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Se lo merecen

 

He aquí la frase sacramental, la sentencia inapelable, sobre la cual descansan, como en la muelle pluma de suntuoso lecho, nuestras clases conservadoras, a cuyo frente está el clero católico: he aquí la síntesis del pensamiento de esos felicísimos y mimados hijos de la suerte, los cuales arrojan al mundo de la palabra, bajo estas características frases, todo el monstruoso egoísmo que engendra en sus entrañas la satisfacción de todas las vanidades, de todos los placeres; en una palabra, la satisfacción de todas las sensualidades.

Se lo merecen dice el potentado, logrero de la fortuna, que las más de las veces fue llegando a sus arcas por los ardides  más despreciables y los más torcidos caminos: se lo merecen dice, cuando mira, esas bandadas de pobres desvalidos, cuyo único crimen fue nacer en un hogar sin pan y sin fuego; cuyo único delito ha sido criarse en pobre cuna de mísero corcho, sin el calor de los besos de la madre, ocupada más bien como bestia que como criatura, en regar la tierra o el taller con el sudor de un trabajo extenuante; cuya única falta es no haber encontrado en el egoísta seno de una sociedad metalizada el alimento del alma, los principios regeneradores de la vida: que todo esto es la educación, fuente de la felicidad, sol del progreso, código de honor y del deber, santuario de la dignidad del hombre. Y porque esa desventurada falange, inmensa mayoría de la humanidad, gime entre el hambre, la miseria y la ignorancia; irresponsable de su necesidad, irresponsable de su incuria, irresponsable de su embrutecimiento; el conservador, el fariseo hipócrita, el sepulcro blanqueado del Evangelio, el que se adorna con las formas más cultas, con el lenguaje más escogido, con los resplandores del oro, y las aureolas de la gloria nobiliaria o de la gloria financiera; el que se reviste con todas las fastuosidades de la civilización, mientras que lleva en su entendimiento y en su corazón todas las gangrenas corruptoras de los más inmundos vicios, ese pasa al lado del hambriento o dolorido hijo del pueblo: se lo merece.


Fragmento del artículo publicado en La Luz del Porvenir

Y ¿queréis saber en qué libro aprendió la moral vuestro digno hermano? ¿queréis saber en qué escuela se formó su criterio? Pues sabed que en religión blasona de cristiano católico, y sus teorías son las del conservador en su amplia escala avanzada y retrógrada: es decir, que él pretende seguir aquella misma doctrina que predicó Jesús, cuando decía que sus más amados eran los pobres: bien es verdad que, practicando la humildad aconsejada por la Iglesia, él no se atreve a cumplir al pie de la letra el precepto evangélico, y se contenta con admirar, desde lejos, la paciencia y el estómago, a prueba de ascos, del salvador de los hombres.

Él pretende seguir el derrotero de la prudencia que manda conservar antes que destruir; pero como quiera que se reconoce frágil para realizar toda teoría en el ancho campo de la humanidad, se reduce a conservar lo suyo, sirviéndole de regocijo y de estímulo para apropiarse algo nuevo, y hasta de íntima felicidad, el que vayan cayendo en los abismos de la ruina muchos, muchos de sus hermanos, porque contra más víctimas haga el hambre y la miseria, menos serán los que esperen las migajas de su mesa, y más fácil será prolongar indefinidamente el sibarítico festín; y detrás de todos éstos está el sombrajo negro y espantadizo del cura católico, azuzando a la mujer, su predilecto y manejable instrumento, más seguro cuanto más lleno del moho de la crápula, y como todos ellos son tan inicuamente escrupulosos de conciencia como de cuerpo, apenas lanzan al pobre desterrado el dicterio de vago o bruto sienten ansias y remusgos y van contritos de la mano de sus mujeres a pedir perdón a la Iglesia, en vez de pedírselo al pordiosero como les aconsejaría su Cristo. La Iglesia, siempre sabia, prudente, comedida, decide que el penitente puje hasta lo inconcebible un palco para la corrida de toros de beneficencia (caridad ilustrada, culta, y sobre todo cómoda, de vuestras clases superiores), que haga alguna cuantiosa limosna a monjas o frailes, u otra cualquiera corporación de trabajadores y con esto ya puede irse tranquilo el confesado, y puede decir con impunidad, cuantas veces quiera, siempre que se encuentre a un desdichado: se lo merece… Y así la división se marca más profunda cada día; así el odio se alimenta vivo y radioso en el corazón de los hombres; y todo aquello de fraternidad, amor, concordia y caridad se convierte en palabrería huera.

