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A la memoria de don Domingo Hernández León que ha dejado su capital, íntegro para la fundación de dos escuelas racionalistas

 

 

Hete ya al otro lado del misterio. Todo cuanto penetró en las íntimas reconditeces de tu alma, llevado a ella por la torpe arrastradura de la vida terrenal, ha quedado en el umbral oscuro y hondo de la muerte, que abre un nuevo camino al espíritu, como a la mariposa  le abre una nueva senda de luz, en el instante en que la rosada primavera rompe su caperuza de crisálida. Todo cuanto hizo vibrar en tu ser la pasión, la emoción, el gusto; todo cuanto llameó en ti, impulsado por las encontradas ondas de los deseos, de las esperanzas, de las indignaciones, de los anhelos, de los cansancios, de las amarguras y de los placeres, ha quedado apagado, sin resplandores, sin reflejos, sin átomos vibrátiles que avivan el palpitar del existir hacia el más allá del leve, inapreciable punto del presente. Ya el silencio, y la oscuridad, y el reposo extendieron la paz de lo que, para los vivos, es la nada, y acaso para los muertos sea el todo. Sobre los despojos de tu cuerpo, que, no en el instante de morir, sino muchas horas, días y aún años, antes, ha ido entregando a la madre tierra, átomo por átomo, lo que de ella recibió, cayó el silencio. Bajo la losa de tu sepulcro se irán de ti las últimas moléculas que integraron tu personalidad humana, y cuando pasen algunos siglos, las plantas de los hombres hollarán la tierra que te disolvió, sin que en sus conciencias se alce tu recuerdo.

Como los antiguos navegantes, que al separarse del estrecho de Hércules y poner proa al Oeste decían, mirando enfrente: «De allí no hay que pasar; aquel remoto límite es infranqueable para el hombre; más allá de ese cielo y ese mar que se juntan, está el fin del mundo» y no sospechaban, siquiera, que al otro lado de aquel fin los paraísos de las selvas tropicales llenaban el espacio de cantos y aromas, y la tierra de flores y frutos, asimismo, la   sierra  de la muerte, en la que se confunden los cielos y la tierra, es para nosotros, pobres navegantes, acobardados, mal iniciados en las artes de bogar en lo desconocido, el límite infranqueable donde casi todos ponen el fin del mundo…

Mas si tu organismo, deshaciéndose desde que nació, ha disuelto al fin, su última energía en el sepulcro; si todas las modalidades de tu vivir, anhelos, desesperaciones, dolores, placeres, soberbias, humanidades, glorias y vencimientos; odios y amores…, si todo lo que fue tu vida, como es la vida de cada uno de nosotros, tuvo que pararse sin llegar al ignoto límite que todos vemos y ninguno es capaz de traspasar, algo hubo en ti, como algo hay en nosotros, que, cuando ya todo nos dice: “No pases de aquí; el más allá es inabordable, se yergue valeroso, como nave audaz, bien regida por marinero experto, y avanza sobre el límite apavorante, crúzale sereno mar desconocido, ciñe el viento radioso que circunda el ecuador que resplandece, y camina, gentilmente, hacia el nuevo mundo, donde todos los aromas, los cantos, las flores y frutos se entrelazan en guirnaldas de magnificencias, para glorificar la inmortalidad del espíritu, ¡alado insecto celestial, matizado de luz, que vive y palpita, con vida inextinguible, sin que haya nada capaz de encaperuzarlo en manto de crisálida!...

