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FERNÁNDEZ RIERA, Macrino: Rosario de Acuña en Asturias. Gijón: Ediciones Trea, 2005
 

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Índice

Introducción


1. Historia de una renuncia
2. Asturias
3. Su vida en El Cervigón
4. Carlos de Lamo Jiménez
5. El exilio en Portugal
6. El Noroeste
7. Hermanos proletarios
8. Al lado de los necesitados
9. En defensa de sus ideales
10. En el recuerdo

2ª parte: Artículos y otros escritos publicados en El Noroeste (1909-1923)


Introducción

 

Cuando en 1909 contempla nuevamente las agitadas aguas de aquel mar que tan bien conoce, bien pudiera acordarse de aquella primera vez que lo vio acompañada de su padre, aquel verano de hace cuarenta y tantos años… ¡Cuántas cosas han pasado desde entonces…! ¡Cuántas cosas le han pasado! Ya no está con ella su padre querido, abrigo seguro de sus juveniles sueños; ya no espera su madre para hacer en el otoño aquel precioso viaje a París; ya no... ¡Qué duro es el camino, por más que sea éste el buen camino! ¡Cuánto tiempo…!

Allí, a la vera de las tiendas ambulantes, en un pequeño hueco, en una isla que por un momento el trajín de las gentes deja libre, se queda mirando el ancho mar: «Piélago inmenso, su confín se ignora, crestas movibles de rielante plata ocultan las riquezas que atesora, bordando en curvas su grandeza innata…» Tiene casi sesenta años y hace mucho que publicó esos versos; ahora, sus poemas los guarda para sí y los suyos: no están las cosas para efusiones líricas; hay mucho que hacer, mucho que pelear.

Es una mujer baja «pero no menuda, ni flaca ni gorda», con una agilidad casi juvenil, fruto de una vida de intensa actividad física; ora trabajando con sus manos, ora caminando cientos de leguas, ora trepando por riscos y collados «sin asustarse de los ventisqueros, ni estremecerse ante los abismos». Sus manos, pequeñas, armónicas, ágiles, están llenas de rugosidades y callos; no han rehuido ninguna faena. Sus ojos, que no paran quietos un instante, se mueven de aquí para allá para no perder nada de lo que ocurre; ahora están contemplando la bahía gijonesa desde el Campo Valdés hasta la punta de El Cervigón.

A su lado está un hombre algunos años más joven que ella; la contempla en silencio, atento a cualquier comentario que le pudiera hacer. Así se quedan ambos durante unos minutos: ella contemplando el mar, él a ella admirando. ¿Quiénes son?; ¿quién es esta mujer que desde el Campo Valdés se asoma al rugir marino? Ya conocemos algunos datos sobre su aspecto; sirvan estas palabras suyas para completar la presentación, ya habrá tiempo después de conocerla mejor:

 

«Nací en Madrid… viví ciega, con cortos intervalos de luz, más de 20 (desde los 3 hasta los 25). En todo ese tiempo aprendí Historia de España e Historia universal, no en compendios, sino en obras amplísimas y documentadas. Mi padre me las leía con método y mesura; yo las oía atenta, y en mis largas horas de oscuridad y dolor, las grababa en mi inteligencia. ¡Desde tan lejos viene mi amor a España y a la humanidad!

Después quise pagarle a mi padre, con un átomo de amor consciente, el amor inmenso que durante tantos años me dio, y cuando mi salud se hizo normal, busqué ávidamente mayor cultura, y volé a los estadios de la literatura, largo tiempo vedados para las mujeres españolas, y en los cuales apenas cosecha –la que se atreve a desafiar el ridículo y la desestimación- otra cosa que la pobreza, el desamor y la soledad. ¡Achaques de razas gastadas, que dieron mucho sin recoger nada para ellas!.

Escribí versos, poemas, himnos, cantos, dramas, comedias, cuentos, y una labor continua, como trama de todo esto, en artículos para la prensa patria y extranjera. ¡Juegos todos casi infantiles para lo que la mente y el corazón humanos pueden dar de sí, pero que era lo único que yo -¡pobrecita mujer española! Sin voz ni voto para nada que no sea el trabajo doméstico- podía darle a mi padre por aquella labor que, para ilustrar a su hija semiciega, hizo durante tanto tiempo!

