de una virilidad consciente, los emancipe de todo error, dejándolos en el camino de la vida fuertes contra las sugestiones del vicio o invencibles para sostener el reinado de la libertad.

Todo mi hijo es mío: toda yo soy mi hijo. He aquí el principio y el fin del amor materno; en este círculo, solución de continuidad, están encerradas todas las palpitaciones del alma femenina. Al amor empequeñecido y humilde de la esposa ha sucedido un amor más puro, más aquilatado, pero igual en alcances, igual en procedimientos: el verdadero amor, que es previsión, huye de la familia; ninguna realidad se espera de antemano; ninguna condición positiva de la vida se tiene en cuenta. Amo, dice la madre, y con esto cree haberlo dicho todo. ¿Qué mejor religión ha de tener mi hijo que la mía?, ¿qué costumbres más puras?, ¿qué inteligencia más honda? ¡En cuanto el hijo balbucea el lenguaje de la razón, será el encargado de romper, a costa de su intenso dolor, aquel encanto en el que creyó terminar su vida! Porque el hijo, de no ser anormal, en su conciencia de hijo, en su condición de ciudadano nuevo en la gran metrópoli humana, está delante de sus padres, los lleva en su abolengo, para partir, desde ellos que representan el pasado, hacia el porvenir, significado por la gran familia racional; y el conflicto entre su cariño y su razón se establece pavoroso desde el momento en que su madre, la raíz de su vida, la primera modalidad de su ser hacia un destino humano, parada, como roca inconmovible, en las etapas del pasado, aferrada a las ideas de conservación sin variantes, le obliga, con todo el peso de su ciego amor, ansioso de gratitudes equivalentes a su intensidad, le obliga a retroceder con ella al mundo de infantiles leyendas que le sirvieron para arrullarle en su cuna y sujetarle en su niñez. De este conflicto surge esa juventud conservadora, retrógrada, supersticiosa, helada y envejecida por el aliento del cálculo y el egoísmo, juventud monstruosa, tan pervertida en costumbres como vacía de creencias, que, sujetando el progreso en el carro de las tradiciones, más por lucro que por fe, lo violenta hacia el sofisma y el dualismo, antros de sombras de donde, para siempre, se alejaron las generaciones humanas.

¡Oh! la mujer madre, ama, sí, es cierto, pero, salvo el respeto que merece su amor, echemos una ojeada al nido del pájaro; copiemos algunas frases de aquel inmortal genio, cantor de la Naturaleza, cual ninguno, cuyo sepulcro, orlado de flores que rodean su nombre, Michelet, ostenta ancha copa de mármol llena de agua, para que los peregrinos del cielo, los pájaros, apaguen su sed extendiendo la sombra de sus alas sobre los restos que tanto los amó.  

Dos cosas maravillosamente parecidas que todos podemos contemplar, son, también, la situación de la mujer cuando su niño echa el primer paso, y la de la golondrina cuando su pequeño vuela por primera vez.

La misma inquietud, los mismos estímulos y excitaciones, iguales consejos se perciben en uno y otro caso. Ambas madres afectan una seguridad y una confianza afectadas; ambas temen y tiemblan en el fondo.

Tranquilízate, exclaman: esta es la cosa más fácil y sencilla; y en realidad, están estremeciéndose cuando así hablan.

Curiosas son, a la verdad, las lecciones de los pájaros; la madre se va levantando poco a poco sobre las puntas de sus alas: el pollo mira con la mayor atención, y luego se levanta también un poco; después se le ve sostenerse en el aire; hasta aquí todo es fácil, puesto que puede hacerse dentro del nido. La dificultad está en atreverse a salir de casa. Su madre le llama; le designa alguna caza apetitosa; le promete algún premio; procura atraerle con la perspectiva de algún mosquito.

El pequeño vacila… y póngase cualquiera en su lugar. No se trata, en efecto, de dar unos pasos por el piso de una habitación entre la madre y la nodriza, cayendo, si se cae sobre alfombras y almohadones. La golondrina de iglesia, el avión, que inculca estas lecciones, allá en lo alto de una torre, necesariamente ha de verse apurada. Para animar a su hijo y para animarse a sí misma en aquel momento decisivo. Segura [estoy?] de que ambos miden primero el abismo con la vista y miran con horror el empedrado piso de la calle… Declaro, pues, que, para mí, este espectáculo es notable y conmovedor. En aquel instante supremo, el vástago tiene que creer ciegamente a su madre, y ésta tiene que confiarse a las alas de su pequeño, alas que aún no ha podido apreciar… Por ambas partes exige Dios una prueba de fe y de valor: ¡noble, sublime punto de partida!

