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EN EL CAMPO

Villa-Nueva

 

 

Tal es el nombre de mi morada, pequeña, humilde, dispuesta en su plan primitivo para ir ensanchando sus límites con el tributo del trabajo y de la economía. ¡Pobre albergue mío! La robusta encina que con su vigor poderoso nos sostenía, a nosotras pobres lianas trepadoras que amorosamente la ceñíamos con nuestros brazos, quedó tronchada por el rayo asolador de la muerte! ¡Nuestro padre ya no es más que un montón informe de miseria escoria, encerrado en los senos de la madre tierra, y al caer para siempre en la eternidad, al desarraigarse de entre nosotros, hemos quedado arrastrando míseramente nuestra frondosa juventud por los arenales estériles de la vida! En la fría soledad que rodea este hogar, que fue hermosísimo nido de apacible ventura, ya no se oyen frescas carcajadas, frases de entusiasmo, armonías sublimes de esperanzas en lo porvenir. Todo parece que lo ha llenado con el vacío  de su muerte; y cuando desde el lejano horizonte vemos blanquear, como paloma en un oasis posada, nuestra sencilla vivienda, ya no hallamos en ella la imagen risueña de las íntimas felicidades, sino un ruinoso monumento de recuerdos que amenaza hundirse en el polvo, bajo el peso de sus pasadas bellezas y bajo la multitud de abrojos con que le agobian sus desventuras presentes…!

¡Triste impremeditación del pensamiento cuando se olvida de pensar en lo eterno y funda en lo perdurable y en lo finito sus esperanzas todas!


Fragmento del texto publicado en El Correo de la Moda

¡Al alzarse orgullosa con su limpia sencillez esta pobre Villa-Nueva, no pudo imaginarse que ni un solo lustro alumbraría dentro de ella la dicha! Pero así fue: los ejércitos se dispersan cuando sus adalides mueren en el combate; las palomas se desbandan cuando sus guías caen al certero disparo; las familias se deshacen cuando su amante jefe muere estando en el apogeo de su vitalidad.

¡Villa-Nueva es hoy un sepulcro frío, helado, lleno de lágrimas, adornado de siemprevivas y de pensamientos, cubierta de paño fúnebre…!Ayer… ayer era la vida rebosando alegría, mareante de actividad, loca de entusiasmo; ayer era como una desposada con el ídolo de su amor; hoy es la huérfana perdida en solitario camino; ayer prendía guirnaldas de rosas y de pámpanos en sus ventanas; entoldaba sus cenadores con madreselva y enredaderas; poblaba su palomar de pichonas moñudas o volteadoras; aprisionaba en sus corrales gallinas cochinchinas y de crevecour; amontonaba en sus frutales la miel de los albaricoques, el almíbar de las ciruelas; ayer en sus regueras corría el agua libre de estorbos, a buscar el añoso tronco de la morera, del nogal, la acacia y los pies de los claveles, las azucenas y los lirios; ayer sus fresas, lozanas cuentas de coral entre verdes terciopelos, esparcían aroma delicado, y su maizal frondoso agitaba las erguidas cañas; ayer sus pájaros con su algarabía incomprensible venían a disfrutar las sobras de nuestra mesa, y ayer, donde ahora se oyen pasos silenciosos, sonrisas melancólicas, suspiros contenidos, se veían servidores apresurados, empeñadas discusiones, placentera y espontánea alegría.

Sus aposentos brillaban, cien veces limpios, con los reflejos del orden: su mobiliario sencillo, sólido y practicable, se mostraba orgulloso enseñando sus blasones de economía y trabajo: las ropas se alineaban en estantes y armarios, esperando sin zozobra la más escudriñadora mirada del más sutil observador, y desafiaban con la altivez de la pulcritud y de su excelencia de género, todo el encumbramiento deslumbrante de las confecciones parisienses; la cocina con sus prendidos encajes sobres sus vasares aparadores, con su pila rebosante de agua fresca, exaltadora, con su ancha campana cobijando la férrea batería, y su enlosado bruñido por el incesante limpiar, se inundaba de perfumes de jamón y aromas de vino, efluvios de olorosas especies; ayer… ayer las chimeneas lanzaban columnas de humo a los extendidos y azules cielos, y el sol bañaba con los esplendores diamantinos de su fúlgida luz el blando y espacioso lecho, los extensos devanes, la provista despensa: ayer el ruido se sucedía, en el trajinar no se paraba, la vida toda en continuo ir y venir, cumplía el deber, preparaba la distracción, buscaba la salud y realizaba la apoteosis de la Naturaleza, subsistiendo alegre y feliz en los brazos de tan amorosa madre… Nada quedó de ayer; ya os lo he dicho; pero no he querido negaros la entrada en mi vivienda, ante la sola consideración de que en ella ya no existe la vida, y de que bien pronto, con pena pero sin asombro, habremos de dejarla acaso para siempre empujados por el batallar constante de la existencia.