Conseguí la gloria inmarcesible de hacerle llorar muchas veces de alegría y orgullo cuando en la primavera de mi vida, caían las flores y resonaban los aplausos ante mí, y tuve la dicha inmortal de que sus santas manos, posadas sobre mi cabeza, me bendijeran, con augusta unción, cuando le llegó la hora del supremo reposo; y aún conservo en mis labios el aroma del beso que, con sus dedos casi paralizados por la muerte, me enviaba, desde los umbrales de la sombra, como el último adiós de su gratitud y de su ternura. No, no hay tesoros, ni glorias, ni bienaventuranzas mundanales comparables, para mí, a la postrera comunicación de mi alma con el alma de mi padre. ¡Que su memoria y la de mi noble madre iluminen la hora final de mi existencia!...

A partir de entonces viví la vida...¡Cuán intensa! ¡Cuán luchadora! ¡Y qué larga! No puedo asegurarte que fue completa porque sus mayores alicientes se apagaron para siempre en el sepulcro de mi padre...mas viví.»

 

Se llama Rosario de Acuña y Villanueva y tras haber vivido los años más agitados de su agitada vida, viene ahora a este lugar de su admirada Asturias. Allí enfrente, en el lado opuesto, en El Cervigón, en el otro brazo de la bahía, construirá una casa. Otra nueva casa… para empezar de nuevo. Ahora, viene a quedarse para siempre. No eligió donde nacer, y vio las primeras luces en la capital de esta España por la que tanto ha sufrido; allí, amparada por la protección familiar, desarrolló sus primeras actividades sociales. Mas, desengañada de las frivolidades de las clases dirigentes, huérfana de los cariños paternos y traicionada en los juveniles proyectos conyugales, fue poniendo tierra de por medio; y buscó el abrigo de la soledad: Pinto, Santander… Gijón. Este paraje, conocido por ella desde la adolescencia, era un buen sitio para pasar los años de su vejez: «Tengo la esperanza de morir en este lugar, frente al solemne mar, bajo el amplio cielo siempre sonriente de nuestra patria».

Aquí vivió, aquí murió y aquí pervive su memoria. Gracias al tesón de unos pocos, que han impedido que su recuerdo se consumiera con el paso del tiempo, su presencia permanece difuminada en ese pequeño olimpo de la vida local, conformado por un elenco de personalidades que han iluminado el discurrir colectivo, y que ahora singularizan nuestras calles y avenidas, nuestras asociaciones y centros de enseñanza.  El paso del tiempo, sin embargo, va convirtiendo esa nómina de personajes ilustres, de vidas más o menos ejemplares, en simples referencias topográficas, elementos de orientación en los cotidianos desplazamientos urbanos.

De ahí, de ese santoral laico, que en nuestro instrumental urbano comparte función orientadora con establecimientos comerciales y paneles informativos, es de donde quiero sacar a Rosario de Acuña y Villanueva para contribuir a que el testimonio de su vida y su obra permanezcan vivos, al alcance de quienes quieran conocerlos. Estoy convencido, amigo lector,  de que al terminar de leer este libro que tienes en tus manos, al conocer algunos episodios de su biografía y, sobre todo, al leer algunos de sus artículos, admitirás conmigo que doña Rosario fue una mujer excepcional.

El primer aspecto de su biografía que llama la atención es su capacidad de renuncia. Esta cualidad es digna de ser resaltada por inusual y ejemplar. El pobre de nacimiento no ha tenido ninguna otra opción, sin embargo, quien naciendo en la comodidad renuncia a ella  por defender una idea es, en mi opinión,  merecedor de las mayores alabanzas.   Nacida en una familia con una situación social privilegiada (de añejo linaje aristocrático e influencia en la política del momento)  y con un futuro prometedor en la literatura (sus iniciales obras líricas y dramáticas son aclamadas por público y crítica), la señora de Acuña renuncia  a los privilegios que la existencia le ofrece, y opta por seguir una vida retirada, cada vez más alejada de aquello que su cuna le tenía reservado, para  defender unas ideas que por entonces son consideradas socialmente heterodoxas.  Retirada pero no indiferente; nada de lo que pasa a su alrededor le es ajeno y no duda en combatir todo aquello que considera injusto; toda su vida batallará por conseguir que en España impere la Verdad, la Justicia, la Libertad y la Fraternidad.

