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Carta abierta

 

 

Sr. Director de El Noroeste

Apreciable amigo:

Ruego a usted la inserción de lo que sigue, porque aquellos que, como yo, se dirigieron al público durante cincuenta años de su vida, dándoles cuanto en su cerebro se albergaba, hasta cierto punto tienen el derecho de apelar a él cuando se ven atropellados en sus condiciones de humanos y de ciudadanos, no teniendo ni gobernantes que los defiendan ni patria que los respete.

He aquí el caso: Un «lance» (la rotura de una cañería) del aljibe de mi casa, que recoge más de ochenta metros cúbicos de agua, hizo que me quedara sin ella a mediados de septiembre; la carencia de este elemento, de limpieza para los que somos rústicos a estilo de frailes, me hizo buscar inmediatamente el que me sirvieran dos o tres pipas de agua, por «el precio que fuera»(1). Los aldeanos que me circundan, buenos, trabajadores, honrados… (cuán infelices casi todos, siervos modernos bajo el nombre de colonos) en su mayoría están, quien más, quien menos, influenciados por un puñado de clericales que beben, comen y respiran bajo la sugestión de curas, frailes y monjas; este núcleo beatífico de Somió hace una guerra sorda, tremenda, y ya realmente alarmante, en torno de mi hogar. Después de haberme querido lapidar con las piedras de una cantera, ahora quieren quitarme el agua, ya que el pan y la vida no me la quitaron «todavía». Esta labor mujeril (sea de cura o de mujer es labor de faldas) ha producido el que cuando un aldeano ha ido a llenar una pipa de agua para mi casa en una «fuente pública» de Somió, se han opuesto terminantemente los vecinos (la fuente es abundantísima e inagotable) a que para mi casa se trajese agua.

¿Qué hace esa mujer por la parroquia –le han dicho al encargado de mi servicio–. ¡Qué se vaya a buscar agua a los infiernos esa tía bruja, etcétera, etcétera, y no ha sido posible llenar allí la pipa.

Pedí al Excelentísimo Ayuntamiento de Gijón que, pagando «lo que fuera» me trajeran una cuba de agua de las fuentes de la villa, ya que estoy a kilómetro y medio de ella y de esta distancia un kilómetro es carretera del Ayuntamiento, con razones corteses y atendibles, me negó el favor, y yo hago las siguientes preguntas al Ayuntamiento:

¿No será posible que se ordene por el alcalde de Somió que los vecinos de esta aldea dejen a mis mandatarios coger agua de sus fuentes?

Y pregunto a las autoridades de la provincia: ¿No será posible que una ciudadana, en pleno uso de todos sus derechos, viuda de un comandante del ejército, pagadora de todas las gabelas y respetadora de todas las leyes, viva, sin peligro de su vida, de su salud, de sus intereses y de su honor (cosas «tan bien» garantidas en Marruecos) por la sola circunstancia de no profesar la religión católica, teniendo por gran honra el ser heterodoxa?

Y yo pregunto al ilustrísimo señor obispo de la diócesis, que al haber llegado a obispo debe reunir en él las altísimas virtudes de aquel Jesús, que para él debe ser Maestro, aunque para mí no es más que un mito; el cual dejó dicho, casi en la misma forma que lo dijo Buhda, Brahama y Osiris (y otros semejantes dioses, con todos los cuales estoy en esto completamente de acuerdo), sin hacer distinciones de creencias, «ámense todos los hombres como hermanos los unos a los otros»; y me atrevo a preguntarle al señor obispo lo que sigue, a pesar del tremendo fracaso del cristianismo que se está realizando en los campos de batalla: ¿Está dentro de la doctrina cristiana que los feligreses de Somió me tengan un odio tan refinado que los lleve a no dejarme tomar agua en sus fuentes sólo porque soy hereje?

Y digo y pregunto al público amigo y al consciente y al justo, aunque adore a la burra de Balaam:

¿Verdad público que los españoles estamos viviendo en plena edad inquisitorial? ¿Hasta cuándo?

Algunos aldeanos que se tienen por avisados me dijeron varias veces  que toda esta labor es obra del cura de Somió; otros dijeron que era hecha por esa nube de parejas de jesuitas que andan todas las tardes haciendo estaciones en la aldea, y según se cuenta, extienden leyendas odiosas sobre mi casa; otros dicen que son las nubes de monjas, que van de puerta en puerta escandalizándose de que nos consientan vivir entre gentes honradas; yo no he creído nunca a estos aldeanos avisados, por más que no deja de alarmarme las huestes de curas o frailes, igual da, que bordean los campos de mi finca, cerrada siempre “a propios y extraños”, porque para amar hondamente a la humanidad, hay que tenerla lejos; mas yo creo, sencillamente, que todos estos pobrecitos curas, sin familia ni afectos de los que hacen amable la vida, vienen por acá a respirar aires puros, y acaso también, en su infantilidad de creencias, a echar de cuando en cuando algún exorcismo sobre mi casa, a ver si alejan de mí, definitivamente, al enemigo malo, y puedan al fin trincharme para su paraíso…, porque no tengo duda de que ellos me estiman y me «compadecen». ¡Vaya si me estiman! ¡y mucho!, más que muchos de los que se llaman mis correligionarios, desde el color rabioso de los republicanos, hasta el matiz caramelo de los liberales…

Que prueba que me estiman son las cartas que conservo de mi difunto tío el cardenal Benavides (1)  llamándome poetisa insigne y otras lindezas; y lo prueba también las muchas conversaciones tenidas con el obispo de Danlia (que duerme en paz junto al sepulcro de la buena de doña Antonia), el cual, dándome golpecitos en el hombro, me repitió muchas veces, allá por los años de mi campaña en Las Dominicales: «Con nosotros, con nosotros debería uestes estar; ¿qué ventaja hay para que esa pobre clase aldeana y popular en abrirla los ojos? Pan y catecismo es lo que necesita el pueblo para ser feliz…. ¡Ah,  si usted quisiera sería, entre nosotros, otra Teresa de Jesús, aunque no fuera santa»

¡Pobre obispo de Danlia, a quien le hice comer un día de viernes de cuaresma un pastelillo de foi-gras (¡sin duda consintió en pecar con la esperanza de catequizarme!) a la salud de los pobres aldeanos y del pobre pueblo, «el de los ojos cerrados».

