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Ráfagas de huracán

 

El sol esplendente en un cielo azul, diáfano, caldeaba el redondel de la plaza de toros de Madrid. Era el 27 de mayo de 1917, tercer año de la Revolución del Mundo, llamada guerra europea.

Todo el coso se iba llenando de gentes que trepaban por los tendidos y gradas, andanadas y palcos, y cuajaban el redondel que, hasta la misma barrera, estaba lleno de sillas. Sobre el toril, ese toril blasón de la crueldad, de la brutalidad y el salvajismo de la patria, se alzaba un tablado amplio, gualdrapeado con el oro y la sangre de la bandera española, acaso la única vez en su sitio, puesto que tapaba aquel escarnecedor encerradero de fieras.

¡Un tablado…! El solio de las picotas, de las coronaciones, de las retractaciones, de las calificaciones, de los apostolados, de los polichinelas, de los embaucadores, de los verdugos y de las víctimas, de los escarnecidos y de los exaltados… El solio a donde quieren subir todos los hombres y todas las mujeres, todas las castas, todas las razas, para revestirse en él de poderes, de mandos, de dominio, y donde, a veces, suben hombres, mujeres, castas y razas, verdugos y víctimas, para ser arrojados en pedazos a los pueblos por ellos envilecidos o escarnecidos.

Aquel tablado brillaba al sol como un rubí engastado en un aro de hierro.

El barandal de la andana se salpicaba con cartelones blancos, con letreros muy pequeños; parecían tener miedo de mostrar, con letras grandes, el recuerdo sangriento de nuestros marinos destrozados por la metralla, sumergidos en el océano ennegrecido por el humo de las bombas; no surgían los signos grandes, abarcadores de todo el redondel, señalando a nuestras pobres naves, esmirriado patrimonio de nuestra raquítica potencialidad marítima, pero que llevaba cada uno un pedazo vivo del alma española.

Por acá y por allá, en la baranda, surgían banderas rojas, venidas del Oeste, del Sur, del Este y el Norte; notas agudas de valor y energía, que andan solitarias en villas y aldeas, sin cohesión, sin ideal determinado; queriendo ir, sin saber a dónde; sin fin preconcebido, como toda obra humana ha de tenerle; sin el aliento de firme voluntad que el poeta pedía para su espíritu… las banderas no flameaban, se estaban quietecitas, allá arriba, mientras los que cobijaba su sombra se miraban recelosos, murmurando rencorcillos y envidiejas…(las grandes envidias no son negativas), enemistades de viejas, que, cuando se enrabian, no hacen otra cosa que echar escupitanajos por las desdentadas encías…

Sonó el clarín… digo, no; se agitó un pañuelo que parecía un vilano de agosto volando, indeciso, sobre un campo de amapolas.

Una mesnada de jóvenes, muy jóvenes, andaba de acá para allá componiendo desafueros de impaciencia; parecían ser jóvenes valientes, fuertes, decididos; resultaban profundamente simpáticos, hondamente estimables. ¿Traerán algo dentro? ¿Podremos decir a las jóvenes patricias que empiecen a tejer ya coronas de laurel y mirto?...

En la muchedumbre de la plaza, que rugía, se hizo un silencio de cementerio…Había muchas mujeres, pero callaban también. A pesar del destino a que la mayoría de los hombres españoles (mucho más eunucos per se que per accidens) condenan a las mujeres, que es  a ser amas de llaves, amas de curas, amas de peripatéticas y amas de cría, aquellas de la plaza supieron callar en el momento solemne poniendo a tono sus almitas de mitad de la especie humana a donde las lleva su destino secular, no circunstancial de racionales, y a donde las dejará instaladas definitiva la Nueva Edad de la Humanidad, que ya clarea.

Todo era silencio y calma; del tablado brotaban las palabras, palabras y palabras… Las primeras salidas de aquella altura brotaban del corazón limpias, seguras, con aliento de un cerebro no perturbado por remordimientos ni por ambiciones…, después…

Debajo del tablado, en otro campo rojo, formado por mesas, se agitaban manos, trazando aquellas palabras que surgían arriba, y que llevaría más tarde el papel a todos los ámbitos; aquellas manos del tecnicismo de un arte admirable, era servidoras de otro arte, admirable también, el arte de sobrenadar, por encima de las espumas de todas las podredumbres, con la ropa seca, la carne infeccionada y llevando la corrupción hasta el último rincón de la patria.

Las palabras seguían sonando. De pronto se oyó un rumor; los pliegues de las banderas se agitaron; la bandera española, clavada encima, como debe estar siempre, de todos los palcos presidenciales, se extendió rígida, como plancha de acero dispuesta al aplastamiento… Un remolino con vaho de simoun y respiración de galerna se metió en el redondel.

¿De dónde venía?... De allá, del mar jónico, de la cima latina, donde se revuelve la libertad contra uno de esos tiranuelos que la estultez de los pueblos tolera por amos; aquel aire atravesaba el Mediterráneo, recogía ecos de la Marsellesa del 93, y acordes del himno de Garibaldi; traía también los crujidos del bamboleamiento del cimborrio del Vaticano, cuya vida debe estar ya contada en el reloj del Destino.

