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Carta abierta

 

Gijón 30 de agosto de 1915

Sr. D. Fernando Mora.

Muy señor mío:

He recibido su carta y el artículo «Crónica» que en El Radical ha publicado, casi todo dedicado a mi; agradezco a usted las frases lisonjeras que me dedica; todo ser humano, en su fondo, es presumido de virtudes y excelencias (¡la flaqueza de nuestra naturaleza así lo impone!), y por tanto, todo lo que halague estas presunciones de la personalidad, es agradable y se agradece…más; hay también algo, en todo ser, que suele imponerse a pasiones y debilidades, y este algo es un sentimiento de justicia que sólo los muy degenerados suelen perder en absoluto; sentimiento que, o bien siendo relativo al yo, o inspirado en miras objetivas, suele darnos el conocimiento más exacto de la realidad; siempre procuré, con la voluntad educar este sentimiento equitativo, y bajo su influencia no puedo menos de decirle que su Crónica no es tan justiciera como halagadora. No se hace justicia a ninguna persona, ni acto de esa persona, denigrando o escarneciendo a otras personas y  sus actos.  Únicamente el látigo del castigo puede manejarse con justicia cuando con él se cruza no el rostro de un ser, ni de varios seres, sino las torpes costumbres impuestas a la mayoría por vicios, pasiones o errores que, siendo, en síntesis, patrimonio de todos nosotros, no puede dárseles denominación personal…y de aquí se deriva la hermosa frase: odia el delito y compadece al delincuente.

¡Cuánta pena y amargura, me causó ver, en su Crónica el nombre de Melquíades Álvarez, escarnecido y maltrecho!, y precisamente puesto en comparación (nunca provechosa) con el mío, que no representa absolutamente nada, nada, en el concurso de valores de los días del presente; todos ellos tan lejos de mí, o por no ser comprendidos, o por ser profundamente despreciados, cual pueden estar de lejos los habitantes de la luna de los del sol.

Por otra parte, su «Crónica» publicada en El Radical, periódico del señor Lerroux, ha revuelto en mi recuerdos que había procurado borrar, porque la indignación, la cólera que despiertan las iniquidades humanas, no suele ser buena consejera para que nuestra razón funcione, y nuestros sentimientos se esparzan… ¡Todavía contrae y achica la gran misión de dar que traemos a la tierra!

En ese Radical, donde usted publicó su «Crónica», se le llamó a un artículo mío, de nada fustigadora crítica, y de lenguaje castizo y viril (no es sólo del masculino la virilidad), artículo repugnante; y, lo más cínico, inicuo y bajuno del hecho, es que dicho artículo lo había copiado un periódico que era también del señor Lerroux, El Progreso, de Barcelona, y lo había copiado sin mi permiso, sin mi voluntad, y lo había copiado tan inoportunamente, que no parecía sino que, las huestes demócratas, estaban interesadas en entregarme como Judas a Jesús, al escarnio y despedazamiento de las muchedumbres irreflexivas.

¡Ah! Nunca me hicieron ni los reaccionarios, ni los clericales, ni los conservadores… (de todos los cuales jamás esperaba nada que no fuese el mal), lo que los llamados demócratas. ¡Bien es verdad que en el campo de ellos, de todas las derechas, aunque aparentemente se la denigre a la mujer, se la tiene en realidad en el sitio que la corresponde; se la considera persona insustituible para la conformación de ideas y costumbres en las generaciones del porvenir, y, aunque engañada por paraísos de talco, se la ofrece algo por lo cual pueda ella poner sus actividades, y sus iniciativas en movimiento! Esta es la razón del imperio casi absoluto de la Iglesia en España. En cambio, en los campos de ustedes, en las izquierdas, del gorro frigio con la crucecita encima, y del chin chin de la libertad con la inquisición debajo, no han comprendido que las mujeres son personas; siguen todavía dudando si tendrán alma, y se las tomas como cosas, como incubadoras, como monigotes de resorte para el placer de la sexualidad, como bombo de la lotería relleno de dotes o de posiciones de relumbrón, como artista para distraer ocios, y, en último caso, como buena ama de gobierno o criada cara, vestida, para mayor escarnio, de señora del hogar… Entre ustedes, ¡ay!, entre ustedes, ¡Dios nos libre de las mujeres letradas!, como dijo un pobrecito demócrata en la inauguración de una escuela neutra, donde yo acababa de leer un discurso letrado, para hacer más extensiva y atractiva la fiesta, ayudando a los ilustres tribunos y generosos varones que habían fundado la Escuela…

Déjenme… déjenme, señores de la izquierda, en mi dulce y trabajosa soledad; y digo trabajosa, porque gracias a aquel artículo repugnante que en los periódicos del señor Lerroux se publicó, tuve que gastarme en dos años de emigración, la mitad de mi modesta fortuna, no amasada, ni siquiera siendo gobernador de provincia, sino siendo una buena mujer de mi casa, ahorradora y conservadora de la pequeña herencia de padres y abuelos; y como ninguna hueste democrática, ni ninguna individualidad de ellas, supuso de justicia el socorrerme adonde no yo, sino ellas me habían metido, resulto que, mermada mi renta en más de la mitad, hoy me veo, cuando ya los achaques de la vejez llaman a las puertas del cuerpo, con todas las angustias y penalidades de una economía rayana en la miseria, que me obliga a fatigosos y rudos trabajos domésticos para no deber nada a nadie y comer lo preciso; no en mi soledad, porque afortunadamente no estoy sola, sino en compañía de quien hace veintiocho años, sacrificando su carrera, sus naturales talentos, su porvenir y hasta su fama, ha sabido, con paciencia generosa, atenuar el vía crucis de quien, siendo mujer, se atrevió en España, a vivir como persona y por su cuenta.

Vuelvo a agradecerle lo que haya en su crónica de enaltecedor para mí, y tenga la seguridad de que, si vivo para cuando las izquierdas españolas vuelvan en sí, y comiencen a ser racionales, todo cuanto yo pueda y valga, estará siempre a disposición de la libertad de conciencia, de la igualdad de derechos y de la fraternidad de deberes, a no ser que, como águila muy imprevisora, me parta algún día el corazón algún rayo de las alturas; y todo esto lo haré sin esperar, ni querer, siquiera ser diputado a Cortes, el peldaño primero, en la escuela de ambiciones que tienen emborrachados a todos los machos de España.

Aprovecha esta ocasión para saludarle atentamente

Rosario de Acuña y Villanueva

 

 

Nota

La carta iba precedida del siguiente texto: «La ilustre escritora doña Rosario de Acuña nos ha honrado con una carta que a continuación publicamos. El Noroeste se complace en rendir público testimonio de admiración y respeto a una dama española cuya independencia espiritual es tan sólo igualada por la generosidad de su corazón. En esta tierra donde el fanatismo religioso y la incultura esclavizan a la mujer, doña Rosario de Acuña es una excepción y un ejemplo.»

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)