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Carta a Roberto Castrovido

 

Amigo Castrovido:

 

Cuando acababa de ponerse en el correo la carta que para Nakens escribí con motivo de la donación del señor Ayuso, llegó a mis manos El Motín  que copia lo dicho por El País (y supongo que escrito por usted).

La agradezco, como a un amigo a quien se estima, las líneas cariñosas que me dedica; como le agradecí todas las que en diferentes ocasiones me dedicó; pero deje de darme bombo; los tiempos no están para estas miseriucas; corro el peligro de hincharme como pompa de jabón, y antes quiero ser gusarapo acarreador de pajuelas que vano reflejo de colorines deleznables.

Ya verá, en mi carta a Nakens, que las mil pesetas recibidas han caído como bendición en mi hacienda doméstica, que tuvo el primer amago de quiebra al meterme a Cida Campeadora, en defensa de unas muchachitas insultadas por los mamoncillos de esta cultura española católico troglodita. Para no morir hecha jirones en las garras de los Cirilos contemporáneos, más crueles que los del tiempo de Hipatia, por estar tapados con ecuanimidades hipócritas, tuve que pasar dos años en Portugal, y esto mermó en más de la mitad mis economías. Cerca de tres mil duros me gasté, y esto recién estrenada mi casuca del Cervigón, donde hasta la fecha, va para diez años, no he podido aún ni desempaquetar muebles (siendo para mí casi manía el orden doméstico).

No pude hacer gasto en ello, porque recién llegada del extranjero la suspensión de pagos de la Ciudad Lineal, donde tenía el resto de mis pesetas, hizo total la quiebra de mi hacienda, no quedándome más que la pensión de viuda de comandante; y con dieciséis duros mensuales, el precio de patatas, judías, pan, etcétera, no queda otro remedio que la evaporación lenta y continua, no sólo de las tripas, sino de los huesos y hasta de las ideas; y así estoy yo que puedo servir para papel untado de aceite para tapar vidrieras. En cuanto al pensamiento, tan sutil le tengo que puede ser que me amodorre como los faquires, y ordene que me metan  entre arena seca, a ver si me conservo y desperezo en otra época que no sea esta loquera moral, intelectual y física.

¡Y pensar que estas penurias podrían remediarse tragándose la propia conciencia y entrando en las cofradías de tanto zascandil como llevan el timón de la nave española! ¡Y poco huecas que están las sebosas mujeres de los potentados al por mayor y menor de la frailera España! ¡Bah!, siempre es un consuelo que al freír será el reír; y aunque a las burguesas de medio pelo  nos han de freír también, no por ostentadoras, sino por cacoquimias, al no ponernos en la primera línea de las sincamisas, yo, con ser frita algo después que las de arriba, estoy conforme.

¡Deje el tema de mi masculinidad aparente! Las mujeres, todas las mujeres, aun las más aplastadas en los moldes educativos, tienen el alma henchida de virilidad. Esto no es don de sexo, sino de espíritu. El femenino, aun siendo brotado del mismo áureo vaso en que se fundió la esencia de la especie, al surgir en nuestras formas, se esparce por nuestras intimidades con más exquisitez que en las honduras del otro sexo y adquiere una potencia que siempre sobrepasa a la masculina. 

Todas las mujeres, y en todas las clases, llevan a gran presión la virilidad (en las campesinas suele el hombre moler a palos a sus mujeres; pero no las domina, se hacen más brutos los dos, y, al fin, son más fuerte ellas). 

Los sacerdocios de todas las religiones lo han comprendido así, y todos sirven de apoyo a la virilidad femenina, porque ella les presta, a la vez, resistente energía. Sólo los hombres laicos, que deberían de formar el verdadero sacerdocio para la mujer, el más necesario a la evolución mental y sentimental humana, estos hombres están duermos en esta cuestión, y sobre todo los españoles. No conciben un destino sacerdotal respecto a la especie. Nos toman o nos dejan como cosas, no como personas... Yo cuando oigo a los plumíferos de tanda, a los sabios de pacotilla, a los literatos de a peseta el kilo, hacer filigranas de cuchufletas y necedades sobre la capacidad femenina, sobre sus facultades de apercibimiento, asimilación y resistencia, como inferiores a las del hombre; después de enterarme por la voz pública si quien habla es un invertido, en cuyo caso huelga preguntas, me digo: «¿Qué moza tomará el pelo a este caballerete? ¿Qué cupletera llevará a ese otro de revolcadero en revolcadero? ¿Qué monacales serán los que, unidos a la virilidad de la mujer, tirarán del cordelito de estas féminas?...» ¡Porque no hay escape, el espíritu femenino ha de accionar para la felicidad o para la desgracia del hombre como parte esencial de su naturaleza!   ¡El sacerdote del alma mía fue mi padre, alto y fuerte roble al que aún, a mis sesenta años, sigue enlazada la firme aliaga de mi virilidad femenina! 

Ahora se esboza la guerra de los sexos. ¡Cuán lejos está el verdadero destino de la humanidad! Cuando sus dos mitades, ambas vigorosas, conscientes, capacitadas para realizar el complejo destino de la naturaleza racional, concierten al unísono sentimientos, mentalidad, costumbres, anhelos, horas de alegría y de llanto, fortaleza e ideales, la vanguardia humana habrá pisado el recinto de la inmortalidad. Porque es el AMOR el que ha de imperar sobre los sexos, no el leve momento del amor sexual, iniciador de la procreación, sino la gema inconmensurable de los movimientos del espíritu, que engendran comprensiones, aquiescencias, serenidades, abnegaciones, eslabones de paciencia capaces de sujetar los instintos animales, transformando la vida, que es hoy lucha de fieras, en fecundadora corriente de paz inalterable.

EL AMOR inmarcesible entre los hombres todos; pero antes y sobre todo, entre los sexos. De niños, en que han de mirarse ceñidos por el mismo amoroso lazo de ternuras. De jóvenes, en que han de contemplarse con mutualidad de condescendencias generosas. De viejos, cuando el otoño de la vida empieza, en un concertado apoyo que lleve al feliz descanso; y aun seniles, cuando ya la noche de la piadosa muerte empieza a descubrir la estrella de nuestros destinos racionales, unidos indisolublemente. 

¡Y acaso sólo por la virilidad femenina se llegue a este porvenir, lográndose rehacer, con más amplitud y grandeza, este ciclo humano, que ha empezado ya su terminación entre ríos de lágrimas y sangre, y bajo la pavorosa tempestad del odio!

¡Deje el elogio de mi virilidad, amigo mío, pues no tiene nada de extraordinario; es la de todas las mujeres, puesta en acción continua por un cúmulo de circunstancias que rodearon mi infancia, mi juventud y que, según parece, rodearán mi vejez hasta el postrer instante!

Mil gracias por su afecto, que es presea rara en este mercado de la actual sociedad, donde solo se cotizan vanidades o ferocidades, y reciba un sincero saludo de su vieja amiga, 

Rosario de Acuña y Villanueva

Gijón, 14-IV-20

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
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Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)