Ya habéis visto, pues, que no os he mentido, fantaseando en los campo de lo imaginado, al pintaros el horizonte de la vida en el campo; como os dije al principio, he tomado del natural mi dibujo, y para tomarlo no ha necesitado salir fuera de mi albergue; en mi alrededor he encontrado la línea, he medido la distancia, he hallado las perspectivas, he delineado los contornos, he esbozado las sombras y terminado los detalles: el colorido, la luz, la suavidad de los tonos podrá haberlo encontrado en la rica paleta  la imaginación, pero jamás sin el dibujo se hace ver la verdad, y el dibujo, lo repito, está calcado sobre la realidad.

¿Habré de continuar…? Dejadme deciros las últimas palabras.

Al leer estas líneas, ya os estoy oyendo decir: «Imposible: el hombre no ama el hogar, y huirá de él dejándonos a nosotras»; como en todas vuestras lamentaciones se ve también en ésta el despecho de una fantasía exaltada; el hombre ama aquello que queremos que ame (a no ser que haya tomado una mujer o haya educado una hija de esas muñequitas perfumadas que como fruslería de etagére se compran para adorno de la morada del hombre), es lo que la mujer quiere que sea; meteos la mano en el pecho, y a tener un mediano entendimiento, responded francamente si no hacéis lo que se os antoja de vuestros padres, hermanos, marido o hijos; la mujer posee una firmeza inapreciable y desconocida, firmeza y agilidad de culebra; se yergue, se pliega, se arrastra, se anilla, pero siempre avanza y sigue hacia su deseo con la elasticidad y dureza de un cuerpo invulnerable; esta firmeza, completamente innata a su organización, está extraviada por la educación; se traduce en una terquedad irritante, pero siempre existente; si estuviese guiada por un entendimiento depurado, una ilustración sólida y una gran rectitud de juicio, podría producir bienes y venturas imaginables; poniendo vuestro firme deseo en el hogar, el hombre os seguirá a él, como os sigue a las fiestas mundanas, y como os sigue a las ostentaciones ruinosas y a los negocios clasificados en irregularidades, siempre inspirados por la insaciable vanidad de la mujer: como os sigue a donde queréis ir con la benévola indulgencia del que, poseído de su fortaleza, se somete a la firme debilidad; el hombre no está en el hogar porque vosotras no estáis; le teme como caverna porque vosotras lo tomáis como cárcel, y huye de él porque vosotras estáis siempre deseando hundirlo: esto en cuanto a las que se quejan del apartamiento del hombre, y se quejan racionalmente; me explicaré: hay dos maneras de querer que el hombre sea del hogar, una es la prudente, la que desea que le atienda, que le embellezca, que le mire con amor y con gratitud, que pase en él las veladas, algunas por lo menos, y que siempre, al pisar sus umbrales, se encuentre satisfecho y feliz dentro de él; esta es la manera posible y racional de desear que el hombre esté en el hogar; la otra es la ideóloga, la de querer convertir al hombre en una especie de artefacto que se coloque donde y como se quiera, y se traiga y se lleve, cambiándolo de sitio, sin dejarle ni libertad, ni voluntad, ni personalidad; esta manera de idear el matrimonio y la familia es sumamente bonita, hace de la tierra una inmensa colmena, del hombre un zángano y de la mujer una fábricanta de la empalagosa miel del amor imbécil. ¡Ah! Desdichadamente para la familia, para la sociedad y para la especie humana, la juventud femenina se aferra a ese ideal de una manera tal, que nada basta a separarle de él; sus ilusiones giran sin cesar en este círculo; sus esperanzas, donde se ve un amor propio sin límites (permitidme decirlo y dispensad la crudeza de mi estilo), no concibe ninguna felicidad fuera de ésta: el hombre a sus plantas en perpetua adoración; el hombre viviendo por ellas, trabajando por ellas, sacrificándose y matándose por ellas, y ellas, como tiranas absolutas, reinando sobre vidas y haciendas, embelleciéndose cada día con nuevas galas, velando su persona, como la estatua de Budha, con el incienso que le ofrezcan esposos, hijos, padres… es decir, ellas siempre están viendo con su imaginación, la apoteosis del amor, tal y conforme nos le ofrecen los bailes de espectáculo, llenos de perlas, corales, gasas, perfumes, angelitos, ondinas, silfos y lluvia de oro; poblado de mariposas, que son los hombres, siempre revolteando en torno de la flor-mujer; este es el bello sueño de la doncella: así soñando va la desposada al altar; y así soñando se convierte en esposa y madre, y como soñó tanto disparate, la realidad no le parece bella, sino monstruosa; y como le parece monstruosa, cierra los ojos y se empeña en soñar de nuevo: y como todo cerebro excitado por sueños sobrenaturales, el suyo asciende un grado más en la escala del sueño, que se convierte en pesadilla; y lo que supuso encontrar en lo lícito, lo busca ahora en lo ilícito, y sueña con que ha tenido mala suerte: con que fue ciega al matrimonio; con que dijo si por compromiso, por circunstancias especiales, por las tiranías de sus padres o familia de soltera, por ofuscación… en fin, por una porción de cosas, menos por su libre voluntas y libre albedrío: y soñando de este modo prepara una disculpa anticipada a la culpa; y vuelve a soñar con el idilio y apoteosis del amor, que ya no le importa que se realice con el amante, puesto que anticipadamente se ha dado a sí misma la absolución; y sueña con la emancipación y con el divorcio, y con tener voto en las Cámaras, y con gozar con el elegido de su corazón las venturas que le negó el impuesto por la fatalidad… y vuelve a despertar al ver que tampoco con aquel nuevo compañero se realizó su sueño; y al encontrarse con dos realidades a cual más monstruosas cada una, vuelve otra vez a cerrar los ojos y a soñar: y cuando se despierta de hecho ¡horror! se mira enfangada en un mar de pasiones brutales llenas de materialismos soeces y repugnantes, y se ve las primeras arrugas y las primeras canas, y entonces, ya despierta, pero manchada en su alma y en su cuerpo con la lepra de la prostitución, o se enfanga más en el lodo y hace del escándalo un trono, de la vanidad un imperio, de las sensualidades un oficio, y arrastra entre los jirones de su honor la inocencia de sus hijos, la dignidad de la familia, o sucumbiendo a un tardío arrepentimiento, busca puerilmente en el misticismo religioso un amparo, y añade al delito la hipocresía.