En una España en la que la educación de la mayoría de las mujeres se limita a la doctrina cristiana, los aprendizajes instrumentales más elementales (lectura, escritura, principios de aritmética…) y otros contenidos propios del sexo, como costura e higiene, Rosario de Acuña se rebela contra tal discriminación. Sonada fue su proclama contra la exclusividad del hombre en los estudios universitarios. Al final, fue condenada por denunciar con la palabra la prepotencia masculina, que se revolvía ante los tímidos intentos femeninos de acceder a los conocimientos que la universidad española a ellos había reservado, en exclusiva, a lo largo de los años. Pagará con el exilio portugués semejante osadía.

En una España que asigna el ámbito social y público al hombre y el familiar y doméstico a la mujer, Rosario de Acuña se dedica a patear el suelo patrio para conocer sus paisajes y sus paisanajes. Meses y meses por las diferentes comarcas de España dan para obtener un gran saber sobre cómo son sus poblaciones y territorios; de algunas regiones, como la asturiana, tiene un conocimiento exhaustivo: «Asturias me la sé», llegó a decir en cierta ocasión. Este saber no nace de lecturas divulgativas de la región, ni de sesudos estudios; surge, por el contrario, del contacto con sus tierras y sus gentes obtenido en sus múltiples viajes por el suelo astur. Viajera impenitente, recorrió la geografía asturiana de norte a sur y de este a oeste, a pie o a caballo; hallando en este lugar el paraíso natural, que otros han de descubrir como divisa comercial un siglo después. Llegó a los Oscos a pie, y de los Oscos contó maravillas cuando esos concejos permanecían aislados en la distancia; se asombró de la naturaleza contemplada en el desfiladero de los Beyos; admiró el Cantábrico con sus calmas y mareas desde las costas valdesanas y gijonesas…; y en Asturias creyó encontrar un paisanaje más sano, menos afectado por el declive moral que sufría por entonces su país.

En una España en la que las mujeres de la buena sociedad ocupan su ocio en múltiples ceremonias religiosas y en obras de beneficencia, el tiempo libre es para esta menuda mujer de sesenta y tantos años ocasión para profundizar en el conocimiento. Íntimamente convencida de que la Naturaleza es una inagotable enciclopedia del saber, no sólo recorre Asturias a pie, sino que se dedica a ascender a los picos y montañas más altos de esta tierra. Utilizando caballos asturcones, se aproximaba al píe de las alturas para la mayoría inexpugnables, y, con tesón y paciencia, coronaba la mayoría de las cimas, entre las que destacan la de Torrecerredo, con sus 2648 metros, o la Pica del Jierro, con 2426. Y allí, en lo alto, contemplando la inmensidad del cielo, creía ver la prueba más evidente de la existencia de un ser creador del universo.

En una España en la que la «religión católica, apostólica, romana, es la del Estado», en la que el Estado asume los gastos de la Iglesia, pues está obligado a «mantener el culto y sus ministros», y en la que no se permiten otras ceremonias religiosas de carácter público «que las de la Religión del Estado»[1], Rosario de Acuña ingresa en la masonería y hace de la libertad de pensamiento y de credo, un ideal por el que luchará hasta su muerte. Desde el momento en el que hace públicas sus ideas sobre la religión y el catolicismo, el calificativo de hereje irá unido a su nombre por siempre y ello le traerá un sinfín de calamidades: insultos, apedreamientos, desahucios, exilio…

En una España en la que la mujer tiene la obligación legal de seguir al marido allí donde éste fije su residencia[2], en la que la mayoría de las mujeres sufren con resignación las infidelidades del esposo, Rosario de Acuña se separa del suyo y vive durante varias décadas, hasta su muerte, con «su compañero», Carlos de Lamo. Con él reside en Madrid, Santander, Portugal y Gijón; primero como separada y luego como viuda.

En una España en la que la conciencia feminista balbucea tímidamente, en la que las mujeres empiezan a ser conscientes del papel subsidiario que se les asigna, en la que, unas pocas, comienzan a reclamar un sitio en la sociedad, Rosario de Acuña se convierte en la propietaria de una de las granjas avícolas más eficientes del país. Mientras otras mujeres se iniciaban, tímidamente, en el movimiento asociativo femenino para defenderse de la explotación patriarcal que sufrían, ella, poco amiga de integrarse en colectividades diferentes a aquella que englobaba al conjunto de la Humanidad, en la cual estaba conscientemente integrada, invierte el pequeño capital que le queda en unas modernas instalaciones; estudia, experimenta, se afana de sol a sol haciendo jornadas de trabajo interminables para dar con la raza de gallinas perfecta, esa que pone más de 180 huevos al año de 75 gramos, el que menos,… y al fin, su trabajo se ve recompensado cuando  le otorgan la medalla de plata en la Exposición Internacional Avícola que se celebra en Madrid en 1902. Ella prueba, con su práctica, que la mujer es capaz de hacer trabajos de forma excelente.

