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Joaquín Costa. Sabio y bueno

 

En homenaje a la memoria del llorado Costa, sintiendo un inmenso orgullo al trasladar al público los conceptos que merecí del BUENO y del SABIO, doy a la publicidad la carta que va a continuación y que conservo, escrita toda ella de su puño y letra, como un tesoro inapreciable que legaré a mis herederos.

 

Madrid 11 de noviembre de 1900.

Sra. Dª Rosario de Acuña y Villanueva.

Distinguida señora mía, de todo mi respeto y estima: Su preciosa carta del día primero es una de las contadas chispas que de vez en cuando se proyectan de este iceberg polar que por rutina denominamos todavía España. Sus conceptos, tan sentidos como elevados, junto con el recuerdo fraternal perfumado de saudades, del querido y malogrado Augusto(1) que me retrae el de su inolvidable hermano, me han llegado al alma y son una compensación a tantas y tantas tribulaciones. Su invocación a los ideales de justicia y de patria me han refrigerado el alma, que bien lo necesitaba; y sus ofrecimientos, tan entusiastas y sinceros, me han probado que de cierto quedaba aún levadura suficiente para levantar una España nueva, órgano vivo de la humanidad, en el lugar del planeta donde la antigua se ha extinguido de raíz sin posible vuelta.

Correspondo de corazón a su obsequioso saludo; y con las más rendidas gracias quedo muy suyo adicto respetuoso admirador y amigo.

Joaquín Costa

 

En esos párrafos dulces, conmovedores, llenos de una ternura y de una bondad incomparables, se ve fulgurar el alma del muerto: luz maravillosa de purísimo diamante, algunas de cuyas facetas fueron talladas por la Divina mano. Su espíritu, el misterioso Incógnito que maneja la frágil naturaleza humana, se nutría en la celeste patria inmortal; y, cada vez que un golpe contra la tosquedad terrena hería sus fibras, seráficas, se iba a la morada de donde fuer partido a recoger en los veneros del sumo bien, de la suma justicia, del amor sumo, nuevos raudales de energía con que señalar la ruta que ha de llevar a los mortales al soñado edén. Porque Costa, historiador, geógrafo, legislador, sociólogo, biólogo, filósofo, SABIO, en una palabra, era más que todo eso que pueden serlo muchos hombres, que lo son algunos (Menéndez Pelayo, v.g.). Costa era BUENO, lo que es sumamente difícil, cuando la intelectualidad hipertrofiada siente la indigestión de la poma de la sabiduría: y Costa es bueno no por una recapacitación de [condicionales?], no por esa falsa virtud de soberbia mental que se hace buena por verse en el deber de serlo al tener éste, el otro o todos los conocimientos: era BUENO porque tenía algunas de las desconocidas fibras que mueven las almas en comunicación directa con un foco de amor tan intenso, tan purísimo como inagotable y fraternal; foco por el cual sintieron, sienten y sentirán, por los siglos de los siglos, sabios e ignorantes, esa ambición y anhelo, abrasador e indomable, que los lleva a procurar antes que la propia felicidad, la felicidad de todo cuanto les rodea; es por esta naturaleza del espíritu de Costa, predestinado a conservar el fuego sacro en el que se encienden mundos y átomos para entonar las armonías universales, por esta deífica e intrínseca virtud de su espíritu, este hombre, más grande aún que bueno, que por sabio será, durante muchas generaciones, uno de los faros guiadores del bajel de la humanidad, que presente las altas cumbres del amor, hacia el que camina, luchando entre llantos y blasfemias en los revueltos mares del odio. Este verdadero SACERDOTE, consagrado en los altares del inviolable destino que rige y gobierna la Creación; esta nobilísima alma, de estirpe escogida para darse, para esparcirse, verterse e inundar de generosidades todo cuanto coexistió con él, se prolongará fuera de él en el tiempo y espacio, será, en las centurias de la vida humana, uno de esos hombres-hitos, uno de los gigantes que, a través de los días, van creciendo y que, cuando ya las generaciones pierden los datos de la realidad en su existencia, forjan sobre sus entidades el MITO y hacen surgir en las lejanías los esplendores de la leyenda. Su memoria irá a reunirse a la pléyade que, en los campos de la intelectualidad humana, forman los Santos Védicos, brahamánicos y egipcios, los filósofos griegos y los legisladores romanos; y cuando ya ni su nombre pueda conservarse en el recuerdo de los mortales, los efluvios de bondad, que están esparciendo en torno suyo, irán de nuevo a recogerse en el vaso vital de otros corazones, que seguirán la magna labor de llevar a la especie racional a ese recinto deseado, donde las mieles del amor y las serenidades de la paz, aneguen, al fin, el lago de hieles y las turbulencias de luz que el odio y el egoísmo esparcen en la tierra.

Pobres de nosotros los que no supimos aprovechar todos los instantes para enlazar al fin de nuestra felicidad el raudal purísimo del bienhechor manantial!  ¡Cuán hundidos y moribundos estamos, que habiéndonos cabido la suerte de convivir con el REDENTOR de las flaquezas y miserias humanas, dejámosle ir solo al calvario, quién desconociéndole, quién temeroso de que su compañía le hiciese daño, quién huyendo  de su austeridad, fustigadora implacable  de los vicios, quién temblando de su pequeñez envidiosa, de que aquel astro de luz propia, empañase su luz reflejada!

