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Servando Bango  en «El  Cervigón»

 

Era una mañana de la primavera pasada. El cielo estaba azul, límpido; el mar enviaba a la tierra una brisa perfumada por albas frescas; algunas espumas leves contorneaban la punta del cabo de San Lorenzo, y grandes gaviotas blancas, y grandes y negros cuervos, matizaban el horizonte con rasgos de luz y de sombra. Todo era paz alrededor ¿qué mejor hora para el trabajo?

Preparé los avíos de fregar el suelo de mi cocina, la única pieza de mi casa en que vivo; porque al entrar el viento de las catástrofes en mi hogar, paralizó de golpe toda la instalación en mi modesta nueva casa. Muebles, vajillas, antigüedades, ropa, todo quedó encajonado, enfardado, embaulado, conforme había llegado por tren o por barco, ante el hundimiento inesperado de mi pequeño peculio, y sólo la cocina (que es la comida) y sólo unas camas de campaña (que son el descanso), pudieron organizarse para el servicio. Sacar, recomponer e instalar todo lo demás, cuesta dinero. Mi cocina es, pues, mi salón, mi despacho, mi comedor y mi gabinete; hay que tenerla escandalosamente limpia, puesto que en ella se han de desenvolver todas las actividades de la vida familiar.

Respirando a pleno pulmón aquel aire marino de salud y de fuerza, agarré el estropajo, esparcí la arena y a fregar, tabla por tabla, no de través (fregadura de sucias) sino al hilo del madero. Un cubo y otro cubo sacados de mi aljibe era llevados y traídos por mis manos…

¿Asistentas…? ¿Criadas…? (Suponiendo que unas u otras quieran servir en casa de una hereje tan remarcada como yo). Las unas son la mayoría correveidiles de los hogares; las otras –aun la más tosca- cuestan, cuestan quince duros mensuales entre salario, manutención (si se les da como se debe, igual cantidad y calidad de alimento que comemos) y derrocamiento ¡quince duros mensuales! Con cinco duros más tengo yo que atender absolutamente a todos los gastos de mi hogar… A ¡fregar pues! Me puse a ello y a cantar. Siempre que trabajo físicamente me pongo a cantar: el pulmón se conserva más sano, la melopea del canto da ritmo al trabajo, y la tarea se hace más leve… Canto las rondeñas del país de mi padre (Jaén); aquellos dulces y suaves cantos que, en las monterías de Sierra Morena, oí y aprendí de niña cuando aquellos serranos, de imaginación incomparable, inventan historias cantadas respondiéndoles los unos a los otros desde Solana a Umbría, desde Otero a Pedriza… ¡Chocita mía de El Cervigón déjame morir bajo tu techo donde puedo cantar a voz llena sin que la barahúnda ciudadana me perturbe!...

Fregaba y cantaba, inventando coplas, como siempre que canto; coplas que nunca escribo (hoy hago una excepción pues quiero dar exacto colorido a la realidad de lo sucedido). Cantaba:

Los cantares que yo canto

todos se los lleva el viento…

son mariposas  del alma

cuyo jardín es el cielo.

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Péinate siempre de espaldas

al espejo de tu cuarto;

que seas bonita o fea

lo mejor es olvidarlo.

 

Una tabla fregada y otras coplas:

Nacer y morir es llanto

y entremedias padecer;

es triste y dura la vida…

mas ¡qué le vamos a hacer!

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Ni pidas ni des consejos;

anda bien con tu conciencia,

y si las gentes se ríen

¡ponte el mundo por montera!

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Golondrinita querida

que pías en mi ventana,

hoy soy yo la que te escucha;

¿quién te escuchará mañana?

 

En esto llegó hasta mí una cascada de notas sonoras, intensas, moduladas soberanamente, admirables, que me dejaron con el estropajo en alto y la mano izquierda rígidamente apoyada en el suelo, la boca abierta con la última sílaba del cantar y los ojos girantes al unísono de los oídos que buscaban, buscaban alrededor el sitio de donde había salido aquella escala de potencia melódica maravillosa… «¿Habré oído mal?» –me dije– ¿Sería el eco de mi propia voz que resonaba agrandada por mi amor propio en las fibras de mi corazón? Yo tengo voz de contralto pero sin educar; brava, desordenada, intensa y extensa, mas como potro recién salido de la dehesa que, aun siendo de raza siempre resulta un bruto asustador y levantisco. No, de mí no era aquel torrente majestuoso de notas, ligadas, flexibles, dulces, intensísimas… ¿qué era aquello?

Me levanté; solté el mandil, me sequé las manos… en esto volvió la escala sublime, y ya no fue escala sólo, fue una canción, no sé de qué, pero cantaba de una manera incomparable, armoniosamente, deliciosamente expresada; llena de matices suaves, melancólicos, varoniles; con una entonación y un ritmo y una seguridad de artista superior; canción llena de maravillosas modulaciones que eran, para los oídos, lo que son para los ojos las plumas de los colibrís americanos, un conjunto de piedras preciosas, todas irradiando, y todas formando un astro fascinador.