En una España en la que el desastre de 1898 desata el examen de conciencia y el propósito regeneracionista de enmienda en la mayoría de los intelectuales, Rosario de Acuña continua clamando, sin éxito, por la necesidad de construir una nueva sociedad en la cual el oscurantismo deje paso a la luz de la razón, los mitos a la ciencia, la ignorancia a la ilustración. A ese apostolado entregó muchas de sus energías, recibiendo, en cambio, todo tipo de violencias contra su persona.

Estas pinceladas que he trazado sobre la vida y el ideario de la escritora madrileña pueden explicar, de alguna manera, el interés que en mí ha despertado la figura de doña Rosario, que trasciende, con mucho, el papel que como escritora lírica o dramática haya podido jugar en la historia de la literatura española. Me importa profundizar en las ideas que estructuran su pensamiento y en la relación que esas ideas y su trayectoria vital establecen con sus contemporáneos. Su triple condición de mujer, noble y heterodoxa en el pensar y en el vivir, nos permite realizar un análisis de la sociedad de la Restauración con gran riqueza de matices: situación de la mujer, monopolio de la religión católica frente al librepensamiento, educación laica frente a la confesional, consideración del intelectual como trabajador, diferencias legales en el matrimonio, masonería e interclasismo, patria e internacionalismo, visión femenina de la regeneración social, la razón y la ciencia, intervencionismo bélico y neutralidad… A ello me llevo dedicando desde hace tiempo, en ello estaba cuando surge este proyecto referido a la presencia de la escritora en Asturias y a ello volveré en cuanto concluya este trabajo que constituye, al fin y al cabo, un capítulo significado en ese estudio, pues la tierra que la vio morir recogió, en gran medida, la síntesis de su existencia.

Cuando la señora de Acuña y Villanueva llega a Asturias, a Gijón, trae consigo las mejores esencias de su saber y pensar. Ha recorrido un largo trecho en su vivir y ese caminar ha dejado rico poso en su existencia. A base de tesón, energía y constancia, cualidades éstas que asume como propias de su estirpe, «Fiel a la divisa de mis antepasados paternos, que hace 400 años trazaron en su escudo de señores feudales la cuña simbólica de la energía y la constancia»[3], ha defendido su independencia no sólo en el pensar sino también, lo que es más difícil, en el actuar según su pensamiento.  A su llegada a la villa gijonesa, es una mujer cargada de experiencia, de sabiduría, de honestidad.

Este libro está estructurado en dos partes; en la primera se analizan algunos aspectos de interés sobre la existencia que doña Rosario vivió en Asturias: sus viajes, sus amistades, su participación en la colectividad…; la segunda, está ocupada exclusivamente por la palabra de la pensadora de El Cervigón, pues en ella se recogen los artículos y otros escritos publicados en el periódico gijonés El Noroeste entre 1909 y 1923, fecha de su muerte.  En ellos se pueden encontrar algunas de las ideas motrices que guiaron su vida: profunda religiosidad, renuncia, austeridad, valor beatífico del trabajo, la fraternidad, el estudio, la búsqueda de la Verdad…

Con los apuntes que sobre su vida en Asturias se dibujan en la primera parte y con la lectura de sus escritos recogidos en la segunda, creo que el lector de esta obra puede llegar a conocer un poco mejor a esta mujer ejemplar, a esta extraordinaria persona, a quien desde el recuerdo patrocina diversos proyectos colectivos en su tierra asturiana y cuyos restos reposan en el cementerio civil de Gijón.  Espero que la lectura de estas páginas te deleite e ilumine; ¡que así sea!


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[1]Tal como señala el artículo 11 de la Constitución de 1876, que regulará la vida española durante la larga etapa de la Restauración.

[2]Así lo establece el artículo 58 del Código Civil de 1889.

[3]Acuña y Villanueva, Rosario: Avicultura, pág. 70

 


 

Para saber más acerca de nuestra protagonista

 

Rosario de Acuña. Comentarios (⇑)
Algunas notas acerca de la vida de esta ilustre librepensadora
 
 
 
 
Imagen de la portada del libro

 

Rosario de Acuña y Villanueva. Una heterodoxa en la España del Concordato (⇑)