Mas he aquí que el polluelo ha creído… ya se lanza a los aires… no caerá. Nada en la atmósfera, temblando, es verdad, pero sostenido por el soplo paternal de los cielos y por las exclamaciones tranquilizadoras de su madre… Ya está todo concluido. En lo sucesivo esa criatura volará indiferente a través de los vientos y de las tempestades, fortalecido por aquella primera prueba durante la cual voló en la fe.

¿Dónde encontraremos más ternura maternal? ¿Qué hizo la mujer en todos sus cuidados de madre, sino copiar levemente a aquella humilde criatura del nido? ¡No!, ¡no nos contentemos con este poema de amor! ¡Llevamos en nuestros cerebros la herencia de todas las especies, el legado de los amores de todos los seres de la creación! Es menester elevarse a otras cumbres de mayor altura, donde el horizonte de la vida se nos ofrezca dilatadísimo a través de los tiempos y las generaciones. Es menester que ese instinto de la maternidad se depure en nuestros corazones bajo el ardiente crisol del racionalismo, hasta quedar convertido en potente virtud, capaz, por sí sola, de ceñir la corona de la inmortalidad sobre la frente del hombre. Es menester que el amor ascienda en nosotros a su más alta jerarquía; es menester que ni en uno solo de los instantes de nuestra vida dejemos de amar, pero no con el exclusivismo dogmático e instintivo, que reduce y pueriliza nuestros sentimientos en límites estrechos, sino con una intensa amplitud que los dilate y engrandezca en los horizontes del Universo. Es menester que volvamos el rostro a lo venidero; que veamos por encima de todas las íntimas afecciones del corazón las múltiples afinidades del Cosmos, ligándose desde el átomo a la estrella, en una cadena de vibraciones amorosas. Veamos al hombre futuro, esperando nuestras resoluciones del presente: no vacilemos en la senda de la abnegación, única ruta que enlaza la tierra con el cielo. La humanidad ha comenzado a sentir la necesidad de nuestro trabajo: tengamos conciencia de lo que espera de nosotros; sepamos apreciar nuestro destino. ¿Qué gloria, ni que paraíso más delicioso, podrán encontrarse para el alma, que aquel regocijo apacible que brota de una conciencia segura de haber elevado el nivel moral e intelectual de una criatura? Cuando el supremo instante de la muerte se deslice sobre nuestra inteligencia, ¡con qué serena tranquilidad le veremos llegar, si, al volver la mirada hacia las etapas de la vida, nos encontramos aunque sea con una sola alma que, merced a nuestro desinteresado amor, ascendió de los límites de la medianía racional a un grado superior! Nada importa que aquella alma desconozca siempre el beneficio recibido; tengamos presente en nuestra conciencia que el bien no es bien si espera ser reconocido por aquel a quien se hace. Caminemos a levantar el espíritu humano, donde quiera que le veamos caído. ¡Qué alegría tan incomparable habremos de sentir cuando hayamos conseguido que un ser anulado, estúpidamente marchito por las nieblas de la animalidad, del egoísmo y de la soberbia, lo levante con la inteligencia lúcida, con carácter viril, con energías intrínsecas:  aunque es casi seguro que la redención no quedará escrita en los anales de la Justicia social; sobre todos los hechos humanos brilla inextinguible la eterna verdad, cuyos destellos, llenando de grandezas la conciencia de los buenos, son la recompensa mejor que baja al mundo de las almas.

Henos aquí al final de nuestro trabajo: llevada vuestra atención a esas evoluciones del amor, le hemos visto achicarse y desvanecerse en el recinto familiar, génesis eterna de toda sociedad humana, de donde debería partir con vigorosa iniciativa hacia lo infinito y lo eterno. Hemos analizado el por qué estando destinados a la felicidad por medio del amor, solo desgracia le debemos. Hemos encontrado a la mujer en los umbrales de la pubertad, dejándola en los límites de la vejez, sin que uno solo de sus amores se haya elevado a la altura de su misión racional. hemos visto cómo la influencia de la educación dogmática ha contribuido al desquiciamiento de nuestro destino. Hemos comprobado cómo una voluntad asequible al coquetismo y a las banalidades, se somete sin protesta a las más degradantes humillaciones. Hemos encontrado en el amor material, el más alto y sagrado amor de la mujer, un funestísimo sentimiento de conservación, inspirado en realidad por el egoísmo, que, al considerar a los hijos como exclusiva propiedad, no sólo perturba las leyes de la familia, sino que perturba y desequilibra las leyes de la Humanidad. Madre en todo tiempo de sus criaturas, cuyos derechos, delegados temporalmente en las madres, las obligan a una respetuosa tutoría para aquellos hijos que la Naturaleza les otorgó con el fin de ensanchar los límites de sus estados en el orden de las creaciones, haciendo avanzar la vida por el camino del progreso.