El potentado labrador azota con su vanidad insultante al pobre jornalero, que al considerarse más como esclavo que cual colono, busca en la revancha una satisfacción, y el encono se incuba en las heredades del agricultor, al calor del orgullo desmedido del propietario, y de la indignación del bracero. El rico industrial, árbitro de la suerte de muchos cientos de hombres, se engríe con la soberbia de su poder, y no quiere ver en el que fecundiza su capital el coparticipe de sus rentas, sino la máquina productora comprada en los hogares de la miseria y en los mercados de la ignorancia; y el obrero se revuelve en contra de la iniquidad, y la lucha sorda, implacable, se establece, provocada, no por los de abajo, sino por los de arriba. El capitalista improvisado, hijo de la casualidad, rebuscador de millones en las oficinas del Estado, que amontona en sus arcas el oro y en su conciencia de pedernal toda clase de suciedades, en fuerza de querer olvidar el hambre que pasó en su infancia, y los remendados vestidos que usó en su juventud, arroja sobre la muchedumbre del pueblo toda la arrogancia de su soberbia de plebeyo encumbrado, y es más cruel, más egoísta y más feroz, que aquellos que por herencia de raza poseen la altivez y la insensibilidad. Y en todas las esferas, en todos los círculos del trabajo y del arte humano, se deslindan los campos, y las huestes se aprestan al combate sangriento, encarnizado , lleno de rencores, venganzas y represalias; y de una parte está el oro, la ilustración, los medios para serlo todo, y poderlo todo; y de la otra parte está la pobreza, la ignorancia, los medios para perderlo todo, y para arrostrarlo todo; y de una parte está la responsabilidad entera, incólume, sin distingos ni subterfugios; y de la otra parte está la irresponsabilidad sin culpa ninguna, libre, inocente, absuelta de todo crimen y delito aún antes de realizarlos. Sí; cuando esos que se lo merecen salten como tigres hambrientos a las gargantas de sus domadores, y se gocen en desgarrar los músculos, y se deleiten en revolver con sus garras la humeante sangre de sus sarcásticos y despreciativos verdugos; cuando con los ojos espavoridos de horror contemplen, esos parásitos de la fortuna, sus tesoros repartidos, incendiados sus hogares, violadas sus prostituidas hembras, envilecidos y ultrajados sus estúpidos hijos; cuando entre las humeantes ruinas de sus prerrogativas vacías de racionalidad, se pregunte con espanto: «¿Qué hemos hecho nosotros para merecer tal hecatombe?», que se acuerden  de estas palabras que tantas veces dijeron ¡Se lo merecen! y verán surgir en su atribulada imaginación la severa figura de la Justicia, que en nombre de la moral eterna, en nombre de la religión de la humanidad, sin poner de su parte otro dogma que el de la Naturaleza, les dirá: «Vuestro egoísmo vil ha pesado más en la balanza que los instintos groseros de la plebe, y aquellos a quienes ofendisteis  con vuestras iniquidades han sido los ejecutores de mi sentencia: vosotros teníais a vuestro alcance todos los medios para gozar de la vida; ellos no tenían ninguno; con vuestros tesoros, con vuestra posición y vuestro prestigio de ricos o de poderosos, y con las riquezas contenidas en vuestra educación, adquiristeis  el deber ineludible de ir hacia las clases desheredadas, para darlas el pan del alma y el pan del cuerpo; vosotros debisteis recoger los hijos del proletario, para educarlos en las mismas aulas donde iban vuestros hijos; vosotros