¡Tu alado espíritu voló sobre tu sepulcro! En la fosa ha quedado todo lo que podía mancharlo, y, con toda la pureza de la luz que llega y penetra e inunda de diamantino fulgor hasta el más repugnante osario, sin que ella tome de la podredumbre ni un átomo de hedor, así tu espíritu, volando sobre si mismo, más allá de tu vida, más allá de tu muerte, esmaltando de efluvios de eternidad incognoscible todo el inmenso horizonte que, en el instante de morir, se abrió delante de ti, aseguró, con prueba irrecusable, tu inmortalidad, al llevar tu pensamiento, que es el único resquicio por donde el alma se asocia a la vida terrena, a sembrar, en los caminos de la futura edad, las semillas de la razón  en la rica poma de la tierra que, cuando adquiera su madurez, anunciada hace millones de siglos por todos los videntes, habrá realmente otorgado a la especie humana su verdadera alcurnia de hija de Dios.

¡Dejaste, para laborar en la tarea tremenda de hacer racionales, a los hombres, todas las pobres y siempre míseras riquezas humanas, que, hoy por hoy, son una de las palabras más poderosas de la evolución racional! Tu espíritu fue más fuerte y vigoroso y activo que todo apetito que le rodeaba; no solamente se rebeló a morir, que aunque el espíritu quiera morir le es imposible, no se resignó a dormirse en una inmensidad de siglos, sino que ha querido, vivamente unir, por su cuenta de esperanzas, el abismo de la vida y la muerte; y así como vivió su vida terrena llevando en ti a todos tus progenitores, él ha querido llevar a todos tus descendientes el caudal de energías que la brevedad de la vida no te permitió emplear, llamando activamente a los hombres a cultivar, con el esmero a que les obliga su condición de perfectibles, la flor inmarcesible de la razón, que como perla preciosa, como amuleto invulnerable, como chispa diáfana, inmortal, celeste, alienta, rige y ennoblece el cerebro humano.

¡Dichosos tus lares en la hora de tu muerte! ¡Todos los ardientes rayos de la verdad fueron aureolando los espacios que te circundaban!¡Con cerco de fulgores tu cabeza debió uncir, porque allá, dentro de ella, en el laboratorio precioso que, como tulipán de dobles hojas, se abre hacia el cielo, apenas sostenido por tenues raicillas…, allá, en tus lóbulos cerebrales, dóciles hojuelas, donde el alma esculpe sus mandatos, todas tus postreras energías debieron rielar, como corriente de puras alturas, trazando sendas que llevaron a tu contienda la santidad sublime e inmortal de tu espíritu!

Y cuando ya fuera del batallar de la vida, a que nos obliga nuestro destino ascensional, suspiraras el último aliento, ¡qué paz de sueño el tuyo, al tener íntima seguridad de que dejabas velando tu reposo seguro y reconfortante a tu alado pensamiento, que iba a llevar a unos cuantos cerebros de humanos, a la hora sagrada que llegará para el hombre, en que, mirando abajo y arriba, sepa descender sin vacilar y subir sin asustarse… labor realizada cuando el astro de la razón alumbre su camino; cuando contemplando la tierra y el cielo, diga con la mente y con el corazón!

¡Hosanna en los abismos y hosanna en las alturas a la felicidad humana!

Mi alma vuela hacia tu espíritu santificado, y a través de tu fosa, sin palabras, pero con hondo amor, te saluda diciéndote: ¡Bendito seas!

Rosario de Acuña y Villanueva

 

 

Nota. En relación con el contenido de este escrito, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Cabecera del primer número de Las Dominicales 197. La campaña de Las Dominicales (1884-1891)
Aunque la suya fue la vida de una luchadora, solo en una ocasión decidió enfundar la armadura; tan solo en una ocasión quiso voluntariamente acudir al «campo de glorioso combate» para luchar contra el oscurantismo reinante...

 

 

Fotografía de Rosario de Acuña en El Cervigón
86. «Una mujer muy mujer», por José Díaz Fernández
Era un revulsivo su palabra creyente y clara por donde corrían las utopías como el agua por su cauce. Llegábamos allí un poco apesadumbrados de decepción y salíamos fortalecidos de libertad. Ella creía en el Más Allá, en la Revolución, en el destierro de los frailes, Su figurilla delgada y arrugada era otra al hablar. A mí me daba...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora

 

 

 

Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)