Aunemos nuestro esfuerzo, veamos de encender en nuestras almas un amor digno de nuestra especie. Hora es ya de que florezca una juventud acorde con su propia naturaleza, normalizada en las leyes de la generosidad y el entusiasmo; juventud que, dominando serenamente el porvenir, avance a resolver todos los problemas sociales, llevando en su corazón la fe en la libertad y en su inteligencia el tesoro de las sabidurías. Es necesario que se vea revelado en las almas masculinas el soberano influjo de la madre, no para hacerlas retroceder y empequeñecerse, sino para hacerlas progresar y elevarse.

No creo las siguientes afirmaciones hijas de la fantasía: tengo casi seguridad de que brotan de una paciente observación. La madre, únicamente la madre, caracteriza el alma del hijo, así como el padre caracteriza la de la hija. La mujer, siempre y en todas ocasiones, será la iniciadora de la virtualidad sentimental e inteligente del hombre: en ella está la clase de las futuras excelencias del varón: hija, esposa, madre, hermana y amante, en todos sus estados, en todas sus condiciones, la influencia de su personalidad irá intrínsecamente unida a las actividades del hombre, y aquellos que, por excepción, aun llamándose sabios la colocan en una inferioridad nula; aquellos que con sarcástica sonrisa afirma imperturbables, aun en vida de sus madres, que la mujer no es persona,  sino incubadora de los hijos por ellos engendrados; aquellos que desconociendo u olvidando en su despacho las leyes de la equidad por las que se rige la vida, arrojan a la mujer a la categoría de carne, no son ellos los que piensan y hablan así, son los pensamientos y las palabras del lupanar en donde buscan por mujer suya a la degradada ramera: de aquella carne de su carne surgen, por medio de su boca, los anatemas contra la personalidad femenina. Apartémonos, con horror, de  estas afirmaciones, de los monstruos profanadores de la Naturaleza; ellos son ramas muertas del árbol de la vida.

Ni en uno solo de ellos en la existencia humana dejará de sentirse latente y poderosa la cooperación de la mujer.

Hagámonos dignas madres del hombre; conquistemos su respeto, su estimación, su deferencia, seguras como estamos, por la ley natural de poseer su amor; hagámonos lugar en su inteligencia, que encuentre en el alma femenina las aspiraciones más altas. Tendamos el vuelo del pensamiento al horizonte universal, recorriendo las tragedias de la historia y los idilios de la Naturaleza. Saturemos nuestros cerebros con todos esos efluvios que emanan de la contemplación del mundo. Amemos la vida, al hombre, a los hijos, pero amemos también a la Humanidad. Sustituyamos el fetichismo estúpido en que nos hacen caer nuestras desesperaciones, una firme y serena creencia en la inmortalidad de la familia humana, de la cual formamos parte, en la cual nos ha incluido la Naturaleza, imponiéndonos el sagrado deber de obedecerla y honrarla.

Démonos cuenta del Amor; sepamos que en su reino ilimitado como el universo, del cual es la luz, se acercan solo al santuario de la felicidad los que ofrecen incondicionalmente el corazón ante sus gradaciones infinitas: no cerremos los nuestros a ninguno de sus destellos, y cuando el sueño virginal de la doncella se haya rendido ante el ara matrimonial, cuando el cariño de esposa se transforme en pedestal de la pasión de madre, que todavía el Amor encuentre sitio en nuestras almas para afirmarse en nosotras, haciéndonos dignas amantes de la patria, de la Humanidad y de la Naturaleza.

 Notas

(1) El discurso, que fue publicado con este título en el número de Las Dominicales del Libre Pensamiento correspondiente al 24 de enero de 1891, iba precedido del siguiente comentario: «Pensose establecer en Cuenca una escuela de Artesanos y pensase en una velada encaminada a este fin en el Círculo de la Constancia. Se solicitó la cooperación de la eminente escritora Rosario de Acuña y remitió el trabajo que va a continuación, que publicamos con el mayor gusto.»

(2) En relación con el contenido del discurso, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Portada del Boletín de la Escuela Moderna 242. Sin una buena educación el futuro no será el que deseamos
A finales del siglo XIX la gran mayoría de quienes habitaban España no sabían ni leer ni escribir. Los datos del Censo de 1887 reflejan que alrededor de las dos terceras partes de la población eran analfabetas, también que existen grandes diferencias entre hombres y mujeres...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)