La voz aquella, voz que la fantasía imaginaba ser venida de otro mundo distinto de éste, aquella voz salía del lado del mar… salí de la cocina, di vuelta a la casa, y me paré junto a la tapia que da al acantilado: la voz había callado «¿Sería un marinero pescador?» Mas los sesenta metros de talud casi recto que hay de mi casa al mar no permiten llegar hasta arriba las voces humanas; además los pescadores cántabros cantan pocas veces.

Allá, en las playas de la cornisa genovesa, en Savona, Noli, Alberiga, en aquel mar Mediterráneo, azul y límpido como un lago y muy pocas veces enfurecido, los bateles tienen andar de cisnes, se deslizan, ondulan sobre el manso lomo de las olas; el canto brota del alma del marinero como una evocación al ensueño, al resbalamiento de la vida sin grandes penas. Este áspero mar cántabro, casi siempre rugiente, no deja al alma vivir adormecida; tiene que atisbar el sacudimiento de la galerna; el bajel pesquero ha de llevar a su bordo hombres rudos, bravos, que cuenten con la muerte a todas horas y con el ensueño nunca.

¿De dónde había salido aquella voz que ahora callaba? Cogí una escalera de mano y me subí por ella al borde de la tapia. Nada se veía; me iba a bajar y la voz tornó a oírse; venía de abajo, de los acantilados practicables por más allá de mi casa; subía con la brisa marina; pura, fresca en facetas brillantísimas que herían el oído, se metían en los sesos, saltaban por toda la cadena de ganglios y golpeaban el corazón con las argentinas tonalidades de una cascada de cuentas de oro prendidas en tirsos de cristal.

Primero, salieron de allá, de entre las rocas, una, dos tres escalas ascendentes y descendentes; después empezó otra canción, arrulladora y valiente, suave y cálida, armoniosa, divina. Mis manos se levantaron en alto, mis ojos se llenaron de lágrimas; aquello era magnífico, entusiasmador. Todo el ambiente se llenaba de voz, todo el horizonte, hasta las gaviotas y los cuervos parecían saturados de aquella espléndida atronadora voz, que vibraba en la brisa con una torrencial modulación de arpegios; como si mil gargantas angélicas, fundidas en una sola vocalización, cantaran un coro celeste…

Yo estaba estática; no había oído nunca nada semejante. La mente saltaba sobre los recuerdos; a ella venían reminiscencias de la voz de Tamberlick que, en mis juveniles años, había oído temporadas enteras desde nuestro palco del Real; aquella áurea voz que sabía velarse con lágrimas y dramatizarse con sonrisas para llegar directamente al corazón; allí estaba también Mario, la cultísima voz de Mario, varonil y persuasiva, sin feminidades, ni asperezas; allí estaba toda aquella pléyade de cantantes masculinos cuya estrella era la Patti… porque allí estaban también los grandes bajos, Brouconi, cuya voz en sus últimas notas no era nunca bronca, ni dura, sino recia y pastosa; y más cerca de ahora allí estaba también Titta Rufo, en aquellas escalas de El Barbero matizadas, argentinas, engarzadas unas con otras con la misma intensidad, como si el aliento humano no estuviese sujeto al mecanismo del fuelle, sino que fuese libre de toda ley del automatismo pulmonar y pudiera esparcirse toda una eternidad, sin reposo ni fatigas.

La canción terminó –«¡Bravo! ¡Bravo!»– gritaba yo desde lo alto de la escalera aplaudiendo furiosamente, aun a trueque de romperme la crisma. No sabía a quién aplaudía pero sabía que aquella voz que subía de los rocosos acantilados, era lo más hermosamente soberbio que había oído en mi vida (y he oído todos los grandes cantantes de un cuarto de siglo)…

El suelo de mi cocina quedose sin fregar; cogí los anteojos y me subí a los altos de mi casa a ver si descubría al cantor. Al poco tiempo vi subir a dos caballeros por una senda de los acantilados. Uno de ellos era arrogante, bien trazado; la anchura de sus hombros, el aire tranquilo con que subía la pendiente me dijeron que allí estaba el pulmón potentísimo de donde había salido aquel huracán armonizado de voz, su rostro jovial, simpático, de frente despejada, de mirada hacia arriba y de sonrisa bondadosa me dijo también que allá dentro, se formaba aquella aterciopelada y conmovedora voz.

Los dos paseantes se alejaron hacia Gijón; al volver mi compañero a casa le conté lo ocurrido. «Por las señas ese es Servando Bango» –me dijo.

¡Bango!... Hoy me llegan noticias de Madrid diciéndome que el Bango aquel que cantó un día de la primavera pasada en los acantilados del Cervigón ha causado allí, en la corte, la mismísima impresión emocionadora y entusiasta que me causó a mí…

¡Bien por Bango! ¡Que las brisas de este mar Cantábrico le lleven los ecos de mis bravos y de mis palmadas!

Rosario de Acuña y Villanueva

Gijón, El Cervigón, abril 1917

 

 

Nota

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Retrato de Antonio Jiménez Manjón publicado en 1888
 
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Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora

 

 

 

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Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)