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¿Delirios o intuiciones?

 

Después de subir por una canal del monte Saja, y vencida por la fatiga de aquella marcha a través del bravío bosque, encontré, bajo el copudo ramaje de un haya secular, descanso y frescura. Delante de mí saltaba, sobre peñascos, espumoso torrente. A mis espaldas la selva se ceñía con sus tejidos de robles y acebos a las monstruosas estribaciones del puerto de Sejos. Al otro lado de la cascada una lomera, cubierta de aliagas y brezos, ascendía en vertiginosa pendiente a buscar las más altas cumbres de Palombera. En el último término del norte el escudo de Cabuérniga, con sus desfiladeros y sus invernales escalonados, se coronaba de jirones de niebla, teñida por matices de oro por los destellos del sol naciente. Sobre las cresterías de los Picos de Europa, que asomaban al ocaso como gigantes de granito imponiendo su soberanía a la comarca, brillaban plateando sus neveros perpetuos, y un cielo azul, purísimo, se descubría sobre el cénit, semejante a dosel de terciopelo que las ligeras nieblas festoneaban de encaje. El rocío, que siempre moja el monte en aquellas alturas, iba formando mosaicos de pedrería sobre hojas y yerbas, y una fulguración de rubíes, esmeraldas, zafiros, topacios y diamantes cruzaba de rama a rama, saturando el ambiente con las radiaciones del iris. La brisa acre y fresca de la madrugada sacudía las florestas, llenando de sonidos indescifrables las umbrías del bosque. El malvís gorjeaba suaves arpegios en lo más intrincado de la selva, y, a las notas agudas del cantar del gallo silvestre, respondía el melancólico quejido del cárabo. Dos alcotanes volaban sobre las cumbres trazando círculos, y una lagartija, desperezándose entre las hojas caídas, asomaba su aplastada cabeza buscando las primicias del sol. Ni un sonido, ni un rasgo, ni un matiz que acusara la presencia de la humanidad turbaba aquel grandioso despertar de las montañas, y yo inmóvil, sugestionada por una paz tan solemne, llegué a perder la noción de la propia personalidad, y me sumergí en aquella saturación de grandezas. El cerebro percibió entonces en todo lo que me rodeaba algo consciente, voluntario, y, sin saber cómo, aquel pedazo del planeta tomó ante mi inteligencia la forma de un ser racional. Se dilataron los montes, se extendieron las selvas, fueron surgiendo ríos y mares; mi espíritu llegó a los polos, dio vuelta a un meridiano, recorrió el ecuador, y cuando completé el planeta entero –con sus desiertos, praderías, bosques, cordilleras, mares, ríos, volcanes y ventisqueros, ceñido todo con los gigantescos cendales de su atmósfera– creía hallarme en presencia de un organismo vivo, palpitante, capaz de pensar y de sentir, y aun creí escuchar, con modulaciones de idioma comprensible, una voz armoniosa, serena, acompasada, que tenía cadencias de himno, y que iba relatándome algo que lo mismo podría ser lamento que enseñanza, profecía que revelación.

«¡Cuán desdichada raza la tuya, la raza humana! –decía el planeta–. Hija de mi propio ser, nutrida por mí, a mí sujeta desde el albor al ocaso de su vida, y ¡cuán soberbia, viviendo siempre fuera de mí o contra mí! ¡Raza de parásitos a quienes he criado, y que solo se afanan en violentar mis leyes, en negar mi poder! ¡Necia raza humana! ¿Para qué la necesito? ¿A dónde ha llegado su vanidad que imagina ser lo esencial del Universo, y no es siquiera lo esencial de mi ser, morada humilde entre las innumerables moradas del Universo? Mis auroras, mis ocasos, mis primaveras y mis inviernos, los frutos de mis continentes y de mis mares, los millones de organismos que pueblan mis superficies y mis abismos; toda yo y conmigo las preseas con que me dotó la Naturaleza ¿subsistirían en la sucesión de los siglos sin necesitar que el hombre existiera?, y ¿qué sería del hombre sin mí? Engendrado en mi seno, de mí nacido, sujeto a mí pese a su voluntad extraviada, cuanta más pujanza demuestra en desconocerme, cuanta más bravura emplea para avasallarme, más se hunde en el piélago de mis inviolables leyes... ¡Y él llora! ¡Llora con acongojada desesperación; y su corazón, sangrando amargura, tiembla de impotencia; y su frágil cuerpo, fatigado por el trabajo, atribulado por las necesidades no satisfechas de sus ambiciosas pasiones, se encorva dolorido en sus músculos y su espíritu, y muere al fin lleno de padecer y ahíto de sufrimiento...! ¡Imbécil y pobre mártir de sí mismo! ¡Aun en la agonía no vuelve los ojos a mí, los vuelve al cielo; aun entonces no se siente contrito de sus culpas contra mi majestad, contra la Majestad de la Tierra, de su madre, de quien lo creó, lo nutre y lo sostiene!