No, no puedo creer a ojos abiertos que los habilidosísimos príncipes de la Iglesia inspiren  a sus feligreses, por medio de los curas párrocos, esta campaña de mortificaciones y difamaciones en contra mía… ¡En cuanto a los sentimientos religiosos de los aldeanos ¡bah!, que toquen a la moda de no ser devotos ni canta-misas, y que me cuenten luego los aldeanos defensores del catecismo oficial…

¿Pues qué, no saben ellos, los clericales, los más hábiles buceadores psicólogos, por estar siempre viendo y tocando las llagas de las conciencias a medio hacer; no saben ellos que las almas de mi temple sólo rotas en la muerte, o la locura, cambian de ruta?

Hay en mi sangre, sangre del obispo de Zamora, que se ajustó él mismo la cuerda al cuello… Tengo por otra parte ascendencia de un gran prócer alemán, grande masa de carne y huesos para andar sin prisas, pero firmemente; por las otras dos partes mías, de una soy descendiente de maragatos de León, gente tozuda y recia, y de la otra, manchegos de Sierra Morena, de cabeza dura y socarrón humor, como lo fue Quijano el Bueno.

Cualquiera tuerce a quien tiene estas raíces; ni yo misma, aunque quisiera, y ya, ¡para lo que queda!, ¿no les parece a las huestes clericales que sería una tontada cantar la gallina?

Hechas públicas todas estas andanzas y esperando, como debe esperar toda alma honrada, en la justicia del Estado, del Ayuntamiento y de los que se llaman «mis correligionarios» queda de usted, señor director, atenta y agradecida amiga q.b.s.m.

Rosario de Acuña y Villanueva    

El Cervigón, Gijón, 28 de Septiembre

 

Posdata. Y pregunto a la juventud republicana y obrera (si la hay en Gijón) de ideas razonables y progresivas: ¿No sería cosa de ir por estas aldeas en Misiones de tolerancia, amor y cultura, como las que propone uno de los pocos hombres viriles y cultos de España, Eugenio Noel? No lo digo sólo porque me defiendan a mí (que alguna justicia habría en ello) sino para que otros que pudieran venir detrás de mí no encuentren tan bárbara, inconsciente y fanática a la población de los campos españoles.

 

 

Notas

(1) Este es el primer servicio público que he necesitado de la aldea de Somió en ocho años que me gasté algunos miles de duros en hacer mi casa en el término de dicha aldea (nota de la autora).

(2) El periódico publica por error, “cardenal Bermúdez” y  Rosario de Acuña envía una aclaración que se publica al día siguiente:

«Ayer me hicieron decir los linotipistas, por una errata, cardenal Bermúdez en vez de cardenal Benavides; me importa esta aclaración, porque la gente clerical suele ser tan cominera y estar tan bien enterada de la biografía de los suyos, pueden suponerme impostora. Mi tío era el cardenal Benavides, como lo era D. Antonio Benavides, ministro famoso y embajador cerca del Vaticano en los tiempos del reinado de Isabel II, y en cuya compañía (era hombre de gran cultura y bastante astuto) visité, estudié y conocí la Roma papal, durante algunos meses de estancia en ella y en Italia. Las cartas de todas estas gentes y de otras muchas «gentes»  personajes y  «personajas» del susodicho reinado, están en mi poder, y podrían servir de apuntes para la historia política y social contemporánea de España.»

(3) En nota inserta al final de la carta, José Nakens, director de El Motín,  escribe lo que sigue: «Copio de El Noroeste, de Gijón, el anterior artículo y confieso que no acierto a ponerle otro comentario que éste: Si todos los que se dicen republicanos y librepensadores en España lo fueran de verdad, no llegarían los clericales a estos extremos de salvajismo. Y si hubiese autoridades gubernativas y judiciales que funcionaran sin compromisos ni trabas, no se darían vergüenzas de éstas. Porque vergüenza es, y grande, que a D.ª Rosario de Acuña, acreedora a todas las consideraciones y respetos por mujer, por señora, por anciana, por inteligente y por buena, se le niegue ya hasta el agua en su patria, por no ser católica; y no sólo en una aldea, ¡SINO EN LA VILLA DE GIJÓN! En vista de esto, propongo que consagremos unos cuantos millones de los muchos que dedicamos a civilizar a los marroquíes, a subvencionar rifeños de los más brutos, para que vengan a desasnarnos. La caridad bien ordenada debe de empezar por uno mismo. Y ahora que hablo de doña Rosario de Acuña, aprovecho la ocasión para dar a mis lectores una noticia que no les sorprenderá. La proposición de Volney Conde Pelayo para que se rindiese un homenaje a esa señora (⇑), no encontró eco en la opinión republicana ni librepensadora. Era de esperar. Hay que reservar estas distinciones para cualquier diputadillo aprovechado que nada hace de provecho, o para cualquier concejal que al mes de estar en el Municipio hay contraído méritos suficientes para ir a la cárcel»

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)