Todas cuantas suntuosidades se amontonan sobre ese pobre cadáver que, de tener un átomo de voluntad aún, sacaría las manos sobre el féretro, para pulverizar las vanas pompas, servirán para ennegrecer más los horizontes de la patria: que no son flores, ni himnos, ni crespones, ni luminarias, ni aún siendo en honor de Costa, lo que ha de menester esta pobre porción de la especie, viviente en España, que se arremolina balando lastimosamente, como manada de corderos sin guía ni pastor, ante la noche de horror y aniquilamiento que se aproxima; y no son honras funerarias lo que demanda el alma de Costa, sino reconcentración de las postreras energías para sacudir la mortal modorra, aunque sea en convulsa acometida; y siguiendo las luminosas enseñanzas que dio aquél que amó a la patria más que a si mismo, ver, si aún es posible, de este solar donde se engendró el verbo latino para llenar de esplendores la mitad del planeta, hacer una morada habitable, donde puedan vivir los buenos, los sabios, los conscientes… ¡que todos nos vamos muriendo acorralados por las concupiscencias, las estulteces y las impasibilidades de los impotentes!

¡Ah, si de la tumba de Costa brotase la savia purificadora de nuestra regeneración! ¡Si hiciéramos los vivientes todo lo posible para ir con él a través de los siglos, siendo mentores de la austeridad, ejemplos de valentía, iniciadores de sinceridades, tesoros de laboriosidad, apoyadores de conciencias, castigo de felones y rufianes, y vasos rebosantes de generosidad y grandeza! ¡Ah, si nos despojáramos de las pegadizas vanidades que una burguesía pueril, acéfala y viciosa, ha extendido sobre la patria, cambiando la llaneza, rudeza y nobleza genéricas de la raza, por groseros aspavientos de incapacidades mentales y morales! ¡Ah, si renaciese con el viril, tenaza y cortés español la hembra serena, casta y fuerte; y bien emparejadas las dos entidades, sin los faralaes de importación extranjera, y sin las artimañas brujescas de sus supersticiones y fanatismos, emprendieran los dos el camino de nuestros campos, y clavando en ellos las energías trabajadoras de la estirpe,  con una mano en la esteva o en el cayado y en la otra mano las biblias de Costa, rasgasen este suelo español donde el sol arroja a torrentes la semilla de la fecundidad y el cielo vierte a raudales el tesoro de la alegría!

¡Ay Patria, Patria! Ya que tantos hijos tuyos excelsos, murieron sin servirte para nada, no por ser ellos inhábiles, sino por estar tú desviada de su amor y ser ingrata a sus sacrificios, mira a ver si la muerte de tu último hijo te mueve a cambiar de vida!

 

(1) D. Augusto G. de Linares, un genio de Costa, otro gigante de la inteligencia y de la bondad, naturalista de la  altura de Darwin, filósofo de la talla de Spencer, políglota, geógrafo, sociólogo, artista de la palabra, pues su elocuencia era de tal naturaleza, que aquellos que le oyeron alguna vez no le olvidarán nunca; corazón angélico, que sufrió todos los huracanes de la desgracia con la filosófica grandeza de un Epicteto; intensa luminosidad de inteligencia y de alma, perdida también para la patria, que sólo ha sabido otorgarle un modesto busto de bronce en un rincón de la capital de la Montaña: la cual no supo, o no quiso, apreciar en lo que valía aquel inolvidable coloso.

Rosario de Acuña y Villanueva

 

Por carecer mi casa en Somió de servicio de Correos no he sabido la muerte de Costa hasta dos fechas después de conocerse en Gijón.

 

 

Nota

Era tal la admiración que sentía por Joaquín Costa que, años atrás, enterada que el menor de sus hermanos había comprado un lote de huevos para incubar procedentes de la granja que por entonces regentaba en Cueto, no dudó en escribirle una carta que iniciaba con las siguientes palabras: «Después de enviar el cajón con las cinco docenas de huevos he sabido que era para usted el pedido, y como quiera que en esta casa somos fervientes entusiastas de su señor hermano don Joaquín, me tomo la libertad de escribirle congratulándome de que un producto de mi granja haya ido a parar a la familia que es honra de España y galardón de la Humanidad». Y a continuación le daba pormenorizadas instrucciones para que aquellos huevos le dieran un brillante resultado. Para conocer más detalles tanto del contenido de esta carta como de la respuesta del destinatario, se recomienda la lectura del siguiente comentario:

 

Escalonilla, Casa Ayuntamiento, construido en 1881 (Diputación de Toledo) 224. Entretenimiento para la esposa
Mientras ella se ganaba la vida con los productos de su granja avícola, había ilustres compatriotas que instalaban un gallinero para entretenimiento de la esposa, para que lo pasara menos aburrido, distrayéndose en llevar a sus pollitos el migón de pan...

 

 

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora

 

 

 

Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)