debíais haber alimentado a los ancianos del pueblo, a la mesa de vuestros padres; vosotros debisteis aplacar el hambre del necesitado y cicatrizar las heridas del pervertido; vosotros debíais haber llamado y tenido a vuestro lado a la prudencia, a la fortaleza y a la templanza para servir de vivo ejemplo a los que nacieron en los sombríos albergues de la miseria; y vosotros, ya que no otra cosa, debisteis respetar, con noble caridad, la desvalida ignorancia en que gimen las clases del pueblo; lejos de todo esto, dais por ejemplo el vicio, por estímulo la vanidad, por lección las supersticiones de una religión idólatra y fanática; y cuando el hambre, los dolores, la ancianidad mendigante, la infancia abandonada, la juventud marchita, se presenta a vuestros ojos en la figura de un pobre hijo de las últimas esferas sociales, las únicas palabras de misericordia, las únicas frases que os arrancan tanta desgracia, tanta amargura, tanto dolor, son las cruelísimas de «¡Se lo merecen!... » ¿Por qué? ¿Por qué se merecen el dolor, el hambre, el trabajo incesante y agotador, la miseria y la muerte sin hogar y sin familia, esos hijos del hombre? ¿Por qué se merecen tal acumulamiento de males esos desventurados? ¿Porque nacieron sin fortuna?  ¿Por qué se criaron sin educación? ¿porque viven sin amparo? ¿Y vuestro dinero, en qué se gasta, potentados? ¿Y vuestra caridad, en qué se emplea, sacerdotes? ¿Por qué no vais  de puerta en puerta a las desvencijadas chozas del pobre, buscando los niños para arrancarlos al triste porvenir que los aguarda y les dais por dote lo que destináis a mantener a vuestros caballos o vuestras queridas? ¿Por qué no fundáis en cada pueblo, en cada aldea, en cada cortijada, asilos para niños y ancianos, donde se les prepare a los primeros a ser hombres racionales y a los segundos se les asegure una vejez tranquila? y, ¿por qué no vais por turno a dirigir vosotros mismos esos asilos, edificando con vuestro ejemplo a la inocente infancia, y consolando a la vejez con vuestras atenciones? Y ese clero, promulgador de una doctrina que se funda en la fraternidad humana, ese clero que sanciona con su presencia vuestros festines y saraos, ¿por qué no guía con su consejo a los poderosos de la tierra, hacia las sendas de la verdadera redención, enseñando con imperturbable constancia y continuo ejemplo que los que amen al pobre serán amados de Dios? ¿No es ésta la doctrina de Cristo? ¿No se hacen bodas, bautizos, entierros, misas y novenas, siguiendo al pie de la letra el ritual cristiano? ¿No se confiesa y se comulga, y se confirma, y se dan y reciben los llamados sacramentos, en honor de un Cristo que tienen por Dios incuestionable, el cual no se cansaba de predicar que el humilde sería ensalzado y hundido el soberbio? ¿Pues cómo tan cristianos en la forma, y tan miserables epicúreos en el fondo? ¿Cómo engalanan los altares para suntuosa boda, y no engalanan la conciencia con el amor a los desgraciados? ¿Qué se ha hecho de la humildad de vuestro evangelio? ¿No veis que la soberbia está corroyendo vuestras entrañas como asqueroso cáncer? ¿Qué otra cosa que soberbia monstruosa se descubre en ese deprecio insultante que tenéis hacia los hijos del pueblo? Y ¿qué otra cosa más racional, más humana y más cristiana, que al fin llegue el día de la revancha, y sean ensalzados los humildes y hundidos los soberbios?... ¿Y en justicia y en razón, no se lo merecen?

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)