¿Cuándo volverás humilde a mi regazo? ¿Cuando palpitará tu cerebro con las realidades de la verdad, y lleno tu corazón con las ternuras del amor Universal comprenderás tu destino sobre estas superficies mías, hoy ensangrentadas por el luchar continuo a que te entregas, no por la vida –que te la di asegurada– sino por  satisfacer las groseras pasiones de tu extraviada razón? ¡Cuándo caminarás sin ese fardo de irrisorias leyes que a ti misma te diste, al soñar delirante con la libertad de tu albedrío, leyes que apenas promulgas ya estás violándolas, porque es inútil –¡ilusa raza humana!– que amontones legislaciones para tu felicidad, sino buscas la base de todas en los cánones eternos que me rigen!

¡Cuándo volverás a mí y con exacta conciencia de tu destino terrenal (único que debe preocuparte) irás desdoblando las páginas secretas que te guardo en los santuarios de mis entrañas, henchidos de misterios, hoy indescifrables; donde existen maravillosos secretos, hoy desconocidos; tesoros valiosísimos, cada uno de los cuales encierra un pétalo de la inmarcesible flor de la verdad, cuyo aroma es el único que puede impregnar tu alma de impensables dichas! ¡Cuándo arrojarás tu agobiadora carga de concupiscencias únicas por las cuales te entregas a vertiginosa actividad, y asqueada de la insensatez de tus ambiciones, repugnándote el ruin empleo de las horas de tu existir, fuerte y sobria, piadosa y casta, reduciendo a necesidades racionales las viciosas necesidades que hoy te entorpecen, confiada en la vida, creyente en la felicidad, irás poniendo acorde tu existencia con mis leyes, tus artes con mi destino! ¡Cuándo llegará la hora en que, orgullosa de ti, pueda llamarte «mi alma» al sentirte ascender por las cumbres de la racionalidad sin otro fin que unir la augusta voz de tu inteligencia al hosanna eterno que canta el Universo en loor de su Alma!

 

* * * * *

«¡Labra, mísera humanidad, tu sepultura; entierra en ella generaciones y razas; llora, un siglo tras otro siglo, los errores de tu imaginación ebria de orgullo; retuércete degenerada por el dolor que tus devastadoras pasiones te impusieron; disgrega entre el polvo del olvido la innumerable serie de tus generaciones...! ¡Yo espero en tanto! ¡Espero, vestida con las galas de mi juventud, el instante de tu arrepentimiento; espero que despiertes del sueño delirante que hoy perturba tus facultades racionales; espero que amanezca para ti el día de tu redención y, digna heredera de las demás especies animales –sumisas todas a mis mandatos–, te levantes sobre ellas, no acumulando en ti sus brutales ferocidades ni sus egoístas instintos, sino sumando en tu corazón y en tu cerebro todas sus ternuras y todas sus sinceridades! ¡Entonces serás coronada como soberana del planeta! ¡Entonces, cuando goces de mis riquezas sin esquilmarme, y cruces mis continentes y atravieses mis mares para llevar de polo a polo la felicidad de comprenderme! ¡Cuando al encanto de tu palabra, saturada de piedades, todos los organismos que sustento se estremezcan de alegría y no de espanto! ¡Cuando sostengas mi juventud con tu fecundo trabajo, y me revistas de bosques nuevos, de corrientes puras, de frutos sanos! ¡Cuando por donde quiera que pases no lleves la desolación, el odio, la esterilidad, el terror, la desconfianza y el sufrimiento, y en pos de ti surja por todas partes la felicidad y el amor! ¡Cuando cese el estruendo de tus bárbaras luchas y a las maldiciones de los vencidos sucedan los cantos de la paz fraternal... Entonces, orgullosa de ti, segura de llevar en mi seno una nota de amor al amoroso concierto del mundo, pondré sobre tu frente la diadema de la racionalidad, que tiene hoy sus dos florones más hermosos –la bondad y la sabiduría– enfangados en el lodo de tus pasiones, oscurecidos entre la podrida atmósfera de tus leyendas!»

