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Petición de justicia

 

En medio de esta sociedad del siglo presente, que tiene una caridad, más bien habilísima arma de secta religiosa que nacida del amor desinteresado y hondo de almas fraternales; cuando el corazón se encoje de horror ante toda clase de Justicias, puestas hoy al nivel perruno; cuando apenas queda una energía en la mente para erguirse, aún con despreciativo orgullo, sobre este enloquecido rebaño humano, que no sólo pide más caballos para que sean destripados en los toros, sino más harturas de vicios, de anomalías, de fanatismos y fetichismos imbéciles, de sensualismos animales y de egoísmos feroces; cuando todo esto pasa, viene, de cuando en cuando, un suceso, como si Dios no hubiera decretado todavía la inexorable ley del equilibrio que da hieles y dolor a los pueblos sembradores de dolor y de hiel. Como si este final no estuviera ya cerca, llega a nosotros un bien venido alivio de la fatiga de sentirse aún con vida en este caos.

Ayer, las mujeres de la isla Sálvora (1), las pobres hembras de tercera clase, bravas y nobles, metiéndose en un pote para cruzar tormentosas rompientes, salvaron algunos náufragos del vapor Santa Isabel, logrando llegar adonde no se había podido llegar antes…

Hoy, 16 de enero, dos jóvenes, casi adolescentes, menudos, poca cosa ante la estúpida mirada de las masas cultas, dos jóvenes de fibras bien templadas al fuego de unas almas dignas, dos jóvenes duros, ágiles, bajaron por un cantil de roca, perpendicular, salvando a otros náufragos que se debatían con la muerte… Cuando, chorreando agua, medio desnudos, llenos de erosiones y subiendo sobre sus débiles hombros a criaturas moribundas de doble peso que ellos, aparecieron sobre el cantil, ¿no era menester haberlos enseñado como mejor espectáculo que esas cintas cinematográficas donde, según dicen (yo no vi ninguna), anidan las puñaladas y las borracheras y hasta lances del prostíbulo a la orden del día? ¡Como si no bastara toda la basura real en que se revuelca la sociedad, que necesitase del arte para hacerla más sugestiva!

Como al rabí de Galilea lo presentó Pilatos (el tentetieso de la casta sacerdotal de entonces), debía habérselos presentado al pueblo, que, acaso, como también el otro pueblo (todos ellos suelen ser los monigotes de las sucesivas Iglesias), hubieran pedido su crucifixión, porque, ¿a quién se le ocurre?, a los veinte o veintitrés años, descolgarse por un talud abrupto con un mar hirviente bajo los pies, hacerse cisco la ropa y la carne y exponerse a morir para salvar a unos pobres hombres, también de tercera clase, que se estaban ahogando.

Mas, en fin, tal vez al verlos al fulgor de unas luces de bengala y con un buen explicador de lo sucedido, hubieran tenido éxito, aunque los de primera clase saldrían con algún chiste simiesco, un insulto soez o una carcajada rebuznadora… ¡Tal vez! Tal vez este pueblo españolito –no se puede menos de aplicarle el diminutivo– hubiera percibido, ante la presencia de estos dos jóvenes, algo grande, perfecto, ejemplar, conmovedor, amoroso, en una palabra, y hubiéralos aplaudido estrepitosamente, pidiendo a gritos, no más caballos, sino la misma energía de aquellos dos muchachos hacia los altos ideales de más amor que alumbran la divina ruta de nuestra alma inmortal…

¿Se tomará el acuerdo de pedir, por quienes valgan más que nosotros los pelagatos de la pluma, a los desgobernadores que tienen la sartén por el mango, que se otorgue alguna distinción a estos jóvenes, no para que los honre a ellos, sino para dar honra a los que ostentan distinciones iguales, en muchísimos casos con verdadero impudor? ¿Se quedarán sólo en letrillas, con más o menos chispa escritas, los propósitos de pedirla para los héroes en el naufragio de la Virgen del Carmen… (¡Vaya un nombre el de la goleta! ¡Hasta en los naufragios nos encontramos con santos!)