Por el sur venía aire de África, de Marruecos… del Barranco del Lobo… Traía gritos de dolor y maldiciones. Por el norte soplaba otra ola de tempestad; la empujaba el vigor de unas razas puestas en pie hacia la socialización de la tierra, la equivalencia de derechos y deberes entre las mujeres y los hombres, el acabamiento de todo poder dictatorial (responsable o no), de todas las dinastías; el grande, avasallador impulso de las ciencias positivas con su METAFÍSICA DE LA RAZÓN que ha de levantar a la especie humana a un plano superior, en donde empezará a esbozarse la superhumanidad de los remotos futuros siglos… aire saturado de las más extensas, intensas e inagotables fecundidades de progreso y justicia. Y de allá, de la rivera opuesta del Atlántico, del oeste, venían los sacudimientos arrastrando una gigantesca evolución del materialismo al espiritualismo, evolución que, al pasar sobre Portugal, parecía recoger, de sus paradisíacos vergeles, el alentar divino de la raza ibérica, cuya enseña levantan hoy los lusitanos; y estos soplos enardecedores, venían a cambiar la vida por la gamella, en la vida por la libertad, por la paz, por la ciencia, por la conciencia y por el amor; desmenuzando el odio, para siempre, en el sombrío ayer de la ancestralidad.

Banderas y muchedumbre se agitaron estremecidas… Del tablado seguían saliendo palabras y palabras. De gradas a tendidos, de palcos a redondel, las corrientes telúricas iban dejando caldeadas las mentes, rebosantes de sangre los corazones, sacudidas las médulas, tembladoras las bocas que gritaban alaridos esperanzados y apóstrofes exterminadores… La multitud rugía, las banderas flameaban con llamaradas de incendio, como si quisieran escaparse de las manos flébiles, torpes o egoístas que las sujetaban.

Los letreros, que, como piedras de sarcófago, ostentaban los nombres de nuestros pobres barcos destrozados, de nuestros nobles marinos muertos, querían volar y desasirse de su atadura férrea e ir, a impulso de los encontrados vientos, para que el mundo entero pusiera sobre la memoria de nuestros mártires una ofrenda digna y merecida.

Por un momento, mientras las ráfagas del huracán rodaron entre la muchedumbre, España perteneció a Europa; sobre ella soplaba la renovación, la liberación, la expiación, la dignificación, el engrandecimiento, la reconquista de sí misma hacia los altos destinos suyos de Madre de pueblos, de razas, de civilizaciones… Allá en el tablado  seguían sonando palabras… palabras…

Las ráfagas del huracán pasaron; las manos y los pies se tendieron hacia las argollas; las mujeres volvieron a charlar insustancialmente; los hombres arrollaron su banderas para seguir en la cominería femenil del más eres tú

Los picadores de la corrida de la tarde ya estaban en el patio de caballos, los únicos racionales de la fiesta taurina después del toro… y la abulia, el amodorramiento y la cobardía, padres y madres de las traiciones, las prevaricaciones, los endiosamientos, y los personalismos, volvieron a su cauce como si no hubieran pasado por la plaza ráfagas de huracán.

Rosario de Acuña y Villanueva

Madrid, 29 de abril de 1917 (1)

 

 

Notas

(1) Como bien se puede deducir  (basta leer sus propias palabras al inicio del texto: «Era el 27 de mayo de 1917, tercer año de la Revolución del Mundo...»), el mes de la fecha es mayo y no abril, como por error aparece tras su firma.

(2) El escrito iba precedido de la siguiente entrada: «Rosario de Acuña, la merecedora de todos los respetos por mujer y señora, y de todas las admiraciones por digna, inteligente, culta y abnegada, dejó la aldea asturiana donde vive y vino al mitin celebrado el día 27 del mes último, dispensándome el honor de escribir el día anterior de marcharse el siguiente notable artículo para El Motín».

(3) Unos días después, Eduardo Torralva Beci aprovecha su presencia en el mitin (más bien, su viaje de regreso a Gijón en «un indecente coche de tercera») para elogiarla en las páginas de El Socialista: «Cada vez que se evoque su nombre, en esta España de las mujeres esclavas, de las mujeres de harén, de las mujeres amancebadas con el confesionario, de las mujeres prostituidas al clero, de las mujeres que visten la estameña del penitente debajo de la seda del traje de corte y de la mantilla blanca de los toros; cada vez que se evoque su nombre, el hombre que no salude con respeto y con amor, no es otra cosa más que una mujeruca más de este país afeminado y envilecido» (El Socialista, 2 de junio de 1917).

(4) En relación con este escrito, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Soldados en las trincheras (fotografía de Argus publicada en el nº 51 de La Guerra Ilustrada) 238. Madrina de guerra
Si bien es cierto que España se mantuvo neutral durante la Primera Guerra Mundial, también lo es que una parte de su población tomó partido por alguna de las dos alianzas contendientes, alentada por la disputa...

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)