El sol disipaba los últimos celajes de la niebla: los ventisqueros de Peña Vieja se circundaban con limbos de luz deslumbradora; la espuma del torrente, como sarta de perlas desengarzada, corría por el despeñadero vistiéndolo de nácares, y los resplandores del día, triunfando sobre todos los abismos, tejían cendales de oro en el fondo de las selvas, coronando con fulgores de incendio las rocas de las cumbres. Un ambiente de gloria se extendía por todo el paisaje, como si la Tierra, trémula de placer al considerar posible que la habitase una especie racional, se vistiera sus más hermosas preseas de hija del Sol... Entonces volví en mí: el gruñido de un perro que me señalaba al odio de su amo me hizo entrar en la realidad de la vida. Enfrente de mí un pastor de la montaña me miraba con la socarronería propia de la imbécil malicia humana: era un amigo; un viejo pastor vaquero ,que cambiaba todos los días un cuartillo de tibia leche por un cuartillo de aguardiente, única moneda que juzgaba buena para pagar su obsequio. Era el tipo completo del hijo del pueblo, abatido por todas las miserias que le degradan: El alcoholismo en primer término; luego la superstición; el odio sistemático hacia todo lo que razona y enseña; la envidia de placeres que aun teniéndoles a su alcance le hacen bostezar; la ignorancia, imposible de desarraigar de su cerebro ocupado todo por los vicios y el rencor... Todas las miserias de las últimas clases sociales, que no son otra cosa que la corrompida espuma del hervidero que pudre las clases elevadas; escoria que cae de los de arriba sobre los de abajo, impregnándose al llegar al fondo de un matiz más sucio, más infecto. ¡El círculo cerrado por sus extremos donde se revuelve la humanidad extraviada de sus destinos!

 

* * * * *

Misteriosos acentos del planeta que llegasteis a mi cerebro en aquellas horas de amanecer espléndido, ¿fuisteis los ecos de un delirio o las evidencias de una intuición?, ¿me descubristeis un aspecto de la verdad o el extravío de la inteligencia...? ¡Oh ensueños del alma, cuán amargos hacéis el despertar!

Rosario de Acuña

Brañas de Bustandrán. Montañas de Santander

 

 

Nota. En relación con este artículo se recomienda la lectura de los siguientes comentarios:

 

Emblema teosófico (Sophia, Madrid, 1/1913) 214. Su última confesión
«Rosario de Acuña, teósofa», es el título que Mario Roso de Luna le pone al escrito  que publica en Hesperia y en el cual se hace eco de la carta que ha recibido de Carlos Lamo. Su contenido bien pudiera considerarse la última confesión...

 

 

 

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Torrecerredo y Peña Vieja en un mapa topográfico del Instituto Geográfico Nacional
163. Por la canal del Embudo
Un momento. Volvamos a leer: «... quedarnos a pasar la noche en la abrupta cumbre de Torrecerredo» ¿Estaban en la cima del pico Torrecerredo? ¿Rosario de Acuña y Villanueva y sus dos acompañantes habían ascendido a la cima más alta de los Picos de Europa dos o tres años antes que el conde de Saint-Saud? ...

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)