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Jiménez Manjón

 

Acaso el entendido en música, el sabio en este arte no pueda medir en toda su grandeza la personalidad que se llama Jiménez Manjón. No conocemos una nota, no podemos apreciar sino es con el sentimiento estético de lo bello, de lo armonioso, el mérito musical de este guitarrista; pero de esta misma dificultad de análisis de sus facultades, aptitudes e inspiraciones, como compositor y ejecutor, acaso surge una perfección radical para contemplar y comprender todo lo avasallador de su genio. Le juzgamos sin fijarnos en el detalle, en la nimiedad, en la sutileza; le vemos para sentir de una vez todo el ambiente conmovedor que se desprende de él en el momento, que nos atrevemos a llamar solemne, cuando preludia con la guitarra alguna de sus composiciones.

Cuando se le ve entre nosotros con sus ojos sin luz, con su rostro serenamente levantado, como si nada tuviera ya que esperar de la tierra, actitud propia de los que para ver la luz tienen que mirar hacia sí mismos;  cuando oímos su palabra reposada, tarda, como si al haber dejado de usar su idioma por idiomas extranjeros, hubiera olvidado el expresarse en castellano; cuando se le contempla relatando los desvelos, las esperanzas, las vicisitudes y las felicidades de su vida, a pesar de hallar en él un no sé qué de altivo, de elocuente, de tranquilo, que nos obliga a pensar en un alma bien templada, exclusiva, firme y a la vez soberanamente dotada de sentimientos bondadosos, apenas si hemos descubierto una parte de su ser: mas de pronto coge aquella guitarra, verdadera caja maravillosa, que por acaso tal vez fue dotada al construirse de una sonoridad inexplicable, preludia un acorde como fugitivo tema de cualquier canto, hiere una, dos o tres cuerdas, y las arranca una, dos o tres notas; desde aquel momento Jiménez Manjón ha dejado de ser el artista más o menos simpático, el hombre más o menos elocuente, resuelto, generoso o notable, para trasformarse en el genio enamorado de la música; su rostro se trasfigura, dijérase que sus ojos no sólo ven, sino que lanzan luz; aunque los cierre en la beatífica actitud que toman todos los intensamente enamorados, sus ojos han dejado de estar ciegos; la frente dijérase que crece, y en ella, rabiosamente tersa, escribe la mano del arte el sublime destello de la inspiración. La guitarra ya no es guitarra, los misteriosos fluidos del alma humana se trasmiten a sus cuerdas, y empiezan a repercutir en la cavidad de su caja: la mano que la pulsa parece que no la toca siquiera con sus afilados dedos y que sólo la voluntad es la que tiene poder para hacerla vibrar…

¡La guitarra! ¿Es la guitarra lo que toca el señor Manjón o es el arpa de acentos suaves, delicados y flexibles? Seguimos oyendo, y aún se nos figura el arpa instrumento tosco para emitir las dulcísimos modulaciones que aquella guitarra emite. ¿Es el armonium, es el violín, es la cítara?... ¡Oh, no, es Jiménez Manjón tocando la guitarra! Esa caja hueca, cruzada por flexibles cordones de piel y de metal, que casi todos los hijos del pueblo español tienen en sus hogares, unas veces para cantar sus alegrías, otras para entretener sus pesares, es la guitarra que hemos oído cien veces con más o menos fe y sentimiento tocada, pero siempre cerdeando en sus cantos, con un chirrido de cuerdas arrastradas sobre sus trastes; es la guitarra, en algunas pocas manos tonando sentida, melancólica, dulce y sencillamente, y en muchísimas manos, en la mayoría de ellas, gritando estridente con rascaduras terribles y emitiendo voces destempladas de vieja gruñona o de chiquillo rabioso; es la guitarra española que marca el tan, tan a la triste copla del mozo caído soldado en la quinta; es la guitarra española que diluye en una cadencia monótona el ardiente suspiro de la cantaora flamenca, la copla picaresca del alcalde de monterilla y el improvisado estribillo del rondador de doncellas en las aldehuelas de Aragón.

Es la misma guitarra de las juelgas andaluzas, la misma guitarra que lanza notas alegres, melancólicas o descompuestas en todos los bautizos, en todas las bodas y en todas las soledades de nuestro pueblo, es la guitarra española caída en lo hondo de los más rudos sentimientos estéticos, que de pronto la coge la mano del arte y la coloca sobre el corazón de un genio para que se identifique con él y ascienda a ocupar su verdadero lugar de maravillosa caja de armonía. En ella se ha interpretado Beethoven, Mendelsohn y Haydn; sus once cuerdas han dado asilo a la inspiración música de los grandes maestros: Manjón los ha llevado al sonoro recinto de su guitarra y desde allí ha hecho descender los arpegios más sublimes,  las más fugaces y desligadas fraseologías del lenguaje divino de las notas, ni una sola surge rozada, ni una sola surge arrastrando en pos de sus ecos el eco regañón de la madera o el metal heridos por la cuerda. ¡Con qué pureza, con qué precisión, con qué limpidez de hoja de acero chocando contra el oro se desbordan las notas sobre la guitarra en manos del señor Manjón!

¿Es el alma del artista la que encuentra interpretación a sus inspiraciones en la guitarra o es ésta la que se presta humilde a interpretar las inspiraciones del alma del artista? ¿Es posible que alguien toque la guitarra como Manjón?

Cuando todos los grandes maestros compositores han pasado sobre aquel instrumento mágico, lanzando desde él sus cantos más perfectos, Manjón preludia en él los cantos patrios, los cantos sin autor, nacidos allá en los umbrales de la leyenda, de los suspiros de los enamorados, de los arrebatos del placer, del beso de las vírgenes y de la alegría de los héroes, de melancolías del harén y de los triunfos de la batalla, y entonces la guitarra produce más que sonidos, traduce poemas, en ellos hay quejidos, exclamaciones, carcajadas; entonces de aquellas sonoridades vibrátiles, por el mandato genial emitidas, brota un verdadero torrente de alegrías, de tristezas y de himnos; el fandango, la jota, la malagueñas, todos esos aires españoles que gorjean los sentimientos de nuestra patria empiezan a desparramarse de manera prodigiosa, como si una voluntad gigantesca hubiera recogido el alma entera del pueblo español y con ella tocase en aquella guitarra.

Saludamos con el mayor respeto al señor Manjón: su fe, su inquebrantable fe de artista, le ha hecho triunfar en el extranjero, donde tan difíciles son los triunfos; sus ojos, cerrados para siempre a la luz del día, se han abierto a la luz de la gloria que tan conscientemente ha conquistado. Inglaterra, y especialmente Londres, a quien tiene por segunda patria, han abierto a sus plantas ancho camino de homenajes y de riquezas, que acaso le hubiera negado su país; él, en cambio, conquista para nuestro instrumento nacional un puesto distinguido. Saludemos al artista y al español, y ya que el cielo no tiene para él ni matices ni reflejos, que la gloria ilumine la genial existencia de su alma.

Rosario de Acuña

 

                        

 

Nota. En relación con este artículo se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:

 

Portada de Poema del cante jondo. Madrid: Ediciones Ulises, 1931
 
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Retrato de Antonio Jiménez Manjón publicado en 1888
 
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Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

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Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
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Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)