Y todo esto por aquel sueño primero de doncella, que tan fatalmente abrigó en su corazón con el calor de las primeras emociones; y todo esto por tomar el amor de los sexos como fin y no como medio de cumplir los destinos terrenales; y todo esto por no haber sido educada para hija, esposa y madres; y todo esto, también por haberse acaso metalizado, casándose, no con el hombre de corazón, sino con el hombre de dinero, pidiéndole después de haberse vendido ternuras y deferencias en vez del oro que buscó al casarse con él… ¿Creéis que la vida es un vergel rebosante de flores y de felicidad, donde solo basta alargar la mano para cosechar venturas y bellezas…? La vida es la lucha tenaz, ardiente; lucha universal, lucha social, lucha íntima, siempre es lucha; cada día presenta una batalla; cada hora ofrece una peripecia; cada minuto se extiende con nuevo impulso: el triunfo ni se logra ni se ve, antes de conseguirlo acude la muerte; la recompensa no es el reposo, ni el abandono confiado, ni la ventura plenamente gustada; la recompensa es la seguridad de nuestra fuerza en el combate, la confianza en que no habremos de rendirnos, la esperanza en el progreso indefinido del espíritu a través de la eternidad, la fe incólume, poderosa, ardiente como faro encendido en los mares de la vida, que con su luz nos señala el puerto de la inmortalidad.

He aquí el único sueño en que debe sumirse vuestro cerebro; su despertar está en otro mundo; es decir, fuera de las condiciones fisiológicas del individuo terrestre, por consiguiente, ningún mal puede acarrear para el engrandecimiento y prosperidad de la especie human, fines hacia los cuales se encamina el luchar de la vida. Este debe ser vuestro único sueño, fuera de él, la realidad, admirablemente hermosa, si la ve sin los vapores de la embriaguez idealista.

El amor, que como principio divino es manantial de toda vida, como fin tiene lo eterno, y como medio no es más que un conjunto de deferencias, de estimaciones, de aprecio racional entre los individuos de la especie humana; aprecio, deferencias y estimaciones que deben graduarse en el corazón de la mujer con un grado mayor de intensidad que en el del hombre, por cuanto que ella es la encargada, por naturales, de la crianza de la prole, y para ésta se necesita una ternura más exquisita, una suavidad más delicada. Esto es todo; estimaciones, deferencias y aprecio que nos hagan unirnos todo lo íntimamente posible dentro de la personalidad de todo ser, en una armonía reposada y amorosa, en medio la cual suframos a la par las penas, gocemos a la par las alegrías, y sigamos a la par luchando por la existencia: tal es el amor bello, dulce, hermosísimo, tranquilo y apacible, como las hermosas tardes de la primavera, amor que puede irradiar sobre el lecho conyugal, en torno de la cuna de los hijos, en medio del recinto familiar; el hombre a sus destinos, la mujer a los suyos, los dos unidos a un solo fin, la educación de las nuevas generaciones.