Allá, en la isla de Sálvora, a unas pobres mujeres que para mí tienen título de majestad, analfabetas, rudas, simples, con la gran simplicidad sintética que tienen las hijas del pueblo, cuando no las mancha la baba señoril o chulesca, se les otorgó la cruz de Beneficencia, de segunda clase; pues claro que la de primera queda no para mejor ocasión, sino para sayas sedosas o de amplios vuelos y relumbrones de alto coturno…; pero, en fin, si no fuera por estas cruces de segunda, los pechos donde cuelgan las de primera parecerían espeteras de cocina.

A todo cuanto de presencia les dije a estos muchachos, honra de la especie, honor de Gijón, ejemplo vivo de que aún no se acabó el aceite en el santuario de la fraternidad, gracias a estas brillantes lámparas, y de que aún, soplando y soplando, podrá encenderse el rescoldo en el ara que habrá de calentar energías salvadoras en los hogares del pueblo español, añado aquí, para que lo sepan cuantos no necesitan permiso de vicarios ni de abadesas para leerme, el homenaje ferviente de admiración y respeto hacia estos dos muchachos, acreedores a tener «Alteza» y «Santidad».  Y, a la par que esto, digo: con todos los millones que hace treinta años se están tirando al mar en el ¡¡GRAN PUERTO DEL MUSEL!!, ¿no se hubiera podido quitar algunas rebañaduras siquiera para tener siempre dispuesto un bote insumergible, salvavidas, con cohetes lanza-cabos, teas, bengalas, maromas, bicheros, garfios de amarre, recias mantas y ropas de abrigo de caja impermeable y hombres avezados al mar, BIEN PAGADOS, para todos los casos que, como el de la Virgen del Carmen, puedan darse en estas costas inmediatas a la villa? El puerto del Musel, donde se embarcan, enriqueciendo a los ricos, qué sé yo cuantos miles de toneladas de mercancías al año, deja sin auxilio ni salvación a los pobres hijos del mar… ¡Verdad que, como son de tercera, de esa clase que ha rellenado de esqueletos los barrancos de África, que llena de exantemáticos y piojosos los asilos de pobres y que puebla de analfabetos y sectarios fanáticos las chozas de los campos y los talleres de las industrias!...

¡Que venga la cruz de Beneficencia al pecho de estas altezas imberbes, aunque sea la de segunda clase. Sus almas, de oro puro, la tornarán con fulgores tan resplandecientes, que no habrá Toisón ni Pectoral que pueda competir con ella; y cuando la Toga, la Espada o la Pluma pasen a su lado, se inclinarán, respetuosas, reconociendo, en su brillo sobre el pecho de los agraciados, que es el único sol adonde se debe volver la mirada y calentar vigores.

Rosario de Acuña y Villanueva

Gijón, 17 de enero 1923

 

 

Notas

(1) Situada en la desembocadura de la ría de Arosa [nota de la autora].

(2) El escrito iba precedido de la siguiente cabecera: «El naufragio de la goleta Nuestra Señora del Carmen. Un artículo de doña Rosario de Acuña».

(3) El mismo día escribió también una carta dirigida al director del periódico gijonés El Comercio en la cual encomiaba la labor efectuada por el redactor de ese periódico que cubrió la noticia del rescate de los supervivientes.

(4) En relación con el contenido del artículo, se recomienda la lectura  del siguiente comentario:


 
Rafael Monleón y Torres: Un naufragio en las costas de Asturias (1875), Museo del Prado 247. Un recado para los responsables del puerto de El Musel
Dando muestras de una gran excitación, un hombre corre  descalzo y completamente empapado en agua. Cada poco, sale una exclamación de su boca, cada vez más desalentada y fatigosa: « ¡Salvadlos!, que se mueren...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)