Todo esto es posible con el racionalismo de la mujer, que es la única que puede hacer racional al hombre.

Yo sé que hay lágrimas, yo sé que hay mártires, y sé que en la sombra y en la oscuridad se devoran muchos ultrajes y muchas ofensas imperdonables; yo sé que se sufren desventuras, ante las cuales no hay consuelo positivo… Galileo, que reveló a los hombres las leyes de la gravitación, se arrodillo ante sus ignorantes jueces; Colón, que redondeó el planeta, murió miserablemente abandonado; Cristo, que ratificó la ley natural, espiró en un suplicio infamante… Ya lo he dicho anteriormente, con sangre y con lágrimas se redime el error, se enaltece la ley del progreso y de la libertad, porque sin lucha y sin víctimas no hay victorias; nada se pierde en esta fábrica inmensa del mundo; vosotros, ¡pobres mártires que lloráis en silencio vuestro triste y angustioso destino! fijad la mirada en el porvenir, allí veréis a vuestros descendientes recoger con nuevas prerrogativas y derechos la ofrenda de vuestro sacrificio, vivid en la vida universal de la especie, dejad vuestra insignificante individualidad en el proceloso mar de las amarguras, y buscad risueños horizontes de felicidad en los lejanos días que han de llegar, para la mujer, reducid hasta la primera edad el mundo de vuestras ilusiones, la flor que se abre al nuevo día, el juguetón gatito saltando sobre el ovillo, la faja tejida por vuestras manos para el niño pobre, en mil detalles de la vida que siempre están a vuestro alcance, aun podréis hallar un instante de ventura, todo se reduce a someteros a las leyes de lo relativo.

Jamás profanéis lo divino con vuestras quejas humanas; nada de lo pequeño de aquí abajo puede osar a la grandeza de allá arriba. El dolor es patrimonio del hombre; la felicidad es el imperio de Dios; vanas quejas, inútiles lamentaciones, sacrificios neciamente perdidos los que se hagan sobre la tierra a favor de un ideal determinado de los cielos. Creencia en Dios, amor a Dios, aspiraciones hacia Dios, nada más; fuera de esto, todo es pequeño, ruin, mísero. Nuestra vida terrenal es menos que un segundo, es nada en el reloj del tiempo; nuestras luchas, nuestras miserias, nuestras amarguras, nuestros dolores, son nuestros, por nosotros sentidos, por nosotros creados y por nosotros sufridos; por nosotros pueden ser consolados; en nada perturban la marcha triunfante del principio vital por las creaciones universales; de aquí que para nada hemos de dirigirnos a los cielos, más que para rendirles el homenaje incondicional de nuestro amor; la admiración entusiasta de nuestra gratitud, ¿por qué? por ver con nuestros ojos, por oír con nuestros oídos y tocar con nuestras manos, y gozar con nuestra vida toda de este espectáculo sublime de la Naturaleza; por tener esta maravillosa fábrica de tejidos entrelazados y sobrepuestos con tan superior armonía para la prolongación de la existencia; por llevar en las circunvalaciones de nuestro cerebro ese fluido misterioso, de donde brota la idea, en donde vibra la emoción y en donde se realizan las operaciones todas del espíritu-alma; por sentir como aspiración insaciable este amor hacia todo lo justo, lo bueno y lo bello, por medio del cual hemos dominado a la naturaleza inorgánica y somos los reyes del planeta… por todo esto, y por mucho más que a todas horas y en todas partes y de todos modos nos sale al encuentro, debemos gratitud, amor y homenaje a Dios, sin que hagamos otra cosa que beneficiarle, amarle, admirarle, y sin que se nos cruce por la imaginación, llevados de miserable orgullo, definirle, explicarle ni formarle; no queramos saber de su ser otra cosa sino que Es, y uniéndonos a su Personalidad con las primicias de nuestro amor, vivamos sin zozobras en el seno de lo eterno como Él vive en el seno de lo infinito.

Nada de lágrimas, nada de congojas, nada de refugios consoladores de nuestro dolor humano en el tabernáculo de la divinidad; en él no ha de oficiarse más que con el incensario de nuestra continua admiración, ni ha de resonar en su recinto otra voz que la de las bendiciones, único holocausto que podría llegar a las alturas desde los profundos y pequeños valles de la